lunes, 13 de febrero de 2017
Ideología de género. La ideología de la igualdad. Por qué Eva no es Adán. La masculinización de la mujer. Identidades de los sexos. El fracaso de la reeducación. Tres hurras por la diferencia.
1 Ideología de género. La ideología de la igualdad. Por qué Eva no es Adán. La masculinización de la mujer. Identidades de los sexos. El fracaso de la reeducación. Tres hurras por la diferencia. Cfr. Eva Herman 1 , El principio de Eva, Por una nueva femineidad, EdicionesB, febrero 2008 - Capítulo 2. La diferencia negada: por qué Eva no es Adán pp. 57-88 Tenía trece años cuando se presentó la gran oportunidad de mi adolescencia: un papel en una obra teatral del grupo amateur de la iglesia católica. Fue en 1971, y la obra se llamaba Mugnog-Kinder. Mi papel consistía en salir de un salto de un cubo de basura vestida con un divertido mono mientras cantaba una canción cuyo estribillo era el siguiente: Mädchen sin genau so schlau wieJungen, Mädchen sin genaufrech und schnell. Mädchen haben so viel Mut wieJungen, Mädchen ha ben auch em dickes Feli! Las chicas son tan listas como los chicos, / las chicas son tan descaradas y rápidas como los chicos. / Las chicas son tan valientes como los chicos, ¡¡las chicas también tienen una coraza en lugar de piel! Para mí era un auténtico reto, y estaba realmente emocionada, pero lo cierto es que ya entonces tenía claro que el estribillo no se ajustaba a la realidad. Salté del cubo con valentía y sin romperme un solo hueso, pero la verdad es que no fue un salto muy airoso. Un chico lo habría hecho mucho mejor y la única estrofa de la canción que canté de todo corazón fue la primera: «Las chicas son tan listas como los chicos.» Me pareció que todos los demás talentos, como el valor la rapidez y la insensibilidad, eran perfectamente adjudicables al otro sexo. Pero, prudentemente, me reservé esa opinión: lo único que me importaba era el papel. A fin de cuentas, era el primer peldaño de mi carrera teatral. En aquel momento, la verdad parecía algo secundario. Por eso salí a escena con determinación y me imaginé que era un compañero de clase conocido por su seguridad en sí mismo y su capacidad de réplica. Esa estrategia me sirvió para cumplir con mis obligaciones. Tal vez fue el primer paso para entrar en ese mundo en el que las mujeres de carrera luchan contra sus colegas masculinos … con las armas de los hombres. ¿Por qué les cuento esta historia?, se preguntarán. Muy sencillo: para hablar de la importante diferencia entre Adán y Eva y dejar claro que los hombres y las mujeres no son iguales: poseen talentos y disposiciones diferentes, porque fueron creados para cumplir con deberes distintos. En realidad, esto es una evidencia, pero lo cierto es que la tendencia actual es que hombres y mujeres compitan entre sí o nieguen dicha competencia. Ambos conceptos son tanto falsos como funestos, puesto que el principio masculino y el femenino se completan perfectamente. Si uno no acepta este hecho, como tantos hombres y mujeres hacen actualmente, acaba evolucionando hacia una dirección equivocada, tanto personal como profesionalmente. No obstante, todo podría ser muy sencillo, ya que el aspecto exterior de los hombres y las mujeres es diferente. Los hombres tienen más fuerza y más vello, mientras que las mujeres son de complexión más delicada y fina, y también más débil. Y nuestros órganos de reproducción, cuyas funciones son evidentes, no pueden considerarse idénticos: sabemos que los hombres engendran y las mujeres reciben, y ninguna manipulación médica ni ninguna ideología política pueden violar esta ley. Entretanto, la frase de Loriot: «¡Los hombres y las mujeres no encajan!», se convirtió en un dicho. Pero en general olvidamos su comentario siguiente: que precisamente por eso los hombres y las mujeres se sienten fascinados los unos por los otros. Los opuestos se atraen, como se dice en lenguaje popular. Y podemos partir de la idea de que el Creador tenía un plan sumamente sensato cuando otorgó el principio de dos géneros a casi toda la naturaleza, un sistema funcional que sobre todo servía para la supervivencia. LA IDEOLOGIA DE LA IGUALDAD pp. 59-62 1 Eva Herman nació en Emden, Alemania, en 1958. Como periodista ha trabajado en radio y televisión, donde hasta hace poco presentaba un informativo. Desde 1997 dirige un «talkshow» llamado Herman & Tietjen. Es autora de diversos libros de autoayuda y temas femeninos. Sus opiniones sobre el papel de la mujer han convertido sus libros en éxitos de ventas. Aborda en este libro el tema de la reducción de la natalidad en Europa, el de la crianza despersonalizada de los niños, qué hay detrás de la emancipación de la mujer, etc. 2 Los hombres y las mujeres son iguales y, si no lo son, hay que igualarlos inmediatamente. Esta tesis es una de las afirmaciones más funestas del presente. Incluso podríamos decir que se ha convertido en una ideología que abarca todos los estratos de la sociedad. El concepto se originó en los años sesenta, cuando se comprobó que lo privado también era político. Tal vez no fuera incorrecto, pero, más adelante, cuando lo político pasó a abarcar la conducta de los sexos, se suscitaron algunos errores de concepto. ¿Libertad, igualdad, fraternidad? ¿Acaso eso —con todas sus consecuencias— podría ser válido tanto para el hombre como para la mujer? Cuando en los años sesenta y setenta las ciencias sociales sugirieron por fin que los humanos podíamos ser modificados a fondo mediante la educación y el entorno, se suscitaron acaloradas discusiones. Casi nada está predeterminado por la naturaleza: esta afirmación parecía revolucionaria. De repente, todo se podía transformar incluso los papeles sexuales del hombre y de la mujer. Muchos se alegraron: ¡eso es justicia e igualdad de oportunidades, da lo mismo que seas blanco o negro, hombre o mujer! Esa fue la base sobre la que en aquel entonces se edificó el movimiento feminista. La igualdad recién proclamada invalidaba todas las tesis que habían propuesto los psicólogos y analistas seguidores de la tradición de Sigmund Freud acerca de la naturaleza de lo femenino; más adelante, Alice Schwarzer también criticaría estas tesis en su libro Der «kleine Unterschied» und seine grossen folgen (La pequeña diferencia y sus grandes consecuencias»): «En vez de aprovechar los instrumentos que estaban a su disposición para señalar cómo las personas se deforman y se convierten en hombres y mujeres, se hicieron cómplices del patriarcado y pasaron a ser el azote preferido de la sociedad de hombres durante su adiestramiento femenino.» Pero eso ha de acabar. La victoria de la cultura sobre la naturaleza parecía cercana y, con ello, la victoria de la educación sobre el sexo de nacimiento. De adolescente, eso me dio confianza. «Puedo lograrlo todo —pensé en aquel momento—, ¡da igual que