A los fieles laicos, a los religiosos y a los presbíteros de la
Iglesia de Tánger: PAZ Y BIEN.
Los discípulos
de Jesús, hoy lo mismo que ayer, preguntamos al Señor por el mundo, por el
sufrimiento de los pobres, por el cumplimiento de las esperanzas que hay en
nuestros sueños: ¿Es ahora cuando nos vas
a restaurar? ¿Hasta cuándo la injusticia, el odio, la violencia van a tener
en vilo nuestras vidas? ¿Has cuándo?
Y la respuesta
del Señor es hoy para nosotros la misma que oyeron entonces los discípulos: “Cuando el Espíritu Santo descienda sobre
vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos –mis mártires-”.
Que es como si
a todos hubiese dicho: Lo que yo tenía que hacer, está hecho. Falta lo que
habéis de hacer vosotros. El mundo que esperáis está en vuestras manos, pues
una vez recibido el Espíritu Santo, con él se os habrá dado la fuerza que
necesitáis para realizar vuestra esperanza.
El
mismo que “sube al cielo”, es el que ha de permanecer en la tierra:
Ése es el misterio: El mismo que ha dejado a sus
discípulos para subir el cielo, es el que ha de vivir en ellos para permanecer
con ellos en el mundo.
El mundo que
esperamos es el mundo de Jesús de Nazaret. El hombre que soñamos es el que
hemos conocido en Jesús de Nazaret. Y de él –de ese mundo, de ese hombre que es
Jesús de Nazaret- a nosotros se nos dice que hemos de ser testigos hasta los
confines de la tierra.
Ser testigos
de Jesús es hacerlo presente, es llenar de Cristo el mundo en que vivimos, es
dejarnos transformar en Cristo por la acción del Espíritu Santo.
Los testigos
del Señor haremos posible la paradoja de que haya subido al cielo el que se
queda con nosotros, el que se queda en nosotros, el que, precisamente porque es
de Dios, porque es todo de Dios, es el primer hombre de una humanidad nueva,
pacífica, esperanzada, resucitada y agradecida, aunque nunca deje de ser una
humanidad crucificada.
El
mismo que “sube al cielo”, es el que permanece en sus testigos:
Es la hora de
los testigos –la hora de los mártires- de Cristo Jesús. Lo ha sido desde el día
en que el Señor ascendió a la vida de Dios. Puede que hoy lo sea más que nunca.
La
indiferencia de los epulones, la corrupción de los necios, el pragmatismo de
opciones políticas y económicas, el fanatismo de los idólatras, han llenado de
víctimas los caminos de la humanidad.
La humillación
de los esclavizados se ha vuelto clamor en los oídos de Dios, un clamor que
resuena también en nuestros oídos y conmueve las entrañas.
En un mundo en
el que hay recursos para que todos puedan vivir en paz y con dignidad,
constatamos cada día que las guerras matan, el hambre mata, el fanatismo mata,
y la economía, que por principio sacrifica personas a beneficio, mata
ciertamente más que el fanatismo.
En ese mundo
al que somos enviados los testigos de Cristo resucitado, la muerte es negocio
que genera intereses elevados, reconocidos y garantizados.
El hombre del
mundo viejo ha interiorizado la certeza de que a la violencia sólo se puede
responder adecuadamente con otra violencia.
Tal vez por sí
solo nunca pueda desaprender esa certeza.
Tal vez la de
amar siempre y amar a todos sea una sabiduría que sólo Dios pueda enseñarnos.
Completada en
el libro de la vida de Jesús de Nazaret la lección sobre el amor, a los
discípulos se nos constituye testigos del Maestro, para que, también en el
libro de nuestra vida, todos puedan ver lo que de Jesús hemos aprendido.
Discípulos,
testigos, enviados como ovejas entre lobos, sin más defensa que la cruz del
Señor, sin más fuerza que la que nos da el Espíritu del Señor y su santa
operación: Eso es lo que somos. Eso ha hecho de nosotros la fe en Cristo Jesús.
La
misión de la Iglesia:
Queridos:
conocemos el mandato del Señor, “que nos
amemos unos a otros como él nos ha amado”.
Conocemos el
modo de cumplirlo: arrodillados a los pies de los hermanos como Jesús se
arrodilló a los pies de sus discípulos para lavárselos.
E intuimos que
ésa es nuestra misión en el mundo nuevo inaugurado por Cristo Jesús.
La fe nos dice
que el que hoy sube al cielo, es el mismo que ha descendido del cielo: Es el
que ha nacido pobre en Belén, ha vivido pobre en todos los caminos, y ha muerto
en una cruz sin disponer siquiera de un vestido de pudor para su cuerpo
martirizado.
La fe nos dice
que el que hoy sube al cielo es el que se anonadó a sí mismo, el que se despojó
de su rango, el que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz.
La fe nos dice
que el que hoy sube al cielo es amigo de publicanos y pecadores, se deja ungir
por prostitutas, se deja tocar por mujeres que tienen flujo de sangre, y no da
su aprobación para que se lapide a una mujer sorprendida en flagrante
adulterio.
Y esa misma fe
nos dice que es de él de quien hemos de ser testigos, que es él quien ha de
vivir en nosotros, que es de él de quien ha de hablar nuestra vida.
Ésta es
nuestra misión: Ser testigos de Cristo, Iglesia de Cristo, Iglesia-Cristo,
Iglesia pobre y humilde entre los humildes y los pobres, Iglesia mundo nuevo,
Iglesia humanidad nueva.
Con
la fuerza del Espíritu:
Lo dijo Jesús:
“Cuando venga él, el Espíritu de la
verdad, os guiará hasta la verdad plena”.
No podremos
aprender a Cristo si no nos guía el Espíritu de Cristo.
No podremos
ser de Cristo y en Cristo si no nos transforma el Espíritu de Cristo.
No podremos
ser testigos de Cristo –mártires de Cristo- si no nos mueve con su fuerza el
Espíritu de Cristo.
El Espíritu
Santo, que es el mismo en Jesús de Nazaret y en nosotros, nos unge, nos
transforma, nos mueve, nos envía, para renovar según el modelo que es Cristo la
faz de la tierra.
Feliz día de
la Ascensión del Señor.
Feliz día de
Pentecostés.
Feliz y
dichosa misión para hacer, con la fuerza del Espíritu, un mundo nuevo.
Tánger, 25 de mayo de 2017.
+ Fr.
Santiago Agrelo
Arzobispo de
Tánger
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