Lo
dice el Señor: “Alégrate,
hija de Sión; canta, hija de Jerusalén”.
Sólo
el Señor puede decirlo, pues ese «alégrate»
y ese «canta»
son imperativos de fiesta para quienes sólo conocen la
vulnerabilidad de lo pequeño –Sión, Jerusalén-, la fragilidad de
lo femenino –hija de Sión, hija de Jerusalén-, la hostilidad de
los poderosos con sus carros, sus caballos y sus arcos guerreros.
Lo
dice el Señor a quien ha conocido de cerca, porque las ha sufrido,
la injusticia y la humillación: «Alégrate
y canta»,
porque «tu
rey viene a ti justo y victorioso».
La
profecía lo anunciaba para un futuro tan cierto como la fidelidad de
Dios a su palabra.
El
evangelio nos los revela ya cumplido en Jesús de Nazaret.
Y
tú, en tu eucaristía, lo celebras recordando la profecía,
proclamando el evangelio y saliendo gozosamente al encuentro de tu
Rey, que viene a ti para ser él mismo tu justicia y tu victoria, tu
fiesta y tu descanso.
Él
«vino
a ti»
por la encarnación, pues nació para ti, vivió para ti, murió para
ti, resucitó para ti.
Y
es él quien ahora te dice: “Venid
a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.
Él
«viene
a ti»
porque te ama y confía en ti, y te pide que «vayas
a él»
por la fe, porque te fías de él, porque él te merece confianza-.
Ese
«venid
a mí»,
que resuena hoy como súplica humilde en cada asamblea eucarística,
evoca el grito de Jesús en el día de su entrega por todos los
agobiados: «Tengo
sed».
Tengo
sed de aliviar vuestro cansancio, tengo sed de quedarme con vuestras
heridas, tengo sed de hacerme con vuestras enfermedades, tengo sed de
hacer mía vuestra muerte: «Tengo
sed»,
«venid
a mí».
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