LA PALABRA
En Francisco, Evangelii gaudium
v Se
comienza a ser cristiano por el encuentro con un acontecimiento, con una
Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación
decisiva».
- No me cansaré
de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del
Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran
idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un
nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».(Benedicto XVI, Enc.
Deus caritas est, 1).
[Evangelii gaudium. 7]
o
La Palabra tiene una potencialidad que no
podemos predecir. Es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a
todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y
sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a
nadie.
22. La Palabra tiene en sí una potencialidad
que no podemos predecir. El Evangelio habla de una semilla que, una vez
sembrada, crece por sí sola también cuando el agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia debe aceptar esa
libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su manera, y de formas muy
diversas que suelen superar nuestras previsiones y romper nuestros esquemas.
23. La intimidad de la
Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y la comunión «esencialmente se
configura como comunión misionera».[Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 32] Fiel al modelo del Maestro, es vital
que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares,
en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del
Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie. Así se lo anuncia
el ángel a los pastores de Belén: «No temáis, porque os traigo una Buena Noticia,
una gran alegría para todo el
pueblo» (Lc 2,10). El
Apocalipsis se refiere a «una Buena Noticia, la eterna, la que él debía
anunciar a los habitantes de la tierra, a
toda nación, familia, lengua y pueblo» (Ap 14,6).
v
5 contenidos del salir de la Iglesia para
anunciar el Evangelio a todos
o
A. Primerear
24. La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que
primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan. «Primerear»:
sepan disculpar este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el
Señor tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por eso, ella sabe
adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los
lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. Vive
un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la
infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva. ¡Atrevámonos un poco más
a primerear!
o
B. Involucrarse
Como consecuencia, la Iglesia sabe
«involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e
involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos.
Pero luego dice a los discípulos: «Seréis felices si hacéis esto» (Jn 13,17). La comunidad
evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás,
achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la
vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los
evangelizadores tienen así «olor a oveja» y éstas escuchan su voz.
o
C. Acompañar
Luego, la comunidad evangelizadora se
dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad en todos sus procesos, por más
duros y prolongados que sean. Sabe de esperas largas y de aguante apostólico.
La evangelización tiene mucho de paciencia, y evita maltratar límites.
o
D. Fructificar
Fiel al don del Señor, también sabe
«fructificar». La comunidad evangelizadora siempre está atenta a los frutos,
porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la
cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no
tiene reacciones quejosas ni alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra
se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en
apariencia sean imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida entera
y jugarla hasta el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es
llenarse de enemigos, sino que la Palabra sea acogida y manifieste su potencia liberadora
y renovadora.
o
E. Festejar
Por último, la comunidad evangelizadora
gozosa siempre sabe «festejar». Celebra y festeja cada pequeña victoria, cada
paso adelante en la evangelización. La evangelización gozosa se vuelve belleza
en la liturgia en medio de la exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia
evangeliza y se evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual
también es celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado
impulso donativo.
v
Necesidad del crecimiento en la interpretación
de la Palabra y en la comprensión de la verdad.
40. La Iglesia, que
es discípula misionera, necesita crecer en su interpretación de la Palabra
revelada y en su comprensión de la verdad. La tarea de los exégetas y de los
teólogos ayuda a «madurar el juicio de la Iglesia».[42]De
otro modo también lo hacen las demás ciencias. Refiriéndose a las ciencias
sociales, por ejemplo, Juan Pablo II ha dicho que la Iglesia presta atención a
sus aportes «para sacar indicaciones concretas que le ayuden a desempeñar su
misión de Magisterio».[43] Además, en el seno de la Iglesia hay
innumerables cuestiones acerca de las cuales se investiga y se reflexiona con
amplia libertad. Las distintas líneas de pensamiento filosófico, teológico y
pastoral, si se dejan armonizar por el Espíritu en el respeto y el amor,
también pueden hacer crecer a la Iglesia, ya que ayudan a explicitar mejor el
riquísimo tesoro de la Palabra. A quienes sueñan con una doctrina monolítica
defendida por todos sin matices, esto puede parecerles una imperfecta
dispersión. Pero la realidad es que esa variedad ayuda a que se manifiesten y
desarrollen mejor los diversos aspectos de la inagotable riqueza del Evangelio.[44]
[44] Santo Tomás de Aquino remarcaba que
la multiplicidad y la variedad «proviene de la intención del primer agente»,
quien quiso que «lo que faltaba a cada cosa para representar la bondad divina,
fuera suplido por las otras», porque su bondad «no podría representarse
convenientemente por una sola criatura» (Summa Theologiae I, q. 47,
art. 1). Por eso nosotros necesitamos captar la variedad de las cosas en sus
múltiples relaciones (cf. Summa
Theologiae I, q. 47, art. 2, ad 1; q. 47, art. 3). Por razones
análogas, necesitamos escucharnos unos a otros y complementarnos en nuestra
captación parcial de la realidad y del Evangelio.
v
La salvación que Dios nos ofrece es obra de su
misericordia.
o
La Iglesia, a través de sus acciones
evangelizadoras, colabora como instrumento de la gracia divina que actúa
incesantemente más allá de toda posible supervisión.
§ La
primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios.
La primacía de la gracia.
112. La salvación
que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones humanas, por
más buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande. Dios, por pura
gracia, nos atrae para unirnos a sí.[79] Él envía su Espíritu a nuestros
corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces
de responder con nuestra vida a ese amor. La Iglesia es enviada por Jesucristo
como sacramento de la salvación ofrecida por Dios.[80] Ella, a través de sus acciones
evangelizadoras, colabora como instrumento de la gracia divina que actúa
incesantemente más allá de toda posible supervisión. Bien lo expresaba
Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo: «Es importante saber que la
primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios
y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta
iniciativa divina, podremos también ser –con Él y en Él– evangelizadores».[81] El principio de la primacía de la gracia debe ser un faro que alumbre
permanentemente nuestras reflexiones sobre la evangelización.
v
Todo cristiano es misionero en la medida en que
se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús.
o
Todos somos llamados a ofrecer a los demás el
testimonio explícito del amor salvífico del Señor, que más allá de nuestras
imperfecciones nos ofrece su cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un
sentido a nuestra vida.
120. (…) Todo cristiano es misionero en la medida
en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que
somos «discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre «discípulos
misioneros». Si no nos convencemos, miremos a los primeros discípulos, quienes
inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús, salían a proclamarlo
gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). La samaritana, apenas salió de
su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera, y muchos samaritanos creyeron
en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn 4,39). También san Pablo, a partir de
su encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso a predicar que Jesús era el
Hijo de Dios» (Hch 9,20).
¿A qué esperamos nosotros?
121. Por supuesto
que todos estamos llamados a crecer como evangelizadores. Procuramos al mismo
tiempo una mejor formación, una profundización de nuestro amor y un testimonio
más claro del Evangelio. En ese sentido, todos tenemos que dejar que los demás
nos evangelicen constantemente; pero eso no significa que debamos postergar la
misión evangelizadora, sino que encontremos el modo de comunicar a Jesús que
corresponda a la situación en que nos hallemos. En cualquier caso, todos somos
llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor salvífico del
Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su cercanía, su
Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida. Tu corazón sabe que no
es lo mismo la vida sin Él, entonces eso que has descubierto, eso que te ayuda
a vivir y que te da una esperanza, eso es lo que necesitas comunicar a los
otros. Nuestra imperfección no debe ser una excusa; al contrario, la misión es
un estímulo constante para no quedarse en la mediocridad y para seguir
creciendo. El testimonio de fe que todo cristiano está llamado a ofrecer
implica decir como san Pablo: «No es que lo tenga ya conseguido o que ya sea perfecto,
sino que continúo mi carrera [...] y me lanzo a lo que está por delante» (Flp 3,12-13).
v
Hay una forma de predicación que nos compete a
todos como tarea cotidiana.
o
A todos nos compete llevar el Evangelio a las
personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos.
