Ø
La confesión sacramental (2017). 29 documentos (81
páginas) de San Juan Pablo II, Benedicto XVI
y Papa Francisco.
LOS PAPAS HABLAN SOBRE EL SACRAMENTO DE LA CONFESIÓN
29 documentos de San Juan Pablo
II, Benedicto XVI, Francisco
Discursos a la Penitenciaría Apostólica y
otros documentos
***
Doce documentos de SAN JUAN PABLO II
·
1984: De la Exhortación Apostólica “Reconciliación y
Penitencia”, nn. 28 a 34.
·
1996: La confesión integra de los pecados mortales no es un peso sino un
medio de liberación.
·
1997: Los derechos de la conciencia no se pueden
contraponer al vigor objetivo de la ley.
·
1998: Las finalidades propias
del sacramento y lo que no se debe buscar en la confesión.
·
1999: Los puntos esenciales
sobre la Confesión que enseña el Catecismo
de la Iglesia Católica.
·
2000: En la reconciliación sacramental el perdón de Dios es fuente de
renacimiento espiritual y principio eficaz de santificación.
·
2001: El confesor, instrumento de un jubileo sin ocaso
·
2002: Importancia del
sacramento de la Penitencia para la santidad cristiana y sacerdotal
·
7 de abril de 2002: Carta
Apostólica “Misericordia Dei”, sobre algunos aspectos de la celebración del
Sacramento de la Penitencia.
·
2003: El sacerdote, en la
confesión, debe referir la enseñanza auténtica de la Iglesia.
·
2004: Sería ilusorio querer tender
a la santidad sin recibir con frecuencia y fervor este sacramento de la
conversión.
·
2005: Enseñad con claridad la
recta doctrina sobre la necesidad del sacramento de la Reconciliación para
acercarse a comulgar.
Seis documentos de Benedicto XVI
· 2007:
La confesión, sacramento del amor misericordioso de Dios.
· 2008:
En el centro de la celebración sacramental no está el pecado, sino la
misericordia de Dios.
· 2009:
Es urgente formar rectamente la conciencia de los fieles.
· 2010:
Es necesario volver al confesonario.
· 2011:
El valor pedagógico de la confesión sacramental.
· 2012:
En el confesionario también comienza la Nueva Evangelización.
once documentos de papa FRANCISCO
·
19 de febrero de 2014: «Celebrar el sacramento de la
Reconciliación significa ser envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de
la infinita misericordia del Padre»
·
6 de marzo de 2014: ¿Qué significa misericordia para los
sacerdotes?
·
28 de marzo de 2014: El
protagonista del ministerio de la Reconciliación es el Espíritu Santo
·
28 de marzo de 2014: Convertirse es un compromiso que dura
toda la vida
·
12 de marzo de 2015: Vivir el Sacramento como medio para educar en la
misericordia
·
13 de marzo de 2015: Ninguno puede ser excluido de la misericordia de
Dios
·
11 de abril de 2015: Los confesores están llamados a ser el signo del
primado de la misericordia. Misericordiae
Vultus, Bula de convocación del Jubileo de la Misericordia
·
4
de marzo de 2016: El confesor es instrumento de la Misericordia divina, imagen
del Padre
·
4 de marzo de 2016: Los Pastores son llamados a escuchar el grito de
cuantos desean encontrar al Señor
·
Libro-entrevista “El nombre de Dios es Misericordia” – II.
El regalo de la confesión
·
17 de marzo de 2017: El confesionario es lugar de evangelización y por
tanto de formación
******
SAN JUAN PABLO II
Exhortación Apostólica “Reconciliación y Penitencia” (nn. 28 a 34), 2 de diciembre de 1984
EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN
28. El
Sínodo, en todas sus fases y a todos los niveles de su desarrollo, ha considerado
con la máxima atención aquel signo sacramental que representa y a la vez realiza
la penitencia y la reconciliación. Este Sacramento ciertamente no agota en sí mismo
los conceptos de conversión y de reconciliación. En efecto, la Iglesia desde sus
orígenes conoce y valora numerosas y variadas formas de penitencia: algunas litúrgicas
o paralitúrgicas, que van desde el acto penitencial de la Misa a las funciones propiciatorias
y a las peregrinaciones; otras de carácter ascético, como el ayuno. Sin embargo,
de todos los actos ninguno es más significativo, ni divinamente más eficaz, ni más
elevado y al mismo tiempo accesible en su mismo rito, que el sacramento de la Penitencia.
El Sínodo, ya desde su preparación
y luego en las numerosas intervenciones habidas durante su desarrollo, en los trabajos
de los grupos y en las Propositiones finales,
ha tenido en cuenta la afirmación pronunciada muchas veces, con tonos y contenido
diversos: el Sacramento de la Penitencia está en crisis. Y el Sínodo ha tomado nota
de tal crisis. Ha recomendado una catequesis profunda, pero también un análisis
no menos profundo de carácter teológico, histórico, psicológico, sociológico y jurídico
sobre la penitencia en general y el Sacramento de la Penitencia en particular. Con
todo esto ha querido aclarar los motivos de la crisis y abrir el camino para una
solución positiva, en beneficio de la humanidad. Entre tanto, la Iglesia ha recibido
del Sínodo mismo una clara confirmación de su fe respecto al Sacramento por el que
todo cristiano y toda la comunidad de los creyentes recibe la certeza del perdón
mediante la sangre redentora de Cristo.
