miércoles, 24 de mayo de 2017

Paternidad/maternidad 3: cuando el padre no ama a la madre de sus hijos. El amor que sustenta y garantiza el amor a los hijos, es el amor de los padres entre sí. Quizás la mejor manera de un padre amar a su hijo sea amarle a su madre.



1 Paternidad/maternidad 3: cuando el padre no ama a la madre de sus hijos. El amor que sustenta y garantiza el amor a los hijos, es el amor de los padres entre sí. Quizás la mejor manera de un padre amar a su hijo sea amarle a su madre. Cfr. Alvaro Sierra 1 , La afectividad, eslabón perdido de la educación, Eunsa 2008, parte I Los fundamentos de la afectividad pp. 49-52. o El amor que sustenta y garantiza el amor a los hijos es el amor de los padres entre sí. El amor grande, el principal, el fundante, el amor nutricio, que sustenta y garantiza el amor a los hijos, es el amor de los padres entre sí. Cuando éste se debilita, falta totalmente o inclusive se transmuta en odio, el amor a los hijos sufre alteraciones, tanto mayores cuanto más afectado se encuentre el amor de los padres. Es muy probable que si se pregunta a un padre que ha dejado de amar a la madre de sus hijos, si aún ama a éstos, se obtendrá una respuesta de este tipo: «Aún los amo y los seguiré amando, pase lo que pase». Esa respuesta es sincera y parte de un principio universalmente reconocido, cual es el de que el amor al hijo es un amor debido, no electivo u opcional. Se ama al hijo porque es hijo y por nada más, sin que para ello cuenten su sexo, su condición física o psíquica, sus habilidades, sus logros y sus méritos. Sin embargo, esta respuesta, más que salir del corazón, emerge de la razón y como tal se queda en el plano de lo teórico, de lo expresado mas no sentido y para confirmarlo basta con saber que los juzgados de familia en Colombia se encuentran atiborrados de demandas de alimentos que confirman plenamente que «obras son amores y no buenas razones». En el mundo entero, la custodia de los hijos, después de la separación regulada y legitimada por la ley, se asigna mayoritariamente a la madre; siendo en la mayoría de los países una cifra muy cercana o aun superior al 90% la de los hijos que quedan al cuidado de la madre, mientras el padre, con frecuencia, legaliza otra unión y engendra nuevos hijos, y los primeros pasan a un modesto segundo plano, con relaciones paterno-filiales que van desde frecuentes y eficaces hasta infrecuentes o inexistentes, pasando no pocas veces por un relación tangencial en la que el padre hace acto de presencia cuando es requerido por la madre con carácter perentorio, o en circunstancias especiales como cumpleaños, navidades, grado o matrimonio del hijo y enfermedad importante del padre o del hijo. Sobra decir, por tanto, que el padre de los fines de semana y el de las circunstancias especiales generan en la afectividad del hijo un síndrome característico, que bien podría denominarse «HAMBRE DE PADRE», evidenciado por inseguridad, autoestima baja o frágil, deficiente aceptación de la autoridad, labilidad emocional, conductas que ponen de manifiesto algún grado de inadaptación familiar y social. Todo esto ocasiona búsqueda en los varones de una figura de autoridad sustituta, que arroja a los adolescentes en brazos de amigos mayores que ellos o jefes de pandilla que reportan seguridad, aceptación y pautas certeras —aunque no pocas veces inconvenientes— de comportamiento; mientras a las niñas las lanza en brazos de hombres mayores, que con frecuencia abusan sexualmente de ellas y las embarazan. Quizás la mejor manera de un padre amar a su hijo sea amarle a su madre. Quizás la mejor manera de un padre amar a su hijo sea amarle a su madre. El que los padres se amen entre sí y permanezcan unidos es para el hijo la mejor garantía de seguridad, porque de la convivencia amorosa de sus padres deriva su sustento físico, afectivo y espiritual con mayor certidumbre de io que puede darse en el caso de la ruptura conyugal. ¡Qué duda puede caber! Es más fácil hacerse cargo del hambre del hijo cuando éste llora con su estómago vacío muy cerca de nuestros oídos, que imaginarla a distancia cuando supuestamente su cuidado es responsabilidad de la madre. De igual manera, es más fácil ofrecer nutrición afectiva al niño que irrumpe intempestivamente al amanecer en la cama de sus padres (y no precisamente para acostarse a sus pies, sino en medio de ambos), que atender, aunque sea mínimamente, a aquel hijo que trata de asimilar la ausencia del padre porque de él lo separan calles, kilómetros o unos cuantos metros, pero con una madrastra de por medio que pretende ser el reemplazo de una madre que no ha muerto. De verdad, todo esto suena muy duro. Muchos padres y alguna que otra madre, me reprochan casi al oído y con mucha gentileza mi crudeza y falta de consideración para con ellos, que empujados por circunstancias muy especiales y casi siempre justificadas han tenido que destruir (léase reestructurar, si lo primero suena descortés) su matrimonio, en beneficio propio y de sus hijos: «Preferimos —dicen— separarnos civilizadamente que vivir como perros y gatos, haciendo sufrir a nuestros hijos con nuestro 1 Médico pediatra colombiano 2 desamor». A éstos siempre respondo de la misma manera: señores, por favor, si son capaces de separarse civilizadamente ¿por qué no son capaces de convivir civilizadamente? Si lo que buscan es el bien de todos, incluyendo, como afirman, a los hijos, es el vivir unidos —civilizadamente— aunque nunca falten disgustos, conflictos y desencuentros, lo que a la postre resulta menos grave. El sentar en la mente del hijo la idea de que los problemas no se enfrentan para resolverlos, sino que se eluden y que el amarse, no es un acto libre y a veces heroico de la voluntad, para el bien de todos, sino una ocurrencia azarosa que nos emparama como un aguacero inesperado, para luego irse como llegó, dejándonos el resfriado, es quizás el efecto más perverso de la separación paterna. Para tranquilidad de quienes leyendo estas líneas se rebullen en su asiento pensando que soy injusto con todos aquellos que se han separado con justa causa, he de aclarar que, por supuesto, hay casos en los cuales la separación era no una opción sino un deber en conciencia, por cuanto la convivencia conyugal era tan anómala que exponía a grave peligro físico, psíquico o moral a los convivientes, padres e hijos; aunque vale la pena hacer también la aclaración de que estos casos ruidosos, graves y evidentes a los ojos de cualquier persona sensata son en mi experiencia de asesor familiar, abrumadora minoría; siendo los más fruto de la soberbia, la ignorancia, la intolerancia, la flojera, la irresponsabilidad, la lujuria, la infidelidad y la inmadurez, que incluye todas las causas anteriores.

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