sea un chico o una chica!» Fue también esa convicción la que, durante mi actuación en el teatro amateur, me dio fuerzas para superar mis dudas acerca de mis «talentos varoniles». Hoy nuestra sociedad acepta la igualdad de los sexos como algo evidente. En la así llamada sociedad del conocimiento, de la que estamos tan orgullosos, reina la sensatez, todo parece posible y también modificable. El hombre no está dispuesto a soltar las riendas y quiere decidirlo todo. Pero, en última instancia, ¿no están esas imaginaciones marcadas por la pretendida omnipotencia de los humanos? ¿Responden a los hechos científicos actuales? ¿Concuerdan con las leyes de la naturaleza? ¡Pues no! Desde la perspectiva de las ciencias naturales, la discusión acerca de la posibilidad de igualar a hombres y mujeres está acabada. Las mujeres que organizan sus conceptos vitales según estas ideas cometen errores de consecuencias graves. Aunque la idea de la autocreación del ser humano es un seductor concepto de la modernidad, tras cuarenta años de investigación a fondo, las ciencias biológicas no han sido capaces de demostrar que exista una primacía de la educación sobre el sexo de nacimiento. Admiten que las influencias culturales nos dirigen y nos forman, pero también reconocen que es imposible modificar nuestra naturaleza humana. El hecho de que en los años setenta se cuestionaran los papeles característicos de los sexos no se debió únicamente a lo que entonces estaba de moda sociológicamente hablando, ni tampoco al acalorado debate mantenido por el feminismo. También era lo que mejor encajaba en el ambiente de la política social de aquel entonces. El milagro económico alemán había llevado a una gran actividad y eso provocó un problema: la mano de obra escaseaba. De ahí que hubieran empezado ya a importarse los primeros trabajadores extranjeros para cubrir una escasez cada vez mayor. Pero entonces también se reclamó a las mujeres. Si escaseaban los trabajadores, ¿qué era lo más fácil? Incorporarlas al mercado de trabajo. Y, con ese fin, había que crear condiciones previas que no se agotaran en la posibilidad de una formación mejor. Había que conseguir presentar a la mujer trabajadora como el nuevo modelo de la sociedad. Para las mujeres, trabajar tenía que dejar de ser un defecto y convertirse en algo natural. Y estas condiciones previas le venían como anillo al dedo al feminismo, sus sueños de realización personal, y su afirmación de que existe una igualdad básica entre el hombre y la mujer. De repente, manifestaron que una mujer emancipada no podía quedarse sentada en casa preparando papillas para el bebé: debía salir a la palestra laboral para demostrar su valía. Y encima despreciaron los papeles femeninos de esposa y madre, considerándolos como anticuados y poco progresistas. Todo lo que el ama de casa podría haber presentado en su defensa fue condenado de antemano. Cuando en los años setenta el CDU (Partido de la Unión Democristiana de Alemania) propuso un así llamado «sueldo del ama de casa» para valorizar el estatus de las mujeres que seguían ocupándose exclusivamente de su hogar, Alice Schwarzer sostuvo lo siguiente en el Kleiner Unterschied: «Dicho sueldo 3 del ama de casa supondría un impedimento para las ansias de autonomía de las mujeres, y además volvería a atarlas a sus “deberes femeninos”. Justo ahora, cuando las mujeres están cada vez menos dispuestas a conformarse con permanecer encerradas en su hogar, esa cárcel quedaría ensalzada gracias al sueldo del ama de casa y volvería a resultar seductora.» En otras palabras: las mujeres debían liberarse de su existencia como amas de casa y ya no había marcha atrás. UN CRUEL ERROR pp. 63-65 Así que las feministas acordaron que los hombres y las mujeres eran básicamente iguales y que lo que decidía hasta qué punto uno se conducía de manera masculina o femenina era la educación. Ahora lo único que faltaba era una prueba científica que documentara la capacidad de intercambio entre las pautas de conducta masculinas y femeninas. En medio de este clima de agitación, un médico sin escrúpulos realizó un experimento que, al salir a la luz pública, causó una profunda conmoción: Bruce Reimer, un chico canadiense, fue obligado a criarse como una chica. El resultado del experimento fue fatal. ¿Qué ocurrió? Bruce nació en 1966, minutos antes que su hermano mellizo Brian. Al cabo de siete meses, durante la circuncisión, se produjo un accidente: el rayo láser provocó daños irreparables en el pene de Bruce. Pueden imaginarse el disgusto de los padres. Desesperados, le mandaron una carta a John Money, el conocido psicólogo e investigador sexual, que inmediatamente se puso en contacto con ellos. Money era un entusiasta defensor de una nueva teoría que afirmaba que los papeles sexuales se aprenden sobre todo mediante la educación, así que aconsejó a los padres que emprendieran un cambio de sexo para su hijo. Y Bruce se convirtió en Brenda: se le castró, se le trató con hormonas femeninas, se le vistió de niña y se lo crió como a una niña. Nunca descubriría que en realidad no lo era. Alice Schwarzer celebró este cambio de sexo como una demostración de su tesis: que la capacidad de tener hijos era la única característica femenina específica. «Todo lo demás es artificial, una cuestión relacionada con la identidad espiritual.» Su libro sobre la «pequeña diferencia» se publicó en 1977, cuando Brenda-Bruce entraba en la pubertad. Le inyectaron cada vez más hormonas y se le desarrollaron los pechos. Pero cuando los médicos decidieron fabricarle una vagina artificial, se negó. Al hacerse mayor y adquirir una mayor conciencia, se había dado cuenta de que algo no encajaba. Se arrancó las faldas y las blusas, y empezó a orinar de pie y a pegarse con los chicos. Su cuerpo le producía cada vez más rechazo y no sabía por qué. Estaba permanentemente en tratamiento psiquiátrico. La familia tenía dudas, pero quería hacer todo lo correcto y confiaba en el profesor de psicología. John Money aconsejó a los padres que no le dijeran la verdad a su hijo, pero ni los tratamientos hormonales ni los vestidos lo convirtieron en una chica. Los problemas aumentaron cada vez más. Por fin, cuando ya no supieron qué hacer, informaron al desesperado Bruce de lo que había ocurrido. Tenía entonces catorce años. El choque fue tremendo. Lo primero que hizo fue prenderle fuego al armario donde guardaba sus vestidos. A partir de ahí vivió como un chico y adoptó el nombre de David. El horror, no obstante, aún no había acabado. David se hizo quitar los pechos sometiéndose a dolorosas operaciones e insistió en que le injertaran un pene artificial para volver a ser «un hombre completo». Pero el experimento lo había traumatizado profundamente. Con la ayuda del escritor John Colapinto plasmó su trágico caso en Der Junge der als Midchen aufwuchs («El chico que se crió como una chica»), un libro que causó sensación. Quedó demostrado que la teoría de que los roles sexuales sólo se aprenden —una afirmación aceptada por todos los movimientos femeninos del mundo— era completamente falsa. A los veintitrés años, David se casó con una mujer y a los treinta y ocho se suicidó. Los sufrimientos corporales y espirituales lo habían destruido. Declaró que habían estado aterrorizándolo psíquicamente durante años, como si le hubieran lavado el cerebro. Y la ambición vanidosa de los médicos y psicólogos también provocó el desastroso final de su hermano Brian. Dos años después de la muerte de su hermano, también optó por suicidarse: ya no soportaba el dolor de David. ¿Y las feministas? Callaron. IDENTIDADES DE LOS SEXOS pp. 65-67 4 En retrospectiva, la historia de David es una lamentable demostración del resultado de las numerosas investigaciones publicadas por los neurobiólogos en los últimos años. Porque las diferencias entre los sexos no se limitan a las marcas externas visibles, como los órganos sexuales, los pechos o la barba. También abarcan múltiples hechos mentales y físicos: existe una diferencia notable entre la estructura cerebral masculina y la femenina y, como consecuencia, hombres y mujeres tienen pautas de conducta y capacidades típicas que escapan de cualquier debate ideológico. Cuando los neurobiólogos empiezan a hablar de las diferencias específicas entre los sexos con respecto a las conductas sociales —estados de ánimo y sentimientos, capacidades mentales y sensibles, y reacciones frente al estrés—, la cosa se pone interesante. Procedimientos como las tomografías de espín nuclear y las tomografías de emisión de positrones (PET) han revelado numerosas diferencias en diversas zonas cerebrales. Según todos los indicios, la zona que muestra mayores diferencias es el sistema límbico, asiento de las emociones. Al principio los investigadores se asombraron al descubrir que, a la hora de detectar sentimientos mediante el reconocimiento de expresiones del rostro, el sistema límbico es menos activo entre las mujeres que entre los hombres. ¿Acaso eran las mujeres más indiferentes? No: era exactamente lo contrario. Por lo visto, para las mujeres suponía un esfuerzo menor. La función materna específica relacionada con el cuidado de los niños debe de haber causado un mayor desarrollo de la capacidad de reconocer sentimientos, de ahí que les resulte más fácil a las mujeres. Que de la aceptación o la negación de esta observación se acabe concluyendo la presencia de una diferencia impuesta por la creación depende de cada uno. Pero lo cierto es que la biología humana proporciona abundante información a todos quienes se plantean por qué las diferencias típicas no fueron limadas por la larga historia de la civilización. Cuando se trata del tema de la comunicación y los sentimientos, quedan aún algunas cosas por descubrir. En general, nos resulta fácil reconocer las reacciones en el rostro del otro y clasificarlas. Conozcamos o no su lengua y su cultura, descubrimos fácilmente si está triste, atemorizado, enfadado, sorprendido o feliz. Un test demostró que a la hora de detectar rostros felices, ambos sexos alcanzaban el mismo promedio. Pero si el rostro expresaba tristeza, había una diferencia considerable. Mientras que sólo un 70 % de los hombres respondió correctamente, las mujeres lo hicieron en un 90 %. No supone por tanto una conclusión demasiado rebuscada afirmar que las mujeres comprenden mejor el dolor y la desgracia. En cuanto al almacenamiento de la información en la memoria fue posible establecer también diferentes maneras de asimilarla, sobre todo con respecto a la clasificación diferente en ambos lóbulos del cerebro. El resultado de las pruebas indicaba que las mujeres son más capaces de recordar los detalles de una historia, mientras que los hombres se fijan más en la totalidad. Los motivos son ilustradores. La zona de los senos frontales y laterales en la que se elabora la conciencia espacial y la comprensión del habla está organizada de manera diferente en ambos sexos. Se observan también diferencias en el tamaño de las zonas, así como en el espesor de las células nerviosas. Todo ello, como también la división específica entre la conducta femenina y masculina, queda determinado en el instante de la concepción. Las feministas hacen caso omiso de los resultados de esta investigación. Afirman que, lejos de ser biológica, la división entre lo femenino y lo masculino es un producto de la arbitrariedad social. «Nada, ni la pertenencia a una raza o una clase, nos marca tanto como la pertenencia a uno de los dos sexos —constató Alice Schwarzer—. Tras la exclamación: “¡Es una niña!” “, o: “¡Es un niño! “, la suerte está echada. Desde el primer día, nuestro sexo biológico sirve de pretexto para el adiestramiento de la “feminidad” o de la “masculinidad”. No hay manera de evitarlo.» EL FRACASO DE LA REEDUCACIÓN pp. 67-70 El máximo objetivo de las feministas era escapar de esa asignación sexual, así que su lema fue: «Salid del papel femenino!» Y, en caso de duda, se añadían las palabras «Adoptad el papel masculino!», una estrategia problemática, como quedó demostrado. La «reeducación» es un experimento peligroso, y no sólo cuando se lleva al extremo ante un cambio de sexo forzado. Incluso la negación de las diferencias específicas puede someter a los niños a una violencia psíquica. Ése fue el caso de Melanie. Su madre se calificó a sí misma de «súper feminista». Se negó a casarse con el padre de la niña y, tras escasas semanas después del parto, se mudó a una comuna. Al principio, Melanie vivió tristemente en la guardería, puesto que su madre estudiaba y trabajaba. Cuando la llevaron a una «tienda de niños», el modelo alternativo al jardín de infancia estatal o confesional, inició una nueva fase. Los niños recibían allí una alimentación «ecológica» y una educación «libre de violencia», pero también se 5 los enfrentaba a otras teorías del movimiento de Mayo del 68. Prohibirles a los niños que jugaran a la guerra era probablemente una decisión aceptable, pero a las niñas se les exigía algo distinto: que no se convirtieran en mujercitas. Para Melanie, eso supuso llevar pantalones en vez de faldas, jugar con coches en vez de con muñecas y llevar el pelo corto en vez de rizos largos. Se evitaba todo lo que podía reforzar el papel femenino. Aunque no le apeteciera, Melanie tenía que jugar al fútbol, y todos los días le repetían que ser una mujer era algo infernal. «Recuerdo perfectamente una ocasión en que fuimos de compras con mi madre —me contó—. Vi un vestidito de color rosa en el escaparate, con florecitas y frunces. Se lo señalé encantada. ¡Eso era lo que yo quería! Pero mi madre se enfadó muchísimo. Ella sólo llevaba tejanos y camisetas, nunca la vi con un vestido. Cuando