Conviene renovar y reafirmar esta fe en el momento en que ella podría debilitarse,
perder algo de su integridad o entrar en una zona de sombra y de silencio, amenazada
como está por la ya mencionada crisis en lo que ésta tiene de negativo. Insidian
de hecho al Sacramento de la Confesión, por un lado el obscurecimiento de la conciencia
moral y religiosa, la atenuación del sentido del pecado, la desfiguración del concepto
de arrepentimiento, la escasa tensión hacia una vida auténticamente cristiana; por
otro, la mentalidad, a veces difundida, de que se puede obtener el perdón directamente
de Dios incluso de modo ordinario, sin acercarse al Sacramento de la reconciliación,
y la rutina de una práctica sacramental acaso sin fervor ni verdadera espiritualidad,
originada quizás por una consideración equivocada y desorientadora sobre los efectos
del Sacramento.
Por tanto, conviene recordar las
principales dimensiones de este gran Sacramento.
«A quien perdonareis»
29. El
primer dato fundamental se nos ofrece en los Libros Santos del Antiguo y del Nuevo
Testamento sobre la misericordia del Señor y su perdón. En los Salmos y en la predicación
de los profetas el término misericordioso
es quizás el que más veces se atribuye al Señor, contrariamente al persistente cliché, según el cual el Dios del Antiguo
Testamento es presentado sobre todo como severo y punitivo. Así, en un Salmo, un
largo discurso sapiencial, siguiendo la tradición del Éxodo, se evoca de nuevo la
acción benigna de Dios en medio de su pueblo. Tal acción, aun en su representación
antropomórfica, es quizás una de las más elocuentes proclamaciones veterotestamentarias
de la misericordia divina. Baste citar aquí el versículo: «Pero es misericordioso
y perdonaba la iniquidad, y no los exterminó, refrenando muchas veces su ira para
que no se desfogara su cólera. Se acordó de que eran carne, un soplo que pasa y
no vuelve»[1]
En la plenitud de los tiempos, el
Hijo de Dios, viniendo como el Cordero que quita
y carga sobre sí el pecado del mundo[2], aparece como el que tiene
el poder tanto de juzgar[3] como el de perdonar los pecados[4], y que ha venido no para condenar,
sino para perdonar y salvar[5].
Ahora bien, este poder de perdonar
los pecados Jesús lo confiere, mediante el Espíritu Santo, a simples hombres, sujetos
ellos mismos a la insidia del pecado, es decir a sus Apóstoles: «Recibid el Espíritu
Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis,
les serán retenidos»[6]. Es ésta una de las novedades
evangélicas más notables. Jesús confirió tal poder a los Apóstoles incluso como
transmisible —así lo ha en tendido la Iglesia desde sus comienzos— a sus sucesores,
investidos por los mismos Apóstoles de la misión y responsabilidad de continuar
su obra de anunciadores del Evangelio y de ministros de la obra redentora de Cristo.
Aquí se revela en toda su grandeza
la figura del ministro del Sacramento de la Penitencia, llamado, por costumbre antiquísima,
el confesor.
Como en el altar donde celebra la
Eucaristía y como en cada uno de los Sacramentos, el Sacerdote, ministro de la Penitencia,
actúa «in persona Christi». Cristo, a quien él hace presente, y por su medio realiza
el misterio de la remisión de los pecados, es el que aparece como hermano del hombre[7], pontífice misericordioso,
fiel y compasivo[8],
pastor decidido a buscar la oveja perdida[9], médico que cura y conforta[10], maestro único que enseña
la verdad e indica los caminos de Dios[11], juez de los vivos y de los
muertos[12], que juzga según la verdad
y no según las apariencias[13].
Este es, sin duda, el más difícil
y delicado, el más fatigoso y exigente, pero también uno de los más hermosos y consoladores
ministerios del Sacerdote; y precisamente por esto, atento también a la fuerte llamada
del Sínodo, no me cansaré nunca de invitar a mis Hermanos Obispos y Presbíteros
a su fiel y diligente cumplimiento[14]. Ante la conciencia del fiel,
que se abre al confesor con una mezcla de miedo y de confianza, éste está llamado
a una alta tarea que es servicio a la penitencia y a la reconciliación humana: conocer
las debilidades y caídas de aquel fiel, valorar su deseo de recuperación y los esfuerzos
para obtenerla, discernir la acción del Espíritu santificador en su corazón, comunicarle
un perdón que sólo Dios puede conceder, «celebrar» su reconciliación con el Padre
representada en la parábola del hijo pródigo, reintegrar a aquel pecador rescatado
en la comunión eclesial con los hermanos, amonestar paternalmente a aquel penitente
con un firme, alentador y amigable «vete y no peques más»[15].