§ El
primer momento es un diálogo personal, donde la otra persona se expresa y
comparte sus alegrías, sus esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y
tantas cosas que llenan el corazón.
Sólo después de esta conversación es posible presentarle la Palabra
127. Hoy que la
Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera, hay una forma de
predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de llevar el
Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a
los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de
una conversación y también es la que realiza un misionero cuando visita un
hogar. Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el
amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle,
en la plaza, en el trabajo, en un camino.
128. En esta
predicación, siempre respetuosa y amable, el primer momento es un diálogo
personal, donde la otra persona se expresa y comparte sus alegrías, sus
esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas que llenan el
corazón. Sólo después de esta conversación es posible presentarle la Palabra,
sea con la lectura de algún versículo o de un modo narrativo, pero siempre
recordando el anuncio fundamental: el amor personal de Dios que se hizo hombre,
se entregó por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su amistad. Es el
anuncio que se comparte con una actitud humilde y testimonial de quien siempre
sabe aprender, con la conciencia de que ese mensaje es tan rico y tan profundo
que siempre nos supera. A veces se expresa de manera más directa, otras veces a
través de un testimonio personal, de un relato, de un gesto o de la forma que
el mismo Espíritu Santo pueda suscitar en una circunstancia concreta. Si parece
prudente y se dan las condiciones, es bueno que este encuentro fraterno y
misionero termine con una breve oración que se conecte con las inquietudes que
la persona ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha sido escuchada e
interpretada, que su situación queda en la presencia de Dios, y reconocerá que
la Palabra de Dios realmente le habla a su propia existencia.
o
El anuncio evangélico se transmite de formas tan
diversas que sería imposible describirlas o catalogarlas.
129. No hay que pensar que el anuncio
evangélico deba transmitirse siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o
con palabras precisas que expresen un contenido absolutamente invariable. Se
transmite de formas tan diversas que sería imposible describirlas o
catalogarlas, donde el Pueblo de Dios, con sus innumerables gestos y signos, es
sujeto colectivo. Por consiguiente, si el Evangelio se ha encarnado en una
cultura, ya no se comunica sólo a través del anuncio persona a persona. Esto
debe hacernos pensar que, en aquellos países donde el cristianismo es minoría,
además de alentar a cada bautizado a anunciar el Evangelio, las Iglesias
particulares deben fomentar activamente formas, al menos incipientes, de
inculturación. Lo que debe procurarse, en definitiva, es que la predicación del
Evangelio, expresada con categorías propias de la cultura donde es anunciado,
provoque una nueva síntesis con esa cultura. Aunque estos procesos son siempre
lentos, a veces el miedo nos paraliza demasiado. Si dejamos que las dudas y
temores sofoquen toda audacia, es posible que, en lugar de ser creativos,
simplemente nos quedemos cómodos y no provoquemos avance alguno y, en ese caso,
no seremos partícipes de procesos históricos con nuestra cooperación, sino
simplemente espectadores de un estancamiento infecundo de la Iglesia.
v
La homilía
o
Es la piedra de toque para evaluar la cercanía y
la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo.
§ Renovar
la confianza en la predicación.
II. La homilía
135. Consideremos
ahora la predicación dentro de la liturgia, que requiere una seria evaluación
de parte de los Pastores. Me detendré particularmente, y hasta con cierta
meticulosidad, en la homilía y su preparación, porque son muchos los reclamos
que se dirigen en relación con este gran ministerio y no podemos hacer oídos
sordos. La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la
capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo. De hecho, sabemos que los
fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados,
muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Es triste que así
sea. La homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del
Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de
crecimiento.
136. Renovemos
nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que es
Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él
despliega su poder a través de la palabra humana. San Pablo habla con fuerza
sobre la necesidad de predicar, porque el Señor ha querido llegar a los demás
también mediante nuestra palabra (cf. Rm 10,14-17). Con la palabra, nuestro
Señor se ganó el corazón de la gente. Venían a escucharlo de todas partes (cf. Mc 1,45). Se quedaban maravillados
bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2). Sentían que les hablaba como
quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con la palabra, los Apóstoles,
a los que instituyó «para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14), atrajeron al seno de la Iglesia
a todos los pueblos (cf. Mc 16,15.20).
o
La proclamación litúrgica de la Palabra de Dios,
es el diálogo de Dios con su pueblo.
§ La
palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor
brille más que el ministro.
137. Cabe recordar
ahora que «la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el
contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de
catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son
proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las
exigencias de la alianza».[112] Hay una valoración especial de
la homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda
catequesis por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo,
antes de la comunión sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya
está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el
corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de
Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar
fruto.
138. La homilía no
puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos
mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración. Es un
género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una
celebración litúrgica; por
consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase. El
predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una hora,
pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe. Si la
homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la
celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la
predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como
parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que
Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que la predicación
oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la
Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del predicador
no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro.
o
En la fe nos gusta que se nos hable en clave de
«cultura materna», en clave de dialecto materno, y el corazón se dispone a
escuchar mejor.
§ El
Señor se complace de verdad en dialogar con su pueblo y al predicador le toca
hacerle sentir este gusto del Señor a su gente.
139. Dijimos que el
Pueblo de Dios, por la constante acción del Espíritu en él, se evangeliza
continuamente a sí mismo. ¿Qué implica esta convicción para el predicador? Nos
recuerda que la Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le
habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será
para bien porque se sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo
que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él. El
espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en
sus diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así
también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que
actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del
pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por
tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para
saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo.
Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así
también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna», en
clave de dialecto materno (cf. 2
M 7,21.27), y el corazón se
dispone a escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento,
fuerza, impulso.
140. Este ámbito
materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo del Señor con su pueblo
debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del predicador, la
calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría
de sus gestos. Aun las veces que la homilía resulte algo aburrida, si está
presente este espíritu materno-eclesial, siempre será fecunda, así como los
aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo en el corazón de los
hijos.
141. Uno se admira
de los recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo, para revelar su
misterio a todos, para cautivar a gente común con enseñanzas tan elevadas y de
tanta exigencia. Creo que el secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el
pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque
a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús predica con ese
espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre que le atrae a los
pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habiendo
ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las has revelado a pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad
en dialogar con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del
Señor a su gente.
o
Un diálogo es mucho más que la comunicación de
una verdad. Se realiza por el gusto de hablar y por el bien concreto que se
comunica entre los que se aman por medio de las palabras.
142. Un diálogo es
mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar
y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman por medio de las
palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas que
mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente moralista o
adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen
esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y que tiene que tener
un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la predicación, y la
predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17). En la homilía, la verdad va de
la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos
silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes que el Señor
utilizaba para estimular a la práctica del bien. La memoria del pueblo fiel,
como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios. Su corazón,
esperanzado en la práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente
que toda palabra en la Escritura es primero don antes que exigencia.
o
El predicador tiene la hermosísima y difícil
misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y los de su pueblo.