insistí en que me comprara el vestidito, me dijo que la ropa sólo les interesaba a las cabras estúpidas, así que ni hablar.» En la pubertad, Melanie se rebeló. Se compró minifaldas y empezó a maquillarse, para horror de su madre. Además llevaba pendientes enormes y un montón de cadenas tintineantes. Cuando volvió a casa con zapatos de tacón, su madre le dio una bofetada. Fue la primera y la última que recibiría. «Ahora tienes el aspecto que tanto les gusta a los hombres! —rezongó su madre—. ¡No te asombres si te violan!». La reacción de Melanie no se debía únicamente a la típica cabezonería de los adolescentes. Numerosos experimentos científicos han demostrado que las chicas y los chicos reaccionan frente a ciertos estímulos visuales a una edad muy temprana. Las niñas de un año contemplan a su madre durante mucho más tiempo que los niños de la misma edad. Y cuando los niños menores de tres años ven una película, las niñas se quedan contemplando las secuencias en las que aparece un rostro en primer plano durante más tiempo que los niños, que se interesan sobre todo por las imágenes de los coches. Todas las madres presencian ese desarrollo en sus hijos: por muchas muñecas que le des a un niño, siempre preferirá jugar a la pelota, con aparatos electrónicos, o con armas. Y aunque obligues a una niña a jugar al fútbol todos los días, seguirá prefiriendo jugar con muñecas, telas y bisutería. El intento de modificar esta circunstancia mediante la educación casi siempre fracasa, a menos que uno confunda la educación con la obligación. No obstante, prácticamente todo el mundo, incluso los políticos, sigue haciendo caso omiso de las diferencias. De otro modo, resulta inexplicable que en nuestras escuelas se intente cada vez más tratar a las chicas y los chicos de la misma manera. La así llamada coeducación, es decir, la enseñanza en común de niñas y niños, produce resultados muy curiosos: los niños a menudo han de aprender a cocinar y coser, pese a no sentir el más mínimo entusiasmo por dichas actividades. Y ello se ve reforzado a través de la feminización de la educación escolar. En Alemania está sobre todo en manos femeninas: en la escuela primaria, el porcentaje de maestras supera el 90 %; en los primeros cursos del instituto, supera el 70 %; y en los cursos posteriores alcanza el 50 %. Y la tendencia va en aumento. Como consecuencia, los talentos especiales de los chicos y las chicas se pierden de vista. El estudio PISA, llevado a cabo en todo el mundo, ha demostrado que el rendimiento escolar aumenta cuando los chicos y las chicas estudian por separado. ¿Por qué? Porque así las características diferencias de la percepción, el aprendizaje y el control del estrés gozarán de una mayor consideración. La coeducación y la gran cantidad de educadoras femeninas perjudica especialmente a los chicos. No pueden vivir la agresividad natural que caracteriza a su sexo y, en vez de los típicos juegos de competición, han de conducirse de manera armónica, como si el mundo fuera Disneylandia. El problema que supone la represión de la típica pauta luchadora masculina es que los chicos no aprenden a reconciliarse y, por tanto, acaban teniendo dificultades al respecto en el futuro. No hay duda de que el espíritu luchador reprimido buscará una salida, así que no resulta sorprendente que el rendimiento escolar de los chicos sea menor ni tampoco que, cuando se hacen mayores, su conducta acabe siendo más llamativa y violenta que la de las chicas y las mujeres. La estadística delictiva lo demuestra: los hombres cometen más delitos que las mujeres, ya se trate de infracciones de tráfico, ya de robos con homicidio. LA MASCULINIZACIÓN DE LA MUJER pp. 71-74 Los científicos dedicados a investigar las hormonas suministraron importantes conocimientos acerca de los motivos psicológicos de las diferentes conductas específicas de cada sexo. El ejemplo de BruceBrenda demostró también que no se puede cambiar de sexo. Y, sin embargo, existía la sospecha de que había una relación entre lo hormonal y la conducta. 6 Se detectó en la India una rara enfermedad que supuso un indicio para los científicos. Muchas de las niñas de una familia, por un defecto genético, se convertían en varones durante la pubertad. Pero, debido a un fallo hormonal, no sólo se modificaba su aspecto exterior: cuando de pronto empezaba a crecerles la barba, se les quebraba la voz y los pechos les desaparecían, su conducta también dejaba de ser femenina. Gracias a la zoología, hacía ya tiempo que se sabía que el suministro de hormonas provocaba cambios de conducta pasajeros. Durante la investigación en animales, se descubrió que un suministro regular de testosterona en hembras de pinzones causaba una modificación notable en aquellas zonas del cerebro responsables de la capacidad de cantar. En cuanto se dejaba de suministrar la testosterona, la zona recuperaba la normalidad. Gracias a las hormonas, la hembra era capaz de «cantar» igual que los machos, pero no se convertía en uno de ellos. Cuando comprendemos que las hormonas son también la causa de que las niñas y los niños pequeños agresivamente reaccionen frente al estrés de manera diferente, la cosa se pone interesante. La testosterona, una hormona principalmente masculina, se encarga de que la conducta de los chicos incluya un elemento provocador. De ahí que debamos explicar también la conducta competitiva masculina como una respuesta a un nivel hormonal específico de ese sexo. Considerar los efectos de la testosterona permite alcanzar numerosas conclusiones. La testosterona hace crecer los músculos y proporciona fuerza, pero, por otra parte aumenta la concentración de los lípidos del colesterol en sangre, motivo por el cual los hombres tienden a sufrir más enfermedades cardíacas y circulatorias que las mujeres, y viven, por tanto, menos que ellas. Las hormonas femeninas, ya sean los estrógenos o la progesterona, producida por el cuerpo lúteo, ofrecen a las mujeres cierta protección tanto frente a un exceso de grasa en sangre, como —al menos es lo que se sospecha— frente a otras enfermedades como el autismo y la inmunodeficiencia, que se presentan con mayor frecuencia en los hombres. Ahora que las mujeres han de enfrentarse a una vida profesional agotadora y basada en la competencia, su nivel de testosterona, que por lo visto ayuda a resolver las tareas pendientes, puede aumentar. Se sabe que las deportistas pueden aumentar el volumen de sus músculos ingiriendo testosterona y mejorar así su rendimiento. Aunque eso no las convierte en hombres, acaban teniendo una voz más grave, más vello facial y pechos menos voluminosos. Pero los cambios en el nivel hormonal también pueden ser consecuencia de una sobrecarga vital, que tan a menudo sufren las mujeres completamente normales. Hoy los biólogos saben con bastante exactitud hasta qué