En el imaginario de la fe hemos asociado el
bautismo a un agua que purifica, y no creo que sean muchos los cristianos
que lleguen a representarlo como un agua que se desea porque se tiene sed y
que se bebe.
Y ésa, la del agua que se bebe, es la imagen que
nos deja la palabra de Dios proclamada en la eucaristía de este domingo: Tiene
sed el pueblo de Israel, tiene sed la mujer de Samaría, tiene sed Jesús.
El pueblo, torturado por la sed, murmura contra
Moisés –en realidad, contra Dios-: “¿Nos
has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed?".
Jesús, agotado del camino, dice a la mujer
samaritana: “dame de beber”.
Y la mujer, después de escuchar las palabras de
Jesús sobre un agua que mana por dentro y apaga para siempre la sed de quien la
bebe, dirá: “Señor, dame siempre de esa
agua”.
¡Se trata de sed, de agua
y de beber!,
tres palabras
que nos dejan la tarea de adentrarnos en su mundo de significados.
El Señor dijo: “Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba”.
La misma invitación resonará en el paraíso, en
el que habrá un río de agua de vida que brota del trono de Dios: “Quien tenga sed, que venga. Y quien quiera,
que tome el agua de la vida gratuitamente”.
Hablemos, pues, de nuestra sed, ya que no
deseará beber quien no la tenga, y a quien la experimente y no crea, sólo le
servirá para tentar a Dios.
El canto del salmista evoca la sed del creyente: “Como busca la cierva corrientes de agua, así
mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo:
¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?”
Y la evoca también cuando dice: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi
alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca,
agostada, sin agua”.
Sed de Dios, ansia de Dios, búsqueda de Dios… A
tu memoria vienen las palabras de Jesús: “Dichosos
los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados”.
Tu ansia, tu sed, tu búsqueda de Dios y de
justicia, son hambre y sed de Jesús, hambre y sed “del don de Dios” que es Jesús, ansia y búsqueda de la fuente de agua
que salta hasta la vida eterna, del río de agua de vida que riega el paraíso.
El que se bautiza, el que se confirma, el que
participa en la Eucaristía, bebe en Cristo Jesús, y en esa fuente divina se
sacia de Dios, de justicia, de gracia, de luz.
Pero has de considerar también la “sed que tiene Dios”, sed que se hizo
fuego abrasador en la garganta de Jesús y agotamiento en el camino bajo el sol
del mediodía.
El que ahora, sentado junto al manantial, dice a
la samaritana: “dame de beber”, un
día, desde lo alto de su cruz, a todos nos dirá: “Tengo sed”.
Y entenderás que tiene sed de ti, que te busca
con ansia propia de Dios, con pasión de Dios, con amor de Dios…y habrás de
hacerte agua para la sed de Dios, habrás de quererte de Dios, porque Dios se ha
querido tuyo.
Y mientras no llega la hora de perderte del todo
en el amado, apagarás su sed en los pobres, que son el cuerpo de su necesidad:
“Tuve sed, y me disteis de beber”.
Feliz camino de los catecúmenos hacia el
bautismo.
Feliz camino, Iglesia de Cristo, a la comunión
con tu Señor.
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