143. El desafío de una prédica inculturada está en evangelizar
la síntesis, no ideas o valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu
corazón. La diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas
sueltas es la misma que hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón. El
predicador tiene la hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se
aman, el del Señor y los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo
afianza más la alianza entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante
el tiempo que dura la homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y
lo dejan hablar a Él. El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras
directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía quieren que alguien haga
de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal que después cada uno
elija por dónde sigue su conversación. La palabra es esencialmente mediadora y
requiere no sólo de los dos que dialogan sino de un predicador que la
represente como tal, convencido de que «no nos predicamos a nosotros mismos,
sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2
Co 4,5).
§ Hablar
de corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado por la integridad
de la Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de
la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia.
144. Hablar de corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino
iluminado por la integridad de la Revelación y por el camino que esa Palabra ha
recorrido en el corazón de la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su
historia. La identidad cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de
pequeños el Padre, nos hace anhelar, como hijos pródigos –y predilectos en
María–, el otro abrazo, el del Padre misericordioso que nos espera en la
gloria. Hacer que nuestro pueblo se sienta como en medio de estos dos abrazos
es la dura pero hermosa tarea del que predica el Evangelio.
v
La preparación de la predicación es una tarea
tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración,
reflexión y creatividad pastoral.
o
Me atrevo a pedir que todas las semanas se
dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente
prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas también importantes.
§ Un
predicador que no se prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable
con los dones que ha recibido.
145. La preparación de la predicación es una
tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio,
oración, reflexión y creatividad pastoral. Con mucho cariño quiero detenerme a
proponer un camino de preparación de la homilía. Son indicaciones que para
algunos podrán parecer obvias, pero considero conveniente sugerirlas para
recordar la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a este precioso
ministerio. Algunos párrocos suelen plantear que esto no es posible debido a la
multitud de tareas que deben realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que todas
las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario
suficientemente prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas
también importantes. La confianza en el Espíritu Santo que actúa en la
predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse
como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias
capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se
prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha
recibido.
o
El primer paso, después de invocar al Espíritu
Santo, es prestar toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento
de la predicación.
§ Cuando
uno se detiene a tratar de comprender cuál es el mensaje de un texto, ejercita
el «culto a la verdad.
La preparación de la predicación requiere amor. Uno sólo le dedica un
tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas que ama; y aquí se
trata de amar a Dios que ha querido hablar.
146. El primer paso,
después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la atención al texto
bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación. Cuando uno se detiene a
tratar de comprender cuál es el mensaje de un texto, ejercita el «culto a la
verdad».[113] Es la humildad del corazón que
reconoce que la Palabra siempre nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni
los árbitros, sino los depositarios, los heraldos, los servidores».[114] Esa actitud de humilde y asombrada
veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a estudiarla con sumo cuidado
y con un santo temor de manipularla. Para poder interpretar un texto bíblico
hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo, interés y
dedicación gratuita. Hay
que dejar de lado cualquier preocupación que nos domine para entrar en otro
ámbito de serena atención. No vale la pena dedicarse a leer un texto bíblico si
uno quiere obtener resultados rápidos, fáciles o inmediatos. Por eso, la
preparación de la predicación requiere amor. Uno sólo le dedica un tiempo
gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas que ama; y aquí se trata de
amar a Dios que ha querido hablar.
A partir de ese amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con
una actitud de discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3,9).
o
El texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o
tres mil años, su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora.
§ La
tarea no apunta a entender todos los pequeños detalles de un texto, lo más
importante es descubrir cuál es el mensaje principal,
el que estructura el texto y le da unidad.
147. Ante todo conviene estar seguros de
comprender adecuadamente el significado de las palabras que leemos. Quiero insistir en
algo que parece evidente pero que no siempre es tenido en cuenta: el texto
bíblico que estudiamos tiene dos mil o tres mil años, su lenguaje es muy
distinto del que utilizamos ahora. Por más que nos parezca entender las
palabras, que están traducidas a nuestra lengua, eso no significa que
comprendemos correctamente cuanto quería expresar el escritor sagrado. Son
conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis literario: prestar
atención a las palabras que se repiten o se destacan, reconocer la estructura y
el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar que ocupan los personajes,
etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los pequeños detalles de un
texto, lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal, el que estructura el
texto y le da unidad. Si el predicador no realiza este esfuerzo, es posible que
su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su discurso será sólo una suma de
diversas ideas desarticuladas que no terminarán de movilizar a los demás. El
mensaje central es aquello que el autor en primer lugar ha querido transmitir,
lo cual implica no sólo reconocer una idea, sino también el efecto que ese
autor ha querido producir. Si un texto fue escrito para consolar, no debería
ser utilizado para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería
ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para enseñar algo sobre Dios, no
debería ser utilizado para explicar diversas opiniones teológicas; si fue
escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos para
informar acerca de las últimas noticias.
o
Para entender el sentido del mensaje central de
un texto, es necesario ponerlo en conexión con la enseñanza de toda la Biblia,
transmitida por la Iglesia.
148. Es verdad que,
para entender adecuadamente el sentido del mensaje central de un texto, es
necesario ponerlo en conexión con la enseñanza de toda la Biblia, transmitida
por la Iglesia. Éste es un principio importante de la interpretación bíblica,
que tiene en cuenta que el Espíritu Santo no inspiró sólo una parte, sino la
Biblia entera, y que en algunas cuestiones el pueblo ha crecido en su
comprensión de la voluntad de Dios a partir de la experiencia vivida. Así se
evitan interpretaciones equivocadas o parciales, que nieguen otras enseñanzas
de las mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el acento propio y
específico del texto que corresponde predicar. Uno de los defectos de una
predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder transmitir la fuerza
propia del texto que se ha proclamado.
o
El predicador debe ser el primero en tener una
gran familiaridad personal con la Palabra de Dios.
§ No basta conocer su aspecto lingüístico o
exegético, que es también necesario.
Es necesario acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que
ella penetre a fondo nuestros
pensamientos y sentimientos y engendre una mentalidad nueva.
149. El
predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la
Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es
también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y
orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y
engendre dentro de sí una mentalidad nueva».[115] Nos hace bien renovar cada día, cada
domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros
mismos crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno olvidar que «en
particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el
anuncio de la Palabra».[116] Como dice san Pablo, «predicamos no
buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1
Ts 2,4). Si está vivo este deseo de
escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar, ésta se
transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la abundancia del
corazón habla la boca» (Mt 12,34).
Las lecturas del domingo resonarán con todo su esplendor en el corazón del
pueblo si primero resonaron así en el corazón del Pastor.
[115] Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 26: AAS 84 (1992), 698.
o
Quien quiera predicar, primero debe estar
dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia
concreta.
§ La
predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es comunicar
a otros lo que uno ha contemplado.
La gente prefiere escuchar a los testigos: «tiene sed de autenticidad […]
Exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos conocen y
tratan familiarmente como si lo estuvieran viendo.
150. Jesús se irritaba frente a esos
pretendidos maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de
Dios, pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan cargas pesadas y las ponen
sobre los hombros de los demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera
con el dedo» (Mt 23,4). El
Apóstol Santiago exhortaba: «No os hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos
míos, sabiendo que tendremos un juicio más severo» (3,1). Quien quiera
predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a
hacerla carne en su existencia concreta. De esta manera, la predicación
consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo
que uno ha contemplado».[117] Por todo esto, antes de preparar
concretamente lo que uno va a decir en la predicación, primero tiene que
aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás, porque es una
Palabra viva y eficaz, que
como una espada, «penetra hasta la división del alma y el espíritu,
articulaciones y médulas, y escruta los sentimientos y pensamientos del
corazón» (Hb 4,12). Esto
tiene un valor pastoral. También en esta época la gente prefiere escuchar a los
testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le
hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo
estuvieran viendo».[118]
§ No
se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento,
que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio.