punto se modifica el nivel hormonal de las mujeres que adoptan conductas masculinas. Y descubrí lo que significa semejante modificación a través de una experiencia personal: cuando se acabó la relación con el padre de mi hijo y volví a ser una madre que debía criarlo en solitario, me sentí abrumada por el estrés, los problemas de supervivencia y las dudas existenciales. Fue una reacción comprensible, puesto que de repente era responsable de dos vidas: la mía y la de mi hijo, que requería aún más protección. Un año después del divorcio, el pelo se me caía a puñados, algo muy desagradable para cualquier mujer. Vi peligrar mi trabajo en la televisión y acudí al médico. El resultado de los análisis indicó que el nivel de estrógenos —la hormona femenina— era demasiado bajo y el de testosterona, demasiado elevado. El hecho de que además perdiera algunos kilos puede atribuirse a los agobios de ese período agotador, pero sin duda la falta de estrógenos también desempeñó en ello un papel decisivo. Al adelgazar, desaparecieron algunas de mis curvas femeninas y mi aspecto se volvió más varonil. Era evidente que estaba a punto de «masculinizarme», como consecuencia de un exceso de exigencia. Cada vez había más médicos que lo observaban. Las consecuencias hormonales provocadas por la adopción de tareas masculinas y todos sus conflictos son bien conocidas por los dermatólogos. Últimamente hay muchas mujeres que sufren acné más allá de la pubertad. En su mayoría, las causas de este «acné tardío» se deben a problemas hormonales que se resuelven al superar el estrés. Desde un punto de vista médico, la mayor liberación de hormonas masculinas conduce a una queratitis más aguda que fomenta el acné. Eso significa literalmente que las mujeres adquieren una «piel más gruesa» si están permanentemente expuestas a un sobreesfuerzo. La industria de la cosmética ya hace tiempo que ha reaccionado y cada vez ofrece más productos antiacné destinados a mujeres mayores de treinta años. Si echamos un vistazo a los escaparates, nos daremos cuenta enseguida de que la moda también ha tenido que adaptarse a estos cambios corporales. Las típicas redondeces femeninas causadas por los estrógenos han desaparecido y la así llamada silueta «cintura de avispa» es cada vez más rara. El patronaje de la ropa, por tanto, debe tener en cuenta que las caderas de las mujeres se han ido estrechando cada vez más y el volumen del pecho se ha reducido... en las mismas tallas. Y, al mismo tiempo, ha cambiado el ideal de belleza. Marilyn Monroe, el símbolo sexual de los años sesenta, llevaba una talla 42 (de las de entonces): hoy resulta impensable que alguien pudiera llegar a ser 7 icono cinematográfico o de pasarela con esa talla. Las curvas femeninas se desprecian y las supermodelos intentan convencernos de que la mujer perfecta no tiene más que piel y huesos. Hace veinte años, las modelos pesaban un 8 % menos que la mujer promedio, hoy es ya el 23 %. Quien afirma que todo esto no es más que una pura apariencia ignora hasta qué punto los papeles masculinos afectan el alma y la salud corporal de las mujeres. TRES HURRAS POR LA DIFERENCIA pp. 74-78 Por mucho que las mujeres se esfuercen por actuar como los hombres en su vida profesional, las diferencias entre los sexos se han convertido también en un tema relacionado con la dirección de empresas. Hace ya tiempo que es vox populi que los dones femeninos como la sensibilidad, la comprensión y la empatía tienen un efecto positivo en la vida cotidiana. Pero la insistencia de las feministas en cuanto a que los hombres y las mujeres reciban el mismo trato en el trabajo ha provocado numerosos malentendidos y conflictos. Se ha demostrado que los hombres perciben menos las señales corporales que sus colegas femeninas. Sólo comprenden que algo no va bien cuando una colega se echa a llorar. Y entonces, aunque la colega insiste en que hace ya tiempo que está intentando enviar señales inútilmente, ellos se quedan totalmente sorprendidos. Si los hombres partieran del hecho de que las mujeres se comunican de otra manera, se podrían evitar dichos malentendidos. Claro que eso también es válido en el caso contrario. Deberíamos aceptar que hemos llegado al mundo como hombre o como mujer y que tenemos características específicas que, en lugar de reprimir, deberíamos expresar. Y sin reservas ni resistencias interiores. Sólo cuando estamos en armonía con las leyes de la naturaleza, cuando las reconocemos y aceptamos, el bendito principio de la creación —que supone la existencia de dos sexos— puede resultar conveniente para nuestra sociedad. Al considerar mis propias capacidades comprendo con rapidez que mis talentos no incluyen la capacidad de leer el plano de una ciudad y que mi sentido de la orientación deja bastante que desear. No me molesta, porque es sabido que las mujeres tienden a tener una menor capacidad para el pensamiento espacial. Las excepciones confirman la regla. Mi vida cotidiana ofrece algunos ejemplos prácticos: no creo que cargar con cajas de bebidas o arreglar una radio sea algo del otro mundo, y a la mayoría de mis amigas les ocurre lo mismo. Así que no trato de compararme con los hombres en todos los campos, algo que —una vez aceptado— supone un alivio considerable. Es hora de que no lo consideremos una desventaja, sino simplemente un hecho de la naturaleza. En el mejor de los casos, nos lo tomamos con humor. A primera vista, los libros populares en los que se afirma que las mujeres no saben aparcar y que los hombres no son elocuentes y están dirigidos por instintos primitivos, pueden parecer un cliché, pero sus suposiciones básicas no son erróneas. La exageración satírica no es más que una divertida variante del hecho de comprender que las diferencias existen y ningún concepto pedagógico puede hacerlas desaparecer. Eso concierne tanto a las mujeres como a los hombres. «¿Cuándo es un hombre el hombre?», se pregunta Herbert Grönemeyer en una de sus canciones más exitosas. ¿Acaso los hombres aún saben quiénes y qué son? ¿Todavía siguen estando seguros de su identidad en medio de la actual confusión de los roles sexuales? Grönemeyer escribió la letra de la canción en los años ochenta y de repente se inició una animada discusión: ¿ acaso los hombres podían seguir siendo auténticos hombres, tenían derecho a serlo? Muchos se reconocieron en las palabras de Grönemeyer: «Los hombres tienen músculos, los hombres son muy fuertes [...], los hombres son luchadores solitarios, han de ser capaces de atravesar cualquier pared, han de seguir avanzando.» El texto también tenía un sentido irónico, porque «los hombres fuertes» no estaban de moda, pero sí las autodenominadas mujeres fuertes. Me divirtió observar que la mayoría de los hombres que conocía se tomaban esa canción al pie de la letra, y eran incapaces de reconocer el guiño, o se negaban a hacerlo. Otro ejemplo, tan divertido como revelador, nos demuestra, pese a todos los debates y todos los experimentos de intercambio de roles, lo arraigados que están nuestros caracteres. Imagínese lo siguiente: una pareja con los mismos derechos está en la cama. Ambos han trabajado todo el día y están cansadísimos. De repente oyen el ruido de un cristal que se rompe: ¡ladrones! El marido suspira y dice: «Cariño, he tenido un día agotador, ve a ver qué pasa y ahuyenta a esos individuos.» Incluso la esposa más emancipada no permanecería mucho tiempo junto a ese hombre. 