Es Viernes Santo. Celebraremos con toda la Iglesia la pasión del Señor.
En la mañana, la comunidad se congregó en la catedral para la oración de Laudes. El salmista fue dejando caer, rocío sobre tierra reseca, las palabras de su salmo: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa”.
Entonces la mirada se perdió en el Cristo del presbiterio, oscuridad de leño y bronce suspendida en la claridad del aire.
Aquel Cristo, aunque grande, no tiene rasgos que mis ojos puedan definir, y no llego a percibir detalles que la mente pueda interpretar. Aquel Cristo es sólo materia oscura, elevada en medio del presbiterio, memoria de un misterio que el creyente recreará a la luz de su fe.
Más allá del Cristo crucificado, la vidriera que embellece el ábside de la catedral, ofrece a la contemplación la imagen, creada en pura luz, de la Virgen María en el misterio de su Concepción Inmaculada.
En la nave de la catedral, orante, humilde y pobre, está la Iglesia, la comunidad redimida a la que se revela la gracia del misterio que está celebrando: ¡La luz nace de la oscuridad! Ese prodigio de santidad y de pureza que es María de Nazaret, sólo lo pudo realizar el amor del Hijo, la obediencia del Hijo, la fidelidad del Hijo, la entrega del Hijo: ¡Sin la Pascua del Hijo no es posible la gracia de la Madre!
“Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”. Así comenzó su cántico el anciano Simeón, cuando tuvo en brazos a aquel primogénito que una familia pobre presentaba al Señor. Los ojos del anciano veían sólo a un niño. Pero su espíritu fue iluminado para que viese en aquel niño el sacramento de la salvación.
Hoy la Iglesia contempla aquel mismo sacramento en los brazos de una cruz. ¡Contempla!, y el corazón se le ausenta en paz tras la salvación que en el sacramento se le ofrece. Allí, en aquellos brazos, está el cuerpo de la gracia, aquél es el lugar de la santidad, aquélla es la fuente del Espíritu.
Ahora los ojos vuelven a la luz de la vidriera, a la gloria representada de la Concepción Inmaculada, a su plenitud de gracia, a la belleza del cielo que esperamos, y la fe intuye que, la misma gloria, gracia y belleza que en María de Nazaret brillan para siempre, alumbran ya por dentro la humildad de nuestra vida, la pequeñez de nuestro ser: Gloria, gracia y belleza, la del cielo y la nuestra, naciendo eternamente del mismo sacramento, el Cuerpo de Cristo, ¡el Cuerpo de la Salvación!
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