Si no dedicamos un tiempo para orar con esa Palabra, entonces seremos un
estafador o un charlatán vacío.
151. No se nos pide que seamos inmaculados,
pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de
crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos. Lo indispensable es
que el predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo
ha salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra. Ante tanta belleza,
muchas veces sentirá que su vida no le da gloria plenamente y deseará
sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si no se detiene a
escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque su propia vida,
que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice, si no dedica un tiempo para orar
con esa Palabra, entonces sí será un falso profeta, un estafador o un charlatán
vacío. En todo caso, desde el reconocimiento de su pobreza y con el deseo de
comprometerse más, siempre podrá entregar a Jesucristo, diciendo como Pedro:
«No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere usarnos como
seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de
transmitirla; su mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no
sólo por su razón, sino tomando posesión de todo su ser. El Espíritu Santo, que
inspiró la Palabra, es quien «hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia,
actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus
labios las palabras que por sí solo no podría hallar».[119]
v
La «lectio divina»
152. Hay una forma
concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su Palabra y de
dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo que llamamos «lectio divina».
Consiste en la lectura de la Palabra de Dios en un momento de oración para
permitirle que nos ilumine y nos renueve. Esta lectura orante de la Biblia no
está separada del estudio que realiza el predicador para descubrir el mensaje
central del texto; al contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir
qué le dice ese mismo mensaje a la propia vida. La lectura
espiritual de un texto debe partir de su sentido literal. De otra manera, uno
fácilmente le hará decir a ese texto lo que le conviene, lo que le sirva para
confirmar sus propias decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas
mentales. Esto, en definitiva, será utilizar algo sagrado para el propio
beneficio y trasladar esa confusión al Pueblo de Dios. Nunca hay que olvidar
que a veces «el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14).
o
En la presencia de Dios, en una lectura reposada
del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este
texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en
este texto? ¿Por qué esto no me interesa?».
153. En la presencia de Dios, en una lectura
reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi
vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me
interesa?», o bien: «¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me
atrae? ¿Por qué me atrae?». Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber
tentaciones. Una de ellas es simplemente sentirse molesto o abrumado y
cerrarse; otra tentación muy común es comenzar a pensar lo que el texto dice a
otros, para evitar aplicarlo a la propia vida. También sucede que uno comienza
a buscar excusas que le permitan diluir el mensaje específico de un texto.
Otras veces pensamos que Dios nos exige una decisión demasiado grande, que no
estamos todavía en condiciones de tomar. Esto lleva a muchas personas a perder
el gozo en su encuentro con la Palabra, pero sería olvidar que nadie es más
paciente que el Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él. Invita
siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no
hemos recorrido el camino que la hace posible. Simplemente quiere que miremos
con sinceridad la propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus
ojos, que estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que
todavía no podemos lograr.
o
El predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que los
fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra y
también un contemplativo del pueblo.
154. El predicador
necesita también poner un oído en
el pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un
predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del
pueblo. De esa manera, descubre «las aspiraciones, las riquezas y los límites,
las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo, que distinguen
a tal o cual conjunto humano», prestando atención «al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y
respondiendo a las cuestiones que plantea».[120] Se trata de conectar el mensaje del
texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven, con una
experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no responde a
una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa y
pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en los
acontecimientos el mensaje de Dios»[121] y esto es mucho más que encontrar algo
interesante para decir. Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor
desea decir en una
determinada circunstancia».[122] Entonces, la preparación de la
predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento
evangélico, donde se intenta reconocer –a la luz del Espíritu– «una llamada
que Dios hace oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio
de ella Dios llama al creyente».[123]
[123] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 10: AAS 84 (1992), 672.
§ Hace
falta ampliar la sensibilidad para reconocer lo que tenga que ver realmente con
la vida de ellos.
No conviene ofrecer crónicas de la actualidad para despertar interés, pero
es posible partir de algún hecho para que la Palabra pueda resonar con fuerza
en su invitación a la conversión, a la adoración, a actitudes concretas de
fraternidad y de servicio, etc.
155. En esta búsqueda es posible acudir
simplemente a alguna experiencia humana frecuente, como la alegría de un
reencuentro, las desilusiones, el miedo a la soledad, la compasión por el dolor
ajeno, la inseguridad ante el futuro, la preocupación por un ser querido, etc.;
pero hace falta ampliar la sensibilidad para reconocer lo que tenga que ver
realmente con la vida de ellos. Recordemos que nunca hay que responder preguntas que nadie se
hace; tampoco conviene ofrecer crónicas de la actualidad para despertar
interés: para eso ya están los programas televisivos. En todo caso, es posible
partir de algún hecho para que la Palabra pueda resonar con fuerza en su
invitación a la conversión, a la adoración, a actitudes concretas de
fraternidad y de servicio, etc., porque a veces algunas personas disfrutan
escuchando comentarios sobre la realidad en la predicación, pero no por ello se
dejan interpelar personalmente.
§ El
empeño por buscar la forma adecuada de presentar el mensaje.
La preocupación por la forma de predicar también es una actitud
profundamente espiritual.
156. Algunos creen
que pueden ser buenos predicadores por saber lo que tienen que decir, pero
descuidan el cómo,
la forma concreta de desarrollar una predicación. Se quejan cuando los demás no
los escuchan o no los valoran, pero quizás no se han empeñado en buscar la
forma adecuada de presentar el mensaje. Recordemos que «la evidente importancia
del contenido no debe hacer olvidar la importancia de los métodos y medios de
la evangelización».[124]
La preocupación por la forma de predicar también es una actitud profundamente
espiritual. Es responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras
capacidades y nuestra creatividad a la misión que Él nos confía; pero también
es un ejercicio exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los
demás algo de escasa calidad. En la Biblia, por ejemplo, encontramos la
recomendación de preparar la predicación en orden a asegurar una extensión
adecuada: «Resume tu discurso. Di mucho en pocas palabras» (Si 32,8).
o
Algunos recursos prácticos para enriquecer una
predicación y volverla más atractiva.
157. Sólo para
ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que pueden enriquecer una
predicación y volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es
aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A
veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere
explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las
imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere
transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo
familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien
lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un
deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena homilía,
como me decía un viejo maestro, debe contener «una idea, un sentimiento, una
imagen».
158. Ya decía Pablo
VI que los fieles «esperan mucho de esta predicación y sacan fruto de ella con
tal que sea sencilla, clara, directa, acomodada».[125] La sencillez tiene que ver con el
lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los destinatarios para
no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente sucede que los
predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en determinados
ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las personas que los
escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la catequesis, cuyo sentido
no es comprensible para la mayoría de los cristianos. El mayor riesgo para un
predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y pensar que todos los demás
lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno quiere adaptarse al lenguaje de
los demás para poder llegar a ellos con la Palabra, tiene que escuchar mucho,
necesita compartir la vida de la gente y prestarle una gustosa atención. La
sencillez y la claridad son dos cosas diferentes. El lenguaje puede ser muy
sencillo, pero la prédica puede ser poco clara. Se puede volver incomprensible
por el desorden, por su falta de lógica, o porque trata varios temas al mismo
tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria es procurar que la predicación tenga
unidad temática, un orden claro y una conexión entre las frases, de manera que
las personas puedan seguir fácilmente al predicador y captar la lógica de lo
que les dice.
o
El lenguaje positivo.