8 Hoy en día, los antropólogos y los biólogos están en condiciones de explicarnos por qué recurrimos a pautas sexuales específicas cuando se trata de «enfrentarse a algo» y por qué queremos tener un hombre fuerte a nuestro lado cuando hay peligro. En diversas investigaciones se analizaron numerosas situaciones en las que las reacciones de hombres y mujeres se diferenciaban notablemente. Se sospecha que en el transcurso de la evolución muchas «marcas de la selección» relacionadas con la conducta definida por el sexo se vieron reforzadas. Eso significa que las conductas características de los sexos se generaron a lo largo del tiempo a través de una elección individual, lo que supuso la formación de determinados rasgos masculinos y femeninos simplemente porque el otro sexo los prefería. La interacción de actividades ensayadas durante milenios, que básicamente eran preferidas por los hombres y no las mujeres, crearon preferencias reconocibles. Eso explica por qué los chicos prefieren los juguetes que ejercitan su capacidad para defenderse mientras que las chicas, en cambio, se ejercitan inconscientemente en el cuidado y la crianza de la descendencia al acunar a sus muñecas. Y también explica por qué las mujeres son capaces de pasarse horas en una zapatería, una tortura incluso para el más paciente de los maridos. En efecto: los hombres prefieren meterse en una tienda, examinar la oferta con rapidez y volver a salir tras escasos minutos con su «botín» debajo del brazo. ¿Por qué existe esa diferencia fundamental? Porque durante milenios, las mujeres han reunido frutos que comparaban y elegían cuidadosamente. Eso llevaba tiempo. Su tendencia a observar los detalles hace lo demás. En cambio, los hombres van «de caza» incluso cuando se trata de comprar. Conquistan lo que necesitan en un instante y después abandonan el escenario del acontecimiento con la misma velocidad con que lo pisaron. ¿Se ha preguntado alguna vez por qué a las mujeres nos gusta cargar con un bolso? ¿Y no un estuche diminuto, sino un bolso grande? Paséese por cualquier zona peatonal y observe a las mujeres y a los hombres: todas las mujeres, ya sean jóvenes o viejas, ya vistan informalmente o con elegancia, todas llevan bolso, mientras que los hombres se pasean sin nada en las manos. Eso también es una herencia de la evolución determinada por el sexo: como a Eva le gusta recolectar, tiene siempre a mano algún receptáculo para llevar luego la cosecha a su casa. En cambio, los hombres no acopian, no les gusta cargar con bolsas de la compra o con bolsos, porque inconscientemente prefieren estar dispuestos a defenderse (aunque lo cierto es que a los ladrones les resulta más fácil arrebatar la cartera del bolsillo del pantalón que del interior de un bolso). Ante semejantes observaciones, es obvio que el deseo de modificar los roles de los sexos en nombre de las formas modernas de vida es una empresa inútil. No hace más que algunos decenios que simulamos el cambio de roles y recomendamos a las mujeres que adopten conductas masculinas: un instante en la historia de la humanidad. LA MUJER «SOBREEXIGIDA» pp. 79-84 Puede que el premeditado cambio de los papeles femeninos en nuestra sociedad se haya desarrollado con mucha velocidad, pero el precio de este supuesto avance ha significado la sustitución de las capacidades femeninas, que ahora duermen el sueño de los justos. Entretanto, muchas mujeres tienen la sensación de que viven a contramano de sus capacidades y su disposición. Las invade una incomodidad difusa; en su fuero interno, sienten que pierden su feminidad. Las exigencias son implacables. Cada vez hay más mujeres que adoptan tareas masculinas, que se encargan de la supervivencia de la familia y que tienen que luchar por ella en el lugar de trabajo. Sólo lo logran si adoptan las armas y las estrategias masculinas, que les otorgan poder y aseguran su empleo. El cambio de roles se produjo sigilosamente. Fue propagado en voz alta, pero como al principio prácticamente nadie se tomó en serio a las feministas, fueron pocos los que notaron el significativo cambio. Pero con el tiempo la gota orada la piedra: las consecuencias sociales y políticas, como el ingreso de la mujer en el mundo laboral, poco a poco empezaron a manifestarse. En la actualidad, el cambio de roles es el responsable del proceso de disolución de formas sociales como el matrimonio y la familia. Junto con la pérdida de la feminidad, el deseo de casarse y formar una familia pasa a segundo plano. No hemos empezado a ocuparnos de las causas de la dimensión alcanzada por la escasez de hijos hasta que se ha planteado el debate. Claro que los hombres también se ven afectados por estos acontecimientos. Cuanto más se alejan las mujeres de sus conductas originales, tanto más adjudican la culpa a los hombres: ahora les exigen que se hagan cargo de los deberes que las mujeres rechazaron en nombre de la emancipación, sobre todo el cuidado de los niños. Pero el error que alberga este concepto se suele pasar por alto: ¿acaso los hombres son capaces de realizar semejante tarea? 9 Los hombres no han realizado las tareas del hogar ni se han encargado de la crianza de los niños en toda la historia de la humanidad, y, debido a sus deseos, tampoco están preparados para ello. Cuando se ven obligados a hacerlo, suelen tener dudas acerca de su identidad, y estas dudas pueden causarles problemas psíquicos. Los terapeutas conocen esa problemática: los amos de casa a menudo se sienten desvalorizados (al igual que algunas amas de casa, no hemos de silenciar este hecho). De ahí que sea peligroso que, mediante leyes nuevas, pretendamos obligar a los hombres a encargarse del cuidado y la crianza de los hijos. La proporción de hombres dispuestos a quedarse en casa con los niños mientras la mujer se dedica a su vida profesional no alcanza el 5 %. En general, estas decisiones se toman como una solución de emergencia, por ejemplo, en el caso de que el hombre se quede en paro. Por otra parte, alrededor de un 96 % de dichos matrimonios acaban mal. Puede que algún padre sienta el impulso de ocuparse más de sus hijos, una conducta deseable y positiva para todos si tiene realmente ganas de hacerlo. Pero, en general, la mayoría de los hombres prefiere