El evangelio es el de aquella “mujer sorprendida en adulterio”. Pero la comunidad que hoy celebra la eucaristía sabe que ése es su evangelio.
A Jesús “le traen” una pecadora; con Jesús se queda una redimida.
A Jesús “le traen” una mujer condenada por la ley; con Jesús se queda una mujer pacificada por el amor.
A Jesús “le traen” una humanidad aplastada por la tristeza de la muerte; con Jesús se queda una Iglesia que ya celebrará para siempre la alegría de la vida.
Quiero recordar con vosotros las últimas palabras de este evangelio “de la adúltera” y nuestro:
“Jesús se incorporó y le preguntó: _Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?
Ella contestó: _Ninguno, Señor.
Jesús dijo: _Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.
San Agustín lo contempló así: “la Miserable y la Misericordia, quedaron allí los dos solos”.
Ahora se puede entender que ella y nosotros podamos olvidar lo de antaño, y dejemos de pensar en lo antiguo, pues el Señor cambió nuestra suerte: el Señor ha estado grande con nosotros, con él hemos recorrido el camino de una pascua nueva, él nos ha devuelto la alegría, y por él la vida se nos ha hecho de casa. ¡La luz de la misericordia ha irrumpido en la oscuridad de nuestra miseria!
Considera ahora cómo la Misericordia se quedó allí en medio con la Miserable: Se inclinó Jesús, hasta escribir con el dedo en el suelo; se inclinó la Palabra divina hasta la condición humana; se inclinó la gracia sobre los pecadores cuando Jesús, para rescatarnos, bajó al abismo de la muerte.
Cuando hoy recibas al Señor en el misterio de la santa comunión, escucharás una voz que alcanzará lo más hondo de tu ser:
“_Mujer, ¿ninguno te ha condenado?
_Ninguno, Señor.
_Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.
Y aunque te parezca un sueño, Iglesia enjuiciada y amada, hoy, en Cristo, habrás pasado de la muerte a la vida.
Feliz domingo.
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