159. Otra
característica es el lenguaje positivo. No dice tanto lo que no hay que hacer
sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo
negativo, siempre intenta mostrar también un valor positivo que atraiga, para
no quedarse en la queja, el lamento, la crítica o el remordimiento. Además, una
predicación positiva siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja
encerrados en la negatividad. ¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se
reúnan periódicamente para encontrar juntos los recursos que hacen más
atractiva la predicación!
v
El primer anuncio o kerygma
163. La educación y
la catequesis están al servicio de este crecimiento. Ya contamos con varios
textos magisteriales y subsidios sobre la catequesis ofrecidos por la Santa
Sede y por diversos episcopados. Recuerdo la Exhortación apostólica Catechesi Tradendae (1979), el Directorio general para la catequesis (1997) y otros documentos cuyo
contenido actual no es necesario repetir aquí. Quisiera detenerme sólo en
algunas consideraciones que me parece conveniente destacar.
164. Hemos
redescubierto que también en la catequesis tiene un rol fundamental el primer
anuncio o «kerygma», que debe ocupar el centro de la actividad
evangelizadora y de todo intento de renovación eclesial. El kerygma es trinitario. Es el fuego del
Espíritu que se dona en forma de lenguas y nos hace creer en Jesucristo, que
con su muerte y resurrección nos revela y nos comunica la misericordia infinita
del Padre. En la boca del catequista vuelve a resonar siempre el primer
anuncio: «Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu
lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte». Cuando a
este primer anuncio se le llama «primero», eso no significa que está al
comienzo y después se olvida o se reemplaza por otros contenidos que lo
superan. Es el primero en un sentido cualitativo, porque es el anuncio principal, ese que siempre hay
que volver a escuchar de diversas maneras y ese que siempre hay que volver a
anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis, en todas sus
etapas y momentos.[126] Por ello también «el sacerdote, como
la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser
evangelizado».[127]
[127] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 26: AAS 84 (1992), 698.
165. No hay que
pensar que en la catequesis el kerygma es abandonado en pos de una formación
supuestamente más «sólida». Nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más
denso y más sabio que ese anuncio. Toda formación cristiana es ante todo la
profundización del kerygma que se va haciendo carne cada vez más
y mejor, que nunca deja de iluminar la tarea catequística, y que permite
comprender adecuadamente el sentido de cualquier tema que se desarrolle en la
catequesis. Es el anuncio que responde al anhelo de infinito que hay en todo
corazón humano. La centralidad del kerygma demanda ciertas características del
anuncio que hoy son necesarias en todas partes: que exprese el amor salvífico
de Dios previo a la obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad y
que apele a la libertad, que posea unas notas de alegría, estímulo, vitalidad,
y una integralidad armoniosa que no reduzca la predicación a unas pocas
doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al evangelizador
ciertas actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al
diálogo, paciencia, acogida cordial que no condena.
o
La necesaria progresividad de la experiencia
formativa y una renovada valoración de los signos litúrgicos de la iniciación
cristiana.
§ Es
necesaria una adecuada ambientación y una atractiva motivación, el uso de
símbolos elocuentes, su inserción en un amplio proceso de crecimiento y la
integración de todas las dimensiones de la persona
166. Otra
característica de la catequesis, que se ha desarrollado en las últimas décadas,
es la de una iniciación mistagógica, [128] que significa básicamente dos cosas:
la necesaria progresividad de la experiencia formativa donde interviene toda la
comunidad y una renovada valoración de los signos litúrgicos de la iniciación
cristiana. Muchos manuales y planificaciones todavía no se han dejado
interpelar por la necesidad de una renovación mistagógica, que podría tomar
formas muy diversas de acuerdo con el discernimiento de cada comunidad
educativa. El encuentro catequístico es un anuncio de la Palabra y está
centrado en ella, pero siempre necesita una adecuada ambientación y una
atractiva motivación, el uso de símbolos elocuentes, su inserción en un amplio
proceso de crecimiento y la integración de todas las dimensiones de la persona
en un camino comunitario de escucha y de respuesta.
o
Especial atención al «camino de la belleza»
167. Es bueno que
toda catequesis preste una especial atención al «camino de la belleza» (via
pulchritudinis).[129]
Anunciar a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo
algo verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo
resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas. En esta línea,
todas las expresiones de verdadera belleza pueden ser reconocidas como un
sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús. No se trata de fomentar un
relativismo estético,[130] que
pueda oscurecer el lazo inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de
recuperar la estima de la belleza para poder llegar al corazón humano y hacer
resplandecer en él la verdad y la bondad del Resucitado. Si, como dice san
Agustín, nosotros no amamos sino lo que es bello,[131] el
Hijo hecho hombre, revelación de la infinita belleza, es sumamente amable, y
nos atrae hacia sí con lazos de amor. Entonces se vuelve necesario que la
formación en la via
pulchritudinis esté inserta
en la transmisión de la fe. Es deseable que cada Iglesia particular aliente el
uso de las artes en su tarea evangelizadora, en continuidad con la riqueza del
pasado, pero también en la vastedad de sus múltiples expresiones actuales, en
orden a transmitir la fe en un nuevo «lenguaje parabólico».[132] Hay
que atreverse a encontrar los nuevos signos, los nuevos símbolos, una nueva
carne para la transmisión de la Palabra, las formas diversas de belleza que se
valoran en diferentes ámbitos culturales, e incluso aquellos modos no
convencionales de belleza, que pueden ser poco significativos para los
evangelizadores, pero que se han vuelto particularmente atractivos para otros.
[132] Benedicto XVI, Discurso en ocasión de la proyección del documental «Arte
y fe – via pulchritudinis» (25
octubre 2012): L’Osservatore
Romano (27 octubre 2012), 7.
o
La propuesta moral de la catequesis
168. En lo que se refiere a la propuesta moral
de la catequesis, que invita a crecer en fidelidad al estilo de vida del
Evangelio, conviene manifestar siempre el bien deseable, la propuesta de vida,
de madurez, de realización, de fecundidad, bajo cuya luz puede comprenderse
nuestra denuncia de los males que pueden oscurecerla. Más que como expertos en
diagnósticos apocalípticos u oscuros jueces que se ufanan en detectar todo
peligro o desviación, es bueno que puedan vernos como alegres mensajeros de
propuestas superadoras, custodios del bien y la belleza que resplandecen en una
vida fiel al Evangelio.
o
El acompañamiento personal de los procesos de
crecimiento.
§ Necesitamos
de hombres y mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento, conozcan los
procesos donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de
esperar, la docilidad al Espíritu, para cuidar entre todos a las ovejas que se
nos confían de los lobos que intentan disgregar el rebaño.
169. En una
civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la vez obsesionada por
los detalles de la vida de los demás, impudorosamente enferma de curiosidad
malsana, la Iglesia necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y
detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario. En este mundo los ministros
ordenados y los demás agentes pastorales pueden hacer presente la fragancia de
la presencia cercana de Jesús y su mirada personal. La Iglesia tendrá que
iniciar a sus hermanos –sacerdotes, religiosos y laicos– en este «arte del
acompañamiento», para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante
la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5). Tenemos que darle a nuestro
caminar el ritmo sanador de projimidad, con una mirada respetuosa y llena de
compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida
cristiana.
