Ø La
eucaristía (2018). La Santa Misa (6). El acto penitencial. Catequesis de Papa
Francisco.
Favorece la actitud con la que disponerse a celebrar dignamente los santos misterios, reconociendo que somos pecadores. Favorece la actitud con la que disponerse a celebrar dignamente los santos misterios, o sea, reconociendo ante Dios y los hermanos nuestros pecados, reconociendo que somos pecadores. Realizamos comunitariamente el acto penitencial mediante una fórmula de confesión general, pronunciada en primera persona del singular. Cada uno confiesa a Dios y a los hermanos “que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Sí, también de omisión, o sea, de haber dejado de hacer el bien que habría podido hacer.
v
Cfr. Papa Francisco, Catequesis sobre la Eucaristía,
Audiencia
General del 3 de enero de 2018
La Santa Misa - 6. El acto penitencial
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
v
Favorece la actitud con la que disponerse a
celebrar dignamente los santos misterios, o sea, reconociendo ante Dios y los
hermanos nuestros pecados, reconociendo que somos pecadores.
o
Realizamos comunitariamente el acto penitencial
mediante una fórmula de confesión general, pronunciada en primera
persona del singular. Cada uno confiesa a Dios y a los hermanos “que he pecado
mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. También de omisión, o sea, de
haber dejado de hacer el bien que habría podido hacer.
§ Las
palabras que decimos con la boca van acompañadas por el gesto de golpearse
el pecho, reconociendo que he pecado precisamente por culpa mía, y no de otros.
Las palabras que decimos con la boca van acompañadas por el gesto de
golpearse el pecho, reconociendo que he pecado precisamente por culpa mía, y no
de otros.
Retomando las catequesis sobre la
celebración eucarística, consideremos hoy, en el contexto de los ritos de
introducción, el acto penitencial. En su sobriedad, favorece la actitud
con la que disponerse a celebrar dignamente los santos misterios, o sea,
reconociendo ante Dios y los hermanos nuestros pecados, reconociendo que somos
pecadores. La invitación del sacerdote, de hecho, se dirige a toda la comunidad
en oración, porque todos somos pecadores.
¿Qué puede dar el Señor a quien
ya tiene el corazón lleno de sí mismo, de sus éxitos? Nada,
porque el presuntuoso es incapaz de recibir perdón, ufano
como está de su presunta justicia.
Pensemos en la parábola del fariseo y del publicano, donde solo el
segundo –el publicano– vuelve a casa justificado, es decir, perdonado (cfr. Lc 18,9-14).
Quien es consciente de sus propias miserias y baja los ojos con humildad,
siente posarse sobre él la mirada misericordiosa de Dios.
Sabemos por experiencia que solo
quien sabe reconocer sus faltas y pedir perdón recibe la comprensión y el
perdón de los demás. Escuchar en silencio la voz de la conciencia permite
reconocer que nuestros pensamientos están distantes de los pensamientos
divinos, que nuestras
palabras y nuestras acciones son a menudo mundanas, o sea,
guiadas por decisiones contrarias al Evangelio.
Por eso, al inicio de la Misa,
realizamos comunitariamente el acto penitencial mediante una fórmula
de confesión general, pronunciada en primera persona del singular.
Cada uno confiesa a
Dios y a los hermanos “que he pecado mucho de pensamiento,
palabra, obra y omisión”. Sí, también de omisión, o sea, de haber dejado de
hacer el bien que habría podido hacer.
Frecuentemente
nos sentimos buenos porque –digamos– “no he hecho daño a nadie”. En realidad,
no basta no hacer mal al prójimo, hay que elegir hacer el bien aprovechando las
ocasiones para dar buen ejemplo de que somos discípulos de Jesús. Es bueno
subrayar que confesamos tanto a
Dios como a los hermanos que somos pecadores: esto nos
ayuda a comprender la dimensión del pecado que, mientras nos separa de Dios,
nos divide también de nuestros hermanos, y viceversa. El pecado corta: corta el
trato con Dios y corta el trato con los hermanos, el trato en la familia, en la
sociedad, en la comunidad: el pecado corta siempre, separa,
divide.
Las palabras que decimos con la
boca van acompañadas por el gesto de golpearse el pecho, reconociendo que
he pecado precisamente por culpa mía, y no de otros. A menudo sucede que, por
miedo o vergüenza, señalamos con el dedo para acusar a otros. Cuesta admitirse
culpable, pero nos hace bien confesarlo con sinceridad. Confesar los propios
pecados. Recuerdo una anécdota que contaba un viejo misionero acerca de una
mujer que fue a confesarse y empezó a decirle las faltas de su marido; luego
pasó a contar los errores de la suegra y luego los pecados de los vecinos. En
un momento dado, el confesor le dijo: “Pero, señora, dígame: ¿ha acabado ya? –
Muy bien: pues
ya que ha acabado usted con los pecados de los demás, ahora
empiece a decir los suyos”. ¡Decir los propios pecados!
Después de la confesión del
pecado, suplicamos a la Santísima Virgen María, a los Ángeles y a los Santos
que recen al Señor por nosotros. También en esto es preciosa la comunión
de los Santos: es decir, la intercesión de esos «amigos y modelos de vida»
(Prefacio del 1 de noviembre) nos sostiene en el camino hacia la plena comunión
con Dios, cuando el pecado sea definitivamente aniquilado.
Además del “Yo confieso”, se
puede hacer el acto penitencial con otras fórmulas, por ejemplo: «Ten piedad de
nosotros, Señor / Contra ti hemos pecado. / Muéstranos, Señor, tu misericordia.
/ Y danos tu salvación» (cfr. Sal 123,3; 85,8; Jer 14,20).
Especialmente el domingo se puede realizar la bendición y la aspersión del agua
en memoria del Bautismo (cfr. OGMR, 51)
que borra todos los pecados. También es posible, como parte
del acto penitencial, cantar el Kyrie eléison: con una antigua expresión
griega, aclamamos al Señor –Kyrios– e imploramos su misericordia (ibid., 52).
La Sagrada Escritura nos ofrece
luminosos ejemplos de figuras “penitentes” que, recapacitando después de haber
cometido el pecado, hallan el valor de quitarse la máscara y abrirse a la
gracia que renueva el corazón. Pensemos en el rey David y en las palabras a él
atribuidas en el Salmo: «Ten piedad de mí, oh Dios, por tu amor; por tu gran
misericordia borra mi iniquidad» (51,3). Pensemos en el hijo pródigo que vuelve
al padre; o en la invocación del publicano: «Señor, apiádate de mí que soy un
pecador» (Lc 18, 13). Pensemos también en San Pedro, en Zaqueo, en la mujer
samaritana.
§ Medirse
con la fragilidad del barro del que estamos hechos es una experiencia que nos
fortalece, nos abre el corazón para invocar la misericordia divina que
transforma y convierte.
Medirse con la fragilidad del
barro del que estamos hechos es una experiencia que nos
fortalece: a la vez que nos hace tener en cuenta nuestra
debilidad, nos abre el corazón para invocar la misericordia divina que
transforma y convierte. Y eso es lo que hacemos en el acto penitencial al
inicio de la Misa.
Vida Cristiana
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