viernes, 19 de enero de 2018

La eucaristía (2018). La Santa Misa (6). El acto penitencial.  Cfr. Papa Francisco, Catequesis sobre la Eucaristía, Audiencia General del 3 de enero de 2018


Ø La eucaristía (2018). La Santa Misa (6). El acto penitencial. Catequesis de Papa Francisco.

Favorece la actitud con la que disponerse a celebrar dignamente los santos misterios, reconociendo que somos pecadores. Favorece la actitud con la que disponerse a celebrar dignamente los santos misterios, o sea, reconociendo ante Dios y los hermanos nuestros pecados, reconociendo que somos pecadores. Realizamos comunitariamente el acto penitencial mediante una fórmula de confesión general, pronunciada en primera persona del singular. Cada uno confiesa a Dios y a los hermanos “que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Sí, también de omisión, o sea, de haber dejado de hacer el bien que habría podido hacer.


v  Cfr. Papa Francisco, Catequesis sobre la Eucaristía,

Audiencia General del 3 de enero de 2018

La Santa Misa - 6. El acto penitencial


Queridos hermanos y hermanas, buenos días.

v  Favorece la actitud con la que disponerse a celebrar dignamente los santos misterios, o sea, reconociendo ante Dios y los hermanos nuestros pecados, reconociendo que somos pecadores.

o   Realizamos comunitariamente el acto penitencial mediante una fórmula de confesión general, pronunciada en primera persona del singular. Cada uno confiesa a Dios y a los hermanos “que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. También de omisión, o sea, de haber dejado de hacer el bien que habría podido hacer.

§  Las palabras que decimos con la boca van acompañadas por el gesto de golpearse el pecho, reconociendo que he pecado precisamente por culpa mía, y no de otros.
Las palabras que decimos con la boca van acompañadas por el gesto de golpearse el pecho, reconociendo que he pecado precisamente por culpa mía, y no de otros.
Retomando las catequesis sobre la celebración eucarística, consideremos hoy, en el contexto de los ritos de introducción, el acto penitencial. En su sobriedad, favorece la actitud con la que disponerse a celebrar dignamente los santos misterios, o sea, reconociendo ante Dios y los hermanos nuestros pecados, reconociendo que somos pecadores. La invitación del sacerdote, de hecho, se dirige a toda la comunidad en oración, porque todos somos pecadores.

¿Qué puede dar el Señor a quien ya tiene el corazón lleno de sí mismo, de sus éxitos? Nada,
porque el presuntuoso es incapaz de recibir perdón, ufano como está de su presunta justicia.  Pensemos en la parábola del fariseo y del publicano, donde solo el segundo –el publicano– vuelve a casa justificado, es decir, perdonado (cfr. Lc 18,9-14). Quien es consciente de sus propias miserias y baja los ojos con humildad, siente posarse sobre él la mirada misericordiosa de Dios.

Sabemos por experiencia que solo quien sabe reconocer sus faltas y pedir perdón recibe la comprensión y el perdón de los demás. Escuchar en silencio la voz de la conciencia permite reconocer que nuestros pensamientos están distantes de los pensamientos divinos, que nuestras
palabras y nuestras acciones son a menudo mundanas, o sea, guiadas por decisiones contrarias al Evangelio.

Por eso, al inicio de la Misa, realizamos comunitariamente el acto penitencial mediante una fórmula de confesión general, pronunciada en primera persona del singular. Cada uno confiesa a
Dios y a los hermanos “que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Sí, también de omisión, o sea, de haber dejado de hacer el bien que habría podido hacer.

            Frecuentemente nos sentimos buenos porque –digamos– “no he hecho daño a nadie”. En realidad, no basta no hacer mal al prójimo, hay que elegir hacer el bien aprovechando las ocasiones para dar buen ejemplo de que somos discípulos de Jesús. Es bueno subrayar que confesamos tanto a
Dios como a los hermanos que somos pecadores: esto nos ayuda a comprender la dimensión del pecado que, mientras nos separa de Dios, nos divide también de nuestros hermanos, y viceversa. El pecado corta: corta el trato con Dios y corta el trato con los hermanos, el trato en la familia, en la
sociedad, en la comunidad: el pecado corta siempre, separa, divide.

Las palabras que decimos con la boca van acompañadas por el gesto de golpearse el pecho, reconociendo que he pecado precisamente por culpa mía, y no de otros. A menudo sucede que, por miedo o vergüenza, señalamos con el dedo para acusar a otros. Cuesta admitirse culpable, pero nos hace bien confesarlo con sinceridad. Confesar los propios pecados. Recuerdo una anécdota que contaba un viejo misionero acerca de una mujer que fue a confesarse y empezó a decirle las faltas de su marido; luego pasó a contar los errores de la suegra y luego los pecados de los vecinos. En un momento dado, el confesor le dijo: “Pero, señora, dígame: ¿ha acabado ya? – Muy bien: pues
ya que ha acabado usted con los pecados de los demás, ahora empiece a decir los suyos”. ¡Decir los propios pecados!

Después de la confesión del pecado, suplicamos a la Santísima Virgen María, a los Ángeles y a los Santos que recen al Señor por nosotros. También en esto es preciosa la comunión de los Santos: es decir, la intercesión de esos «amigos y modelos de vida» (Prefacio del 1 de noviembre) nos sostiene en el camino hacia la plena comunión con Dios, cuando el pecado sea definitivamente aniquilado.

Además del “Yo confieso”, se puede hacer el acto penitencial con otras fórmulas, por ejemplo: «Ten piedad de nosotros, Señor / Contra ti hemos pecado. / Muéstranos, Señor, tu misericordia. / Y danos tu salvación» (cfr. Sal 123,3; 85,8; Jer 14,20). Especialmente el domingo se puede realizar la bendición y la aspersión del agua en memoria del Bautismo (cfr. OGMR, 51)
que borra todos los pecados. También es posible, como parte del acto penitencial, cantar el Kyrie eléison: con una antigua expresión griega, aclamamos al Señor –Kyrios– e imploramos su misericordia (ibid., 52).
La Sagrada Escritura nos ofrece luminosos ejemplos de figuras “penitentes” que, recapacitando después de haber cometido el pecado, hallan el valor de quitarse la máscara y abrirse a la gracia que renueva el corazón. Pensemos en el rey David y en las palabras a él atribuidas en el Salmo: «Ten piedad de mí, oh Dios, por tu amor; por tu gran misericordia borra mi iniquidad» (51,3). Pensemos en el hijo pródigo que vuelve al padre; o en la invocación del publicano: «Señor, apiádate de mí que soy un pecador» (Lc 18, 13). Pensemos también en San Pedro, en Zaqueo, en la mujer samaritana.
§  Medirse con la fragilidad del barro del que estamos hechos es una experiencia que nos fortalece, nos abre el corazón para invocar la misericordia divina que transforma y convierte.
Medirse con la fragilidad del barro del que estamos hechos es una experiencia que nos
fortalece: a la vez que nos hace tener en cuenta nuestra debilidad, nos abre el corazón para invocar la misericordia divina que transforma y convierte. Y eso es lo que hacemos en el acto penitencial al inicio de la Misa.



Vida Cristiana

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