Ø El buen samaritano. ¿Quién es el prójimo? El servicio al prójimo. La compasión: es una característica esencial de la misericordia de Dios. Dios tiene compasión de nosotros. ¿Qué quiere decir? Padece con nosotros, nuestros sufrimientos Él los siente. Compasión significa “padecer con”. El verbo indica que las entrañas se remueven a la vista del mal del hombre. Y en los gestos y en acciones del buen samaritano reconocemos el obrar misericordioso de Dios en toda la historia de la salvación. Es la misma compasión con la que el Señor sale al encuentro de cada uno de nosotros.
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Cfr. Papa Francisco, Catequesis, Audiencia General del 27 de abril de 2016.
La parábola
del buen samaritano
Hoy reflexionamos sobre la
parábola del buen samaritano (cfr. Lc 10,25-37). Un doctor de la Ley pone a
prueba a Jesús con esta pregunta: «Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la
vida eterna?» (v. 25). Jesús le pide que responda él mismo, y aquel da la
respuesta perfectamente: «Amarás el Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda
tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo»
(v. 27). Jesús entonces concluye: «Haz eso y vivirás» (v. 28).
Pero aquel hombre plantea otra
pregunta, que es muy valiosa para nosotros: «¿Quién es mi prójimo?» (v. 29), se
sobreentiende: “¿mis parientes? ¿Mis paisanos? ¿Los de la mi religión?...”. En
definitiva, quiere una regla clara que le permita clasificar a los demás en
“prójimo” y “no-prójimo”, en los que pueden ser prójimos y en los que no pueden
ser prójimos.
Y Jesús responde con una
parábola, que pone en escena a un sacerdote, un levita y un samaritano. Los
primeros dos son figuras ligadas al culto del templo; el tercero es un hebreo
cismático, considerado como un extranjero, pagano e impuro, o sea, el samaritano.
En el camino de Jerusalén a Jericó el sacerdote y el levita se encuentran a un
hombre moribundo, al que los bandidos han asaltado, robado y abandonado. La Ley
del Señor en situaciones similares preveía la obligación de socorrerlo, pero
ambos pasan de largo sin pararse. Tenían prisa… El sacerdote, quizá, miró el
reloj y dijo: “Es que llego tarde a Misa… Tengo que decir Misa”. Y el otro
dijo: “Pues no sé si la Ley me lo permite, porque hay sangre, y quedaré
impuro…”. Van por otro camino y no se acercan. Y aquí la parábola nos ofrece
una primera enseñanza: no es automático que quien frecuenta la casa de Dios y
conoce su misericordia sepa amar al prójimo. ¡No es automático! Tú puedes saber
toda la Biblia, puedes conocer todas las rúbricas litúrgicas, puedes saber toda
la teología, pero del conocer no es automático el amar: amar tiene otra camino,
hace falta la inteligencia, pero también algo más… El sacerdote y el levita
ven, pero ignoran; miran, pero no hacen nada. Sin embargo, no existe verdadero
culto si no se traduce en servicio al prójimo. No lo olvidemos nunca: ante el
sufrimiento de tanta gente agotada por el hambre, la violencia y las
injusticias, no podemos permanecer espectadores. Ignorar el sufrimiento del
hombre, ¿qué significa? ¡Significa ignorar a Dios! Si yo no me acerco a aquel
hombre, a aquella mujer, a aquel niño, a aquel anciano o anciana que sufre, no
me acerco a Dios.
Pero vayamos al centro de la
parábola: el samaritano, o sea, precisamente el despreciado, sobre el que nadie
apostaría nada, y que también tenía sus compromisos y sus cosas que hacer,
cuando ve al hombre herido, no pasó de largo como los otros dos, que estaban
ligados al Templo, sino «que tuvo compasión» (v. 33). Así dice el Evangelio:
“Tuvo compasión”, es decir, el corazón, ¡las entrañas se le conmovieron! Esa es
la diferencia. Los otros dos “vieron”, pero sus corazones permanecieron
cerrados, fríos. En cambio el corazón del samaritano estaba sintonizado con el
corazón mismo de Dios. Porque la “compasión” es una característica esencial de
la misericordia de Dios. Dios tiene compasión de nosotros. ¿Qué quiere decir?
Padece con nosotros, nuestros sufrimientos Él los siente. Compasión significa
“padecer con”. El verbo indica que las entrañas se remueven a la vista del mal
del hombre. Y en los gestos y en acciones del buen samaritano reconocemos el
obrar misericordioso de Dios en toda la historia de la salvación. Es la misma
compasión con la que el Señor sale al encuentro de cada uno de nosotros: Él no
nos ignora, conoce nuestros dolores, sabe cuánto necesidad tenemos de ayuda y
consuelo. Se nos acerca y nunca nos abandona. Que cada uno se haga la pregunta
y responda en su corazón: “¿Yo me lo creo? ¿Creo que el Señor tiene compasión
de mí, tal y como soy, pecador, con tantos problemas y tantas cosas?”. Pensad
en eso, y la respuesta es: “¡Sí!”. Pero cada uno debe mirar en el corazón si
tiene fe en esa compasión de Dios, de Dios bueno que se acerca, nos cura, nos
acaricia. Y si lo rechazamos, Él espera: es paciente y está siempre junto a nosotros.
El samaritano se comporta con
verdadera misericordia: venda las heridas de aquel hombre, lo transporta a un
albergue, cuida de él personalmente y paga su asistencia. Toso esto nos enseña
que la compasión, el amor, no es un sentimiento vago, sino que significa cuidar
del otro hasta pagar en persona. Significa comprometerse dando todos los pasos
necesarios para “acercarse” al otro hasta hacerse uno con él: «amarás al
prójimo como a ti mismo». Ese es el Mandamiento del Señor.
Concluida la parábola, Jesús
devuelve la pregunta al doctor de la Ley y le pide: «¿Quién de estos tres te
parece que haya sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?» (v. 36).
La respuesta es finalmente inequívoca: «El que tuvo compasión de él» (v. 27).
Al comienzo de la parábola, para el sacerdote y el levita el prójimo era el
moribundo; al final, el prójimo es el samaritano que se acercó. Jesús da la
vuelta a la perspectiva: no clasificar a los demás para ver quien es prójimo y
quién no. Tú puedes ser prójimo de cualquiera que encuentres en necesidad, y lo
serás si en tu corazón tienes compasión, es decir, si tienes esa capacidad de
padecer con el otro.
Esta parábola es uno estupendo
regalo para todos nosotros, ¡y también un compromiso! A cada uno de nosotros
Jesús repite lo que dijo al doctor de la Ley: «Ve, y haz tú lo mismo» (v. 37).
Estamos todos llamados a recorrer el mismo camino del buen samaritano, que es
figura de Cristo: Jesús se inclinó hacia nosotros, se hizo nuestro siervo, y
así nos salvó, para que también nosotros podamos amarnos como él nos amó, del
mismo modo.
Vida Cristiana
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