170. Aunque suene
obvio, el acompañamiento espiritual debe llevar más y más a Dios, en quien
podemos alcanzar la verdadera libertad. Algunos se creen libres cuando caminan
al margen de Dios, sin advertir que se quedan existencialmente huérfanos,
desamparados, sin un hogar donde retornar siempre. Dejan de ser peregrinos y se
convierten en errantes, que giran siempre en torno a sí mismos sin llegar a
ninguna parte. El acompañamiento sería contraproducente si se convirtiera en
una suerte de terapia que fomente este encierro de las personas en su
inmanencia y deje de ser una peregrinación con Cristo hacia el Padre.
§ Necesitamos
ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír.
La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos
desinstala de la tranquila condición de espectadores.
171. Más que nunca necesitamos de hombres y
mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos
donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la
docilidad al Espíritu, para cuidar entre todos a las ovejas que se nos confían
de los lobos que intentan disgregar el rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el
arte de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en la comunicación con el
otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la cual
no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar
el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de
espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden
encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal
cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de
desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida. Pero siempre con
la paciencia de quien sabe aquello que enseñaba santo Tomás de Aquino: que
alguien puede tener la gracia y la caridad, pero no ejercitar bien alguna de
las virtudes «a causa de algunas inclinaciones contrarias» que persisten.[133] Es decir, la organicidad de las
virtudes se da siempre y necesariamente «in habitu», aunque los
condicionamientos puedan dificultar las
operaciones de esos hábitos virtuosos. De ahí que haga
falta «una pedagogía que lleve a las personas, paso a paso, a la plena
asimilación del misterio».[134] Para llegar a un punto de madurez, es
decir, para que las personas sean capaces de decisiones verdaderamente libres y
responsables, es preciso dar tiempo, con una inmensa paciencia. Como decía el
beato Pedro Fabro: «El tiempo es el mensajero de Dios».
[134] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 20: AAS 92 (2000), 481.
§ El
acompañante sabe reconocer que la situación de cada sujeto ante Dios y su vida
en gracia es un misterio que nadie puede conocer plenamente desde afuera.
172. El acompañante sabe reconocer que la
situación de cada sujeto ante Dios y su vida en gracia es un misterio que nadie
puede conocer plenamente desde afuera. El Evangelio nos propone corregir y ayudar
a crecer a una persona a partir del reconocimiento de la maldad objetiva de sus
acciones (cf. Mt 18,15), pero sin emitir juicios sobre
su responsabilidad y su culpabilidad (cf. Mt 7,1; Lc 6,37). De todos modos, un buen
acompañante no consiente los fatalismos o la pusilanimidad. Siempre invita a
querer curarse, a cargar la camilla, a abrazar la cruz, a dejarlo todo, a salir
siempre de nuevo a anunciar el Evangelio. La propia experiencia de dejarnos
acompañar y curar, capaces de expresar con total sinceridad nuestra vida ante
quien nos acompaña, nos enseña a ser pacientes y compasivos con los demás y nos
capacita para encontrar las maneras de despertar su confianza, su apertura y su
disposición para crecer.
173. El auténtico
acompañamiento espiritual siempre se inicia y se lleva adelante en el ámbito
del servicio a la misión evangelizadora. La relación de Pablo con Timoteo y
Tito es ejemplo de este acompañamiento y formación en medio de la acción
apostólica. Al mismo tiempo que les confía la misión de quedarse en cada ciudad
para «terminar de organizarlo todo» (Tt 1,5; cf. 1 Tm 1,3-5), les da criterios para la vida
personal y para la acción pastoral. Esto se distingue claramente de todo tipo
de acompañamiento intimista, de autorrealización aislada. Los discípulos
misioneros acompañan a los discípulos misioneros.
v
No sólo la homilía debe alimentarse de la
Palabra de Dios. Las Sagradas Escrituras son fuente de la evangelización.
o
Es indispensable que la Palabra de Dios «sea
cada vez más el corazón de toda actividad eclesial».
§ Ya
hemos superado aquella vieja contraposición entre Palabra y Sacramento. La
Palabra proclamada, viva y eficaz, prepara la recepción del Sacramento, y en el
Sacramento esa Palabra alcanza su máxima eficacia.
174. No sólo la
homilía debe alimentarse de la Palabra de Dios. Toda la evangelización está
fundada sobre ella, escuchada, meditada, vivida, celebrada y testimoniada. Las
Sagradas Escrituras son fuente de la evangelización. Por lo tanto, hace falta
formarse continuamente en la escucha de la Palabra. La Iglesia no evangeliza si
no se deja continuamente evangelizar. Es indispensable que la Palabra de Dios
«sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial».[135] La
Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y
refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico
testimonio evangélico en la vida cotidiana. Ya hemos superado aquella vieja
contraposición entre Palabra y Sacramento. La Palabra proclamada, viva y
eficaz, prepara la recepción del Sacramento, y en el Sacramento esa Palabra alcanza
su máxima eficacia.
[135] Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 2010), 1: AAS 102 (2010), 682.
§ El
estudio de las Sagradas Escrituras debe ser una puerta abierta a todos los
creyentes.
175. El estudio de
las Sagradas Escrituras debe ser una puerta abierta a todos los creyentes.[136] Es
fundamental que la Palabra revelada fecunde radicalmente la catequesis y todos
los esfuerzos por transmitir la fe.[137] La
evangelización requiere la familiaridad con la Palabra de Dios y esto exige a
las diócesis, parroquias y a todas las agrupaciones católicas, proponer un
estudio serio y perseverante de la Biblia, así como promover su lectura orante
personal y comunitaria.[138] Nosotros
no buscamos a tientas ni necesitamos esperar que Dios nos dirija la palabra,
porque realmente «Dios ha hablado, ya no es el gran desconocido sino que se ha
mostrado».[139] Acojamos el sublime tesoro de la
Palabra revelada.
[138] Cf. Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 2010), 86-87: AAS 102 (2010), 757-760.
[139] Benedicto XVI, Discurso durante la primera Congregación general del
Sínodo de los Obispos (8
octubre 2012): AAS 104
(2012), 896.
v Inseparable
conexión entre la recepción del anuncio salvífico y un efectivo amor fraterno
179. Esta
inseparable conexión entre la recepción del anuncio salvífico y un efectivo
amor fraterno está expresada en algunos textos de las Escrituras que conviene
considerar y meditar detenidamente para extraer de ellos todas sus
consecuencias. Es un mensaje al cual frecuentemente nos acostumbramos, lo
repetimos casi mecánicamente, pero no nos aseguramos de que tenga una real
incidencia en nuestras vidas y en nuestras comunidades. ¡Qué peligroso y qué
dañino es este acostumbramiento que nos lleva a perder el asombro, la
cautivación, el entusiasmo por vivir el Evangelio de la fraternidad y la
justicia! La Palabra de Dios enseña que en el hermano está la permanente
prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo que hicisteis a
uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí» (Mt 25,40). Lo que hagamos con los demás
tiene una dimensión trascendente: «Con la medida con que midáis, se os medirá»
(Mt 7,2); y responde a la
misericordia divina con nosotros: «Sed compasivos como vuestro Padre es
compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis
condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará […] Con la medida
con que midáis, se os medirá» (Lc 6,36-38).
Lo que expresan estos textos es la absoluta prioridad de la «salida de sí hacia
el hermano» como uno de los dos mandamientos principales que fundan toda norma
moral y como el signo más claro para discernir acerca del camino de crecimiento
espiritual en respuesta a la donación absolutamente gratuita de Dios. Por eso
mismo «el servicio de la caridad es también una dimensión constitutiva de la
misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia».[144] Así
como la Iglesia es misionera por naturaleza, también brota ineludiblemente de
esa naturaleza la caridad efectiva con el prójimo, la compasión que comprende,
asiste y promueve.
v
El imperativo de escuchar el clamor de los
pobres se hace carne en nosotros cuando se nos estremecen las entrañas ante el
dolor ajeno.
o
La Palabra de Dios sobre la misericordia.