concentrarse en su carrera. Durante su tiempo libre están encantados de ocuparse de sus hijos y eso fomenta el desarrollo de una familia estable. El hecho de que se nieguen a desempeñar el papel de amo de casa no significa que no quieran a sus hijos: es simplemente el resultado de una conducta natural. Aunque, por casualidad, esté usted leyendo este capítulo sentado/a en un avión pilotado por una mujer, no creo que por ello mi tesis sea rebatida: la naturaleza no se rige por el esquema F. Las anteriores constataciones naturalmente no se refieren a manifestaciones individuales: todos conocemos a mujeres que saben cambiar un neumático o que prefieren leer revistas de informática, al igual que hay hombres a quienes les gusta hacer calceta y que prefieren bailar un tango en vez de jugar al fútbol. Pero son una minoría. Hemos de tenerlo en cuenta cuando las feministas recurran a ejemplos de su entorno personal para demostrar que los papeles de los sexos son intercambiables. El indicio de que cierta mujer o cierto hombre tienen talento para esto o aquello no justifica la conclusión de que eso sea válido para todos. Pero a las feministas convencidas les encanta utilizar este tipo de argumento: basadas en estas afirmaciones, pretenden que estos casos extremos son válidos para todos. Tras la aparición del artículo de Cicero acerca del tema de la emancipación, una conocida que vivía con su compañera sentimental se dirigió a mí. Dijo que era una vergüenza que pisoteara logros tan valiosos como la realización personal y una vida profesional reglamentada para las mujeres. firmó que ella misma, su exitosa compañera y finalmente yo misma aprovecharíamos estas ventajas. Me acusó de ser una desagradecida y una estúpida total. Su perspectiva era comprensible, pero le dije que ella y su amiga —dos mujeres que habían optado por no tener marido ni hijos— no pertenecían al grupo destinatario del artículo. Debido a su predisposición especial nunca se verían en la situación de tener que decidir si tendrían hijos o no. Y, en su caso, la vida en familia también tendría un significado muy diferente. Mi conocida se irritó, e incluso se quedó desconcertada, puesto que por primera vez pareció tomar conciencia de que tenía poco que aportar a la discusión sobre la mujer y la familia: su proyecto vital era completamente diferente del promedio. Sólo las mujeres que han de luchar a diario con los problemas resultantes de la emancipación, que batallan por disponer de tiempo suficiente para sus hijos y su marido sin lograr, sin embargo, satisfacer las necesidades de todos deberían participar activamente en este debate. Hemos estado pendientes durante demasiado tiempo de las palabras de las sabihondas que no tienen una pareja masculina ni una familia con hijos. Por supuesto que aceptamos su manera de vivir individual, pero eso no significa que convirtamos su decisión personal o su disposición sexual en la medida de todas las cosas. Aquí hemos de ponerle nombre a nuestra posición diferente y sacar las consecuencias de ello. Hace algún tiempo, cuando una de mis más íntimas amigas, una mujer guapa y exitosa de unos cuarenta años, ingresó en el hospital debido a un grave infarto, mi familia y yo estábamos de vacaciones en el mar del Norte, junto con algunas amigas que criaban a sus hijos en solitario. Todas estábamos consternadas. ¿Cómo había podido pasar? Pocos días después, cuando mi amiga salió de la UVI, hablamos por teléfono. ¡Me sentí muy afectada! Sus explicaciones fueron clarísimas. Dijo que hacía muchos meses que había perdido las ganas de vivir. Tenía un apartamento de tres habitaciones donde vivía con su hija de diez años, trabajaba mucho y la presión económica, social y profesional la estaba aplastando. Me susurró que a menudo había fantaseado con el suicidio y lo único que le impidió decidirse por esa opción fue la responsabilidad frente a su hija. Después, entre lágrimas, me confesó lo mucho que echaba de menos la presencia de un hombre, una familia, la tranquilidad y la protección. Y acabó diciendo que ella no era como nosotros creíamos. Que quería amor y armonía, no una carrera ni el éxito. Dado lo dramático de las circunstancias, era obvio que había que tomarse esas confesiones muy en serio. 10 Durante el resto de las vacaciones, el destino de mi desgraciada amiga se convirtió en el principal tema de conversación. Todas las mujeres presentes se encontraban en circunstancias parecidas; tenían aproximadamente la misma edad que mi amiga, y eran madres de uno o dos hijos, pero sin pareja. Trabajaban con más o menos éxito, y este hecho las había convertido en «luchadoras solitarias» independientes. Pero cuando se enteraron de las causas del infarto de mi amiga y de hasta qué punto consideraba que su vida no tenía salida, todas empezaron a llorar y, una tras otra, admitieron que sufrían las mismas penurias y temores. Resultó que algunas de ellas apenas podían soportar la presión cotidiana y todas relataron los colapsos corporales y psíquicos que ya habían sufrido. No hubo ni una que no reconociera que, de poder elegir, no volvería a optar voluntariamente por ese destino. A saber, eso es lo que manifestaron unas mujeres que, vistas desde fuera, tenían los pies en el suelo y «funcionaban» bien. Una trabajaba como especialista en marketing en una agencia de publicidad, otra es una respetada periodista radiofónica y la tercera se había hecho un nombre como artista. Pero sus relatos me resultaron muy familiares y me provocaron sentimientos idénticos. A duras penas me atreví a imaginar cómo vivirían millones de otras madres que criaban solas a sus hijos y bajo circunstancias mucho más difíciles. Esa experiencia modificó considerablemente mi concepción de las madres trabajadoras. Observé con mayor atención y ya no me dejé engañar por las fachadas, por elegantes que fueran. Encontré madres similares casi en todas partes. Incluso las mujeres que vivían en pareja o estaban casadas parecían sufrir las mismas cargas. La medida de los deberes, las exigencias que el entorno, y también las mujeres, acepta como algo natural, rara vez son superables sin problemas, puesto que el punto clave es que suponen que las mujeres cumplan con los papeles femenino y masculino al mismo tiempo. La familia, la cocina, los hijos, el marido, la profesión, la flexibilidad, el fitness, la belleza, una alimentación sana, la realización personal... Parece una burla: ¿quiénes, señoras mías, podría cumplir con todo eso? Llama además la atención que los infartos de corazón empiecen a aumentar entre las mujeres, pese a que hasta hace poco se consideraban una dolencia típicamente masculina. Ahora las mujeres también han «conquistado» ese territorio, entre otras cosas porque ha quedado demostrado que el ya mencionado cambio del nivel hormonal, junto con la mayor liberación de