Hundidos en el lodo: primero Jeremías, luego Jesús.
Bautizados en la muerte: Jeremías y Jesús, sumergidos en un abismo de rechazo humano, de incomprensión, de odio, destinados a morir.
Crucificados como Jeremías, como Jesús, los emigrantes, siempre los pobres: Empujados a la muerte por la miseria; abandonados a su suerte por nuestro egoísmo; dejados como plástico a la deriva por nuestra indiferencia.
Sus vidas son un grito: “Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello: me estoy hundiendo en un cieno profundo y no puedo hacer pie; he entrado en la hondura del agua, me arrastra la corriente”.
Jeremías, Jesús, los emigrantes, los pobres: nosotros los vemos como un incordio a las puertas de nuestra abundancia, pero son voceros de Dios, son sus profetas, una alarma activada por el amor de Dios en nuestro mundo de frivolidades, una llamada a la conciencia de los distraídos por si todavía queremos darnos una oportunidad de salvación.
Todos tenemos nuestras buenas razones para el abandono de los pobres al frío de la muerte, pero son las mismas buenas razones con las que dejo a Dios fuera de mi vida, fuera de mi rosario –perverso- y de mi eucaristía –escandalosa- y de mi corazón –petrificado-…
La Iglesia que hoy celebra la Eucaristía sabe que pertenece a Cristo, y hace suya la palabra de Cristo y comulga con su Señor.
Tú sabes que eres un solo cuerpo con Cristo; sabes que tu destino es el de los pobres, el de los profetas, el de Cristo.
Bautizada, olvidada, desechada, crucificada, estás llamada a ser siempre presencia viva de Cristo pobre entre los pobres, pobre tú también y enviada a los pobres como evangelio de salvación.
Habrás de desear ese bautismo por el que pasó Jesús; habrás de desearlo como lo deseó Jesús, habrás de desear con todo el corazón verte entregada con él, seguirlo a él abrazada a tu cruz…
Ese bautismo, esa comunión con Cristo Jesús en su entrega de amor hasta la muerte, es la chispa que encenderá el fuego que él vino a prender en el mundo. Por esa puerta de la entrega amorosa entrará el Espíritu de Jesús que hará posible un mundo nuevo, un mundo hijos de Dios, el reino de Dios, un mundo en el que los pobres podrán decir con verdad –lo podrán decir a una con Jesús-: “Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito. Me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa; afianzó mis pies… aseguró mis pasos… El Señor se cuida de mí”.
Feliz domingo, Iglesia de Cristo. Feliz bautismo en la muerte de Cristo. Feliz comunión con Cristo resucitado.
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