193. El imperativo de escuchar el clamor de los
pobres se hace carne en nosotros cuando se nos estremecen las entrañas ante el
dolor ajeno. Releamos algunas enseñanzas de la Palabra de Dios sobre la misericordia,
para que resuenen con fuerza en la vida de la Iglesia. El Evangelio proclama:
«Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia» (Mt 5,7). El Apóstol Santiago enseña que
la misericordia con los demás nos permite salir triunfantes en el juicio
divino: «Hablad y obrad como corresponde a quienes serán juzgados por una ley
de libertad. Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo
misericordia; pero la misericordia triunfa en el juicio» (2,12-13). En este
texto, Santiago se muestra como heredero de lo más rico de la espiritualidad
judía del postexilio, que atribuía a la misericordia un especial valor
salvífico: «Rompe tus pecados con obras de justicia, y tus iniquidades con
misericordia para con los pobres, para que tu ventura sea larga» (Dn 4,24). En esta misma línea, la
literatura sapiencial habla de la limosna como ejercicio concreto de la
misericordia con los necesitados: «La limosna libra de la muerte y purifica de
todo pecado» (Tb 12,9).
Más gráficamente aún lo expresa el Eclesiástico: «Como el agua apaga el fuego
llameante, la limosna perdona los pecados» (3,30). La misma síntesis aparece
recogida en el Nuevo Testamento: «Tened ardiente caridad unos por otros, porque
la caridad cubrirá la multitud de los pecados» (1 Pe 4,8). Esta verdad penetró
profundamente la mentalidad de los Padres de la Iglesia y ejerció una
resistencia profética contracultural ante el individualismo hedonista pagano.
Recordemos sólo un ejemplo: «Así como, en peligro de incendio, correríamos a
buscar agua para apagarlo […] del mismo modo, si de nuestra paja surgiera
la llama del pecado, y por eso nos turbamos, una vez que se nos ofrezca la
ocasión de una obra llena de misericordia, alegrémonos de ella como si fuera
una fuente que se nos ofrezca en la que podamos sofocar el incendio».[160]
194. Es un mensaje
tan claro, tan directo, tan simple y elocuente, que ninguna hermenéutica
eclesial tiene derecho a relativizarlo. La reflexión de la Iglesia sobre estos
textos no debería oscurecer o debilitar su sentido exhortativo, sino más bien
ayudar a asumirlos con valentía y fervor. ¿Para qué complicar lo que es tan
simple? Los aparatos conceptuales están para favorecer el contacto con la
realidad que pretenden explicar, y no para alejarnos de ella. Esto vale sobre
todo para las exhortaciones bíblicas que invitan con tanta contundencia al amor
fraterno, al servicio humilde y generoso, a la justicia, a la misericordia con
el pobre. Jesús nos enseñó este camino de reconocimiento del otro con sus
palabras y con sus gestos. ¿Para qué oscurecer lo que es tan claro? No nos
preocupemos sólo por no caer en errores doctrinales, sino también por ser
fieles a este camino luminoso de vida y de sabiduría. Porque «a los defensores
de «la ortodoxia» se dirige a veces el reproche de pasividad, de indulgencia o
de complicidad culpables respecto a situaciones de injusticia intolerables y a
los regímenes políticos que las mantienen».[161]
[161] Congregación para la Doctrina de la
Fe, Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI, 18: AAS (1984), 907-908.
195. Cuando san
Pablo se acercó a los Apóstoles de Jerusalén para discernir «si corría o había
corrido en vano» (Ga2,2), el criterio clave de autenticidad que le
indicaron fue que no se olvidara de los pobres (cf. Ga 2,10). Este gran criterio, para que
las comunidades paulinas no se dejaran devorar por el estilo de vida
individualista de los paganos, tiene una gran actualidad en el contexto
presente, donde tiende a desarrollarse un nuevo paganismo individualista. La
belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por
nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los
últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha.
196. A veces
somos duros de corazón y de mente, nos olvidamos, nos entretenemos, nos
extasiamos con las inmensas posibilidades de consumo y de distracción que
ofrece esta sociedad. Así se produce una especie de alienación que nos afecta a
todos, ya que «está alienada una sociedad que, en sus formas de organización
social, de producción y de consumo, hace más difícil la realización de esta
donación y la formación de esa solidaridad interhumana».[162]
o La
peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual.
200. Puesto que esta
Exhortación se dirige a los miembros de la Iglesia católica quiero expresar con
dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención
espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la
fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición,
su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de
crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres
debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y
prioritaria.
233. La realidad es
superior a la idea. Este criterio hace a la encarnación de la Palabra y a su
puesta en práctica: «En esto conoceréis el Espíritu de Dios: todo espíritu que
confiesa que Jesucristo ha venido en carne es de Dios» (1 Jn 4,2). El
criterio de realidad, de una Palabra ya encarnada y siempre buscando
encarnarse, es esencial a la evangelización. Nos lleva, por un lado, a valorar
la historia de la Iglesia como historia de salvación, a recordar a nuestros
santos que inculturaron el Evangelio en la vida de nuestros pueblos, a recoger
la rica tradición bimilenaria de la Iglesia, sin pretender elaborar un
pensamiento desconectado de ese tesoro, como si quisiéramos inventar el Evangelio.
Por otro lado, este criterio nos impulsa a poner en práctica la Palabra, a
realizar obras de justicia y caridad en las que esa Palabra sea fecunda. No
poner en práctica, no llevar a la realidad la Palabra, es edificar sobre arena,
permanecer en la pura idea y degenerar en intimismos y gnosticismos que no dan
fruto, que esterilizan su dinamismo.
o
No sirven ni las propuestas místicas sin un
fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o
pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón.
262. Evangelizadores
con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y trabajan. Desde el punto
de vista de la evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin un
fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o
pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón. Esas propuestas
parciales y desintegradoras sólo llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza
de amplia penetración, porque mutilan el Evangelio. Siempre hace falta cultivar
un espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la
actividad.[205] Sin
momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo
sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos
debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La
Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración, y me alegra
enormemente que se multipliquen en todas las instituciones eclesiales los
grupos de oración, de intercesión, de lectura orante de la Palabra, las
adoraciones perpetuas de la Eucaristía. Al mismo tiempo, «se debe rechazar la
tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver
con las exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación».[206] Existe el riesgo de que algunos
momentos de oración se conviertan en excusa para no entregar la vida en la
misión, porque la privatización del estilo de vida puede llevar a los
cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad.
v
El Evangelio responde
a las necesidades más profundas de
las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos
propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno.
o
La unión con Jesús
265. Toda la vida de
Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su
generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es
precioso y le habla a la propia vida. Cada vez que uno vuelve a descubrirlo, se
convence de que eso mismo es lo que los demás necesitan, aunque no lo
reconozcan: «Lo que vosotros adoráis sin conocer es lo que os vengo a anunciar»
(Hch 17,23). A veces
perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más
profundas de las personas,
porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la
amistad con Jesús y el amor fraterno. Cuando se logra expresar adecuadamente y
con belleza el contenido esencial del Evangelio, seguramente ese mensaje
hablará a las búsquedas más hondas de los corazones: «El misionero está
convencido de que existe ya en las personas y en los pueblos, por la acción del
Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre
Dios, sobre el hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado y
de la muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de
responder a esta esperanza».[208]
El
entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos un tesoro de
vida y de amor que es lo que no puede engañar, el mensaje que no puede
manipular ni desilusionar. Es una respuesta que cae en lo más hondo del ser
humano y que puede sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda
porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar. Nuestra tristeza
infinita sólo se cura con un infinito amor.