testosterona, aumenta la tendencia a sufrir enfermedades circulatorias e infartos. NINGUNA COMPETENCIA CON EL SEXO FUERTE pp. 84-88 Me gustaría hablar una vez más de las diferencias entre el hombre y la mujer. No cabe duda de que, en el transcurso de la historia de la humanidad, las antaño típicas cualidades de cada sexo han ejercido su influencia en los empleos y la elección de la profesión, aunque sólo sea porque antes del desarrollo de las máquinas y los motores la fuerza corporal era mucho más importante en la vida cotidiana y desempeñaba un papel en ocasiones decisivo en la elección de la profesión. Debido a su condición genética, el hombre es más fuerte y más corpulento que la mujer, pero no puede tener hijos. Eso sólo puede hacerlo la mujer. Gracias a sus características corporales y psíquicas, es capaz de alimentar y criar a sus pequeños. Y es una suerte que así sea, porque está demostrado que la interrelación entre madre e hijo, sobre todo durante los tres primeros años de vida, afecta de manera decisiva, y para siempre, el bienestar, la salud y la conciencia del niño. Así que no es ningún milagro que en el pasado —y también hoy en las culturas tradicionales— se produjera una clara división de tareas. Los hombres cazan, pescan, colocan trampas y cuidan de los rebaños; las mujeres se ocupan de los niños, recogen plantas, transforman la leche en otros productos y preparan los alimentos. Los hombres extraen carbón y minerales, talan árboles y construyen casas; las mujeres tejen, trenzan, confeccionan esterillas, ropa y objetos de cerámica. El motivo de esta división original es la diferencia entre la fuerza corporal de unos y otras, y la compatibilidad entre las tareas femeninas y la disposición de la mujer para parir y cuidar de los lactantes. Es evidente que los tiempos han cambiado. Favorecidos por los adelantos técnicos y el perfil de las exigencias del mundo laboral moderno, algunos de los motivos por los que se dividían las tareas en función de la diferencia entre los sexos han desaparecido. En primer lugar, eso atañe a la fuerza muscular. Las mujeres pueden optar a un número cada vez mayor de «profesiones masculinas» que antes no podían realizar. Gracias a inventos como la dirección asistida o los frenos ABS, hoy es posible que las mujeres trabajen de camioneras o de conductoras de grúas. De ahí que muchas tareas se hayan vuelto neutrales en cuanto al sexo del operario. Del mismo modo, incluso es limitadamente posible que los hombres críen un bebé sin la ayuda de una mujer. El desarrollo de los alimentos para bebés ya preparados y el intercambio de roles lo han hecho 11 posible, aunque ni las papillas industriales ni un amo de casa dedicado pueden suplantar a una madre que amamanta, a una madre que le proporciona estabilidad corporal y psíquica a su bebé. Pero todo eso se olvida con rapidez cuando se ve lo fácil que les resulta a las mujeres «aguantar como un hombre». Aunque puede que la profesión de operaria de excavadora sea una excepción, y lo cierto es que se han ido formando nuevos grupos profesionales que parecen creados especialmente para las mujeres, porque responden a los talentos típicamente femeninos. El sector de servicios es un buen ejemplo de ello, así como la creciente industria de los medios y la comunicación, donde las mujeres pueden desarrollar su talento natural para los idiomas, la negociación, la flexibilidad y la empatía. Pero todo el mundo sabe que una vida profesional exitosa no sólo depende de las cualidades que uno posee, sino sobre todo de la capacidad para defenderse. Los brainstorming, la ley del más fuerte, las intrigas y la lucha: todo eso pertenece a la cotidianidad laboral. Por eso las mujeres imitan los juegos de poder y las estrategias de los hombres, incluso en las profesiones aparentemente femeninas. Pero ¿queremos las mujeres someternos a semejante masculinización? Por lo visto, hoy en día nos resulta difícil aceptar lo masculino y lo femenino como aspectos básicos de la creación. ¿Por qué? Porque hemos interiorizado la idea de que las mujeres sólo son iguales a los hombres si procuran ser como ellos. El milenario modelo exitoso de la división de tareas y el reconocimiento de las diferencias entre Adán y Eva ha sido borrado del mapa... porque sólo nos definimos a través del trabajo. En la sociedad caracterizada por la ley de la selva, el «sexo débil» ha de demostrar que es fuerte, porque de lo contrario (o eso es lo que nos dicen) no conseguirá que lo reconozcan. Y así la «marimacho» conquista el futuro al precio de no tener hijos. Fueron principalmente las feministas las que trataron de convencernos de que debíamos compararnos con los hombres, adoptar sus conductas y comparar nuestra fuerza con la suya. Hace ya tiempo que ha llegado la hora de arrojar a la basura esa absurda competencia entre hombres y mujeres: es absurdo discutir acerca de si la llave es más importante que la cerradura, o al contrario. Las mujeres deberían dejar de competir, deberían concentrarse en sus talentos naturales. Podemos dar por acabada la pelea acerca de la primacía del sexo fuerte o del débil. Pongamos fin a la fase histórica en la que los hombres legitimaban su pretendida superioridad mediante conceptos religiosos o filosóficos y las mujeres se defendían de ellos. A diferencia de lo que ocurre en los países fundamentalistas, en las culturas occidentales las mujeres tenemos la oportunidad de elegir nuestro propio camino sin fijarnos en las conquistas de los hombres. Deberíamos ponerle punto final a la destructiva competencia y a la manía de ajustar las cuentas. Si bien las incorregibles feministas siguen difundiendo las antaño populares ideas de emancipación, deberíamos hacer caso omiso de sus llamadas a las trincheras. La época de las batallas ha terminado. Las armas han perdido su filo, porque ahora se trata de nuestra supervivencia. Hoy ya podemos vaticinar que las feministas empeñosas y mediáticas que quieren acabar con el principio femenino muy pronto serán historia. Como debe ser, puesto que sus errores son cada vez más patentes y sus agresiones empiezan a caer en el vacío. Quienes siguen creyendo que el ser humano puede desprenderse de su naturaleza original a través de la civilización y la cultura están completamente equivocados. Si la emancipación de la mujer consiste en una esforzada ansiedad laboral y profesional que limita dramáticamente, o incluso imposibilita, la educación de los hijos, entonces la mujer no se «liberará» sino que reprimirá una parte importante de su naturaleza femenina. Y si las condiciones previas para las madres y las parejas jóvenes siguen siendo cada vez más insoportables, entonces no sólo perderemos el futuro de nuestra sociedad, sino también la oportunidad de vivir una vida feliz y satisfactoria.
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