266. Pero esa convicción
se sostiene con la propia experiencia, constantemente renovada, de gustar su
amistad y su mensaje. No se puede perseverar en una evangelización fervorosa si
uno no sigue convencido, por experiencia propia, de que no es lo mismo haber
conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a
tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo
poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo
mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la
propia razón. Sabemos bien que la vida con Él se vuelve mucho más plena y que
con Él es más fácil encontrarle un sentido a todo. Por eso evangelizamos. El
verdadero misionero, que nunca deja de ser discípulo, sabe que Jesús camina con
él, habla con él, respira con él, trabaja con él. Percibe a Jesús vivo con él
en medio de la tarea misionera. Si uno no lo descubre a Él presente en el
corazón mismo de la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar
seguro de lo que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está
convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie.
267. Unidos a Jesús,
buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama. En definitiva, lo que buscamos
es la gloria del Padre, vivimos y actuamos «para alabanza de la gloria de su
gracia» (Ef 1,6). Si queremos entregarnos a fondo
y con constancia, tenemos que ir más allá de cualquier otra motivación. Éste es
el móvil definitivo, el más profundo, el más grande, la razón y el sentido
final de todo lo demás. Se trata de la gloria del Padre que Jesús buscó durante
toda su existencia. Él es el Hijo eternamente feliz con todo su ser «hacia el
seno del Padre» (Jn 1,18).
Si somos misioneros, es ante todo porque Jesús nos ha dicho: «La gloria de mi
Padre consiste en que deis fruto abundante» (Jn 15,8). Más allá de que nos convenga o
no, nos interese o no, nos sirva o no, más allá de los límites pequeños de
nuestros deseos, nuestra comprensión y nuestras motivaciones, evangelizamos
para la mayor gloria del Padre que nos ama.
v
Para ser evangelizadores de alma también hace
falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente,
hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior.
268. La Palabra de
Dios también nos invita a reconocer que somos pueblo: «Vosotros, que en otro
tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios» (1 Pe 2,10). Para ser evangelizadores de
alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la
vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo
superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión
por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su
amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos,
empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de
cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que Él nos quiere
tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Nos
toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra
identidad no se entiende sin esta pertenencia.
269. Jesús mismo es
el modelo de esta opción evangelizadora que nos introduce en el corazón del
pueblo. ¡Qué bien nos hace mirarlo cercano a todos! Si hablaba con alguien,
miraba sus ojos con una profunda atención amorosa: «Jesús lo miró con cariño» (Mc 10,21). Lo vemos accesible cuando se
acerca al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52), y cuando come y bebe con
los pecadores (cf. Mc 2,16), sin importarle que lo traten de
comilón y borracho (cf. Mt11,19).
Lo vemos disponible cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies (cf. Lc 7,36-50) o cuando recibe de noche a
Nicodemo (cf. Jn 3,1-15). La entrega de Jesús en la
cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia.
Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad,
compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material
y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están
alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de
un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un
peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y
nos otorga identidad.
o
A veces sentimos la tentación de ser
cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero
Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de
los demás.
270. A veces sentimos la tentación de ser
cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero
Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de
los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o
comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta
humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia
concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos,
la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa
experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo.
271. Es verdad que,
en nuestra relación con el mundo, se nos invita a dar razón de nuestra
esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan. Se nos advierte muy
claramente: «Hacedlo con dulzura y respeto» (1 Pe 3,16), y «en lo posible y en cuanto de
vosotros dependa, en paz con todos los hombres» (Rm 12,18). También se nos exhorta a tratar
de vencer «el mal con el bien» (Rm 12,21),
sin cansarnos «de hacer el bien» (Ga 6,9)
y sin pretender aparecer como superiores, sino «considerando a los demás como
superiores a uno mismo» (Flp 2,3).
De hecho, los Apóstoles del Señor gozaban de «la simpatía de todo el pueblo» (Hch 2,47; 4,21.33; 5,13). Queda claro que
Jesucristo no nos quiere príncipes que miran despectivamente, sino hombres y
mujeres de pueblo. Ésta no es la opinión de un Papa ni una opción pastoral
entre otras posibles; son indicaciones de la Palabra de Dios tan claras,
directas y contundentes que no necesitan interpretaciones que les quiten fuerza
interpelante. Vivámoslas «sine glossa», sin comentarios. De ese modo,
experimentaremos el gozo misionero de compartir la vida con el pueblo fiel a
Dios tratando de encender el fuego en el corazón del mundo.
o
El amor a la gente es una fuerza espiritual que
facilita el encuentro pleno con Dios hasta el punto de que quien no ama al
hermano «camina en las tinieblas», «permanece en la muerte» y «no ha conocido a Dios».
§ Benedicto
XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en
ciegos ante Dios».
272. El amor a la
gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios hasta
el punto de que quien no ama al hermano «camina en las tinieblas» (1 Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1
Jn 3,14) y «no ha conocido a
Dios» (1 Jn 4,8).
Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte
también en ciegos ante Dios»,[209] y que el amor es en el fondo la única luz que «ilumina constantemente a un
mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar».[210] Por lo tanto, cuando vivimos la
mística de acercarnos a los demás y de buscar su bien, ampliamos nuestro
interior para recibir los más hermosos regalos del Señor. Cada vez que nos
encontramos con un ser humano en el amor, quedamos capacitados para descubrir
algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos abren los ojos para reconocer al otro,
se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios. Como consecuencia de esto, si
queremos crecer en la vida espiritual, no podemos dejar de ser misioneros. La
tarea evangelizadora enriquece la mente y el corazón, nos abre horizontes espirituales,
nos hace más sensibles para reconocer la acción del Espíritu, nos saca de
nuestros esquemas espirituales limitados. Simultáneamente, un misionero
entregado experimenta el gusto de ser un manantial, que desborda y refresca a
los demás. Sólo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien
de los demás, deseando la felicidad de los otros. Esa apertura del corazón es
fuente de felicidad, porque «hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35). Uno no vive mejor si escapa de
los demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se
encierra en la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio.
o
La misión en el corazón del pueblo no es una
parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento
más de la existencia.
§ Hay
que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar,
bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar.
273. La misión en el
corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar;
no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo
arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en
este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión
de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Allí aparece la
enfermera de alma, el docente de alma, el político de alma, esos que han
decidido a fondo ser con los demás y para los demás. Pero si uno separa la
tarea por una parte y la propia privacidad por otra, todo se vuelve gris y
estará permanentemente buscando reconocimientos o defendiendo sus propias
necesidades. Dejará de ser pueblo.
o
Para compartir la vida con la gente y
entregarnos generosamente, necesitamos reconocer también que cada persona es
digna de nuestra entrega.
§ No
por su aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad
o por las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura
suya.
274. Para compartir la vida con la gente y
entregarnos generosamente, necesitamos reconocer también que cada persona es
digna de nuestra entrega. No por su aspecto físico, por sus capacidades, por su
lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que nos brinde, sino
porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen, y refleja algo
de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del Señor, y Él
mismo habita en su vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa
persona. Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece
nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro ayudar a una sola
persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida. Es lindo ser
pueblo fiel de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando rompemos las paredes y el
corazón se nos llena de rostros y de nombres!
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