Para un cumplimiento eficaz de tal
ministerio, el confesor debe tener necesariamente cualidades humanas de prudencia, discreción, discernimiento, firmeza
moderada por la mansedumbre y la bondad. Él debe tener, también, una preparación
seria y cuidada, no fragmentaria sino integral y armónica, en las diversas ramas
de la teología, en la pedagogía y en la psicología, en la metodología del diálogo
y, sobre todo, en el conocimiento vivo y comunicativo de la Palabra de Dios. Pero
todavía es más necesario que él viva una vida espiritual intensa y genuina. Para
guiar a los demás por el camino de la perfección cristiana, el ministro de la Penitencia
debe recorrer en primer lugar él mismo este camino y, más con los hechos que con
largos discursos dar prueba de experiencia real de la oración vivida, de práctica
de las virtudes evangélicas teologales y morales, de fiel obediencia a la voluntad
de Dios, de amor a la Iglesia y de docilidad a su Magisterio.
Todo este conjunto de dotes humanas,
de virtudes cristianas y de capacidades pastorales no se improvisa ni se adquiere
sin esfuerzo. Para el ministerio de la Penitencia sacramental cada sacerdote debe
ser preparado ya desde los años del Seminario junto con el estudio de la teología
dogmática, moral, espiritual y pastoral (que son siempre una sola teología), las
ciencias del hombre, la metodología del diálogo y, especialmente, del coloquio pastoral.
Después deberá ser iniciado y ayudado en las primeras experiencias. Siempre deberá
cuidar la propia perfección y la puesta al día con el estudio permanente. ¡Qué tesoro
de gracia, de vida verdadera e irradiación espiritual no tendría la Iglesia si cada
Sacerdote se mostrase solícito en no faltar nunca, por negligencia o pretextos varios,
a la cita con los fieles en el confesionario, y fuera todavía más solícito en no
ir sin preparación o sin las indispensables cualidades humanas y las condiciones
espirituales y pastorales!
A este propósito debo recordar con
devota admiración las figuras de extraordinarios apóstoles del confesionario, como
San Juan Nepomuceno, San Juan María Vianney, San José Cafasso y San Leopoldo de
Castelnuovo, citando a los más conocidos que la Iglesia ha inscrito en el catálogo
de sus Santos. Pero yo deseo rendir homenaje también a la innumerable multitud de
confesores santos y casi siempre anónimos, a los que se debe la salvación de tantas
almas ayudadas por ellos en su conversión, en la lucha contra el pecado y las tentaciones,
en el progreso espiritual y, en definitiva, en la santificación. No dudo en decir
que incluso los grandes Santos canonizados han salido generalmente de aquellos confesionarios;
y con los Santos, el patrimonio espiritual de la Iglesia y el mismo florecimiento
de una civilización impregnada de espíritu cristiano. Honor, pues, a este silencioso
ejército de hermanos nuestros que han servido bien y sirven cada día a la causa
de la reconciliación mediante el ministerio de la Penitencia sacramental.
El Sacramento del perdón
30. De
la revelación del valor de este ministerio y del poder de perdonar los pecados,
conferido por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores, se ha desarrollado en la
Iglesia la conciencia del signo del perdón,
otorgado por medio del Sacramento de la Penitencia. Este da la certeza de que el
mismo Señor Jesús instituyó y confió a la Iglesia —como don de su benignidad y de
su «filantropía»[16]
ofrecida a todos— un Sacramento especial para el perdón de los pecados cometidos
después del Bautismo.
La práctica de este Sacramento, por
lo que se refiere a su celebración y forma, ha conocido un largo proceso de desarrollo,
como atestiguan los sacramentarios más antiguos, las actas de Concilios y de Sínodos
episcopales, la predicación de los Padres y la enseñanza de los Doctores de la Iglesia.
Pero sobre la esencia del Sacramento ha
quedado siempre sólida e inmutable en la conciencia de la Iglesia la certeza de que, por voluntad de Cristo,
el perdón es ofrecido a cada uno por medio de la absolución sacramental, dada por
los ministros de la Penitencia; es una certeza reafirmada con particular vigor tanto
por el Concilio de Trento[17], como por el Concilio Vaticano
II: «Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia
de Dios el perdón de la ofensa hecha a Él y al mismo tiempo se reconcilian con la
Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad,
con el ejemplo y las oraciones»[18]. Y como dato esencial de fe sobre el valor y la finalidad
de la Penitencia se debe reafirmar que Nuestro Salvador Jesucristo instituyó en
su Iglesia el Sacramento de la Penitencia, para que los fieles caídos en pecado
después del Bautismo recibieran la gracia y se reconciliaran con Dios[19].
La fe de la Iglesia en este Sacramento
comporta otras verdades fundamentales, que son ineludibles. El rito sacramental
de la Penitencia, en su evolución y variación de formas prácticas, ha conservado
siempre y puesto de relieve estas verdades. El Concilio Vaticano II, al prescribir
la reforma de tal rito, deseaba que éste expresara aún más claramente tales verdades[20], y esto ha tenido lugar con
el nuevo Rito de la Penitencia[21].
En efecto, éste ha tomado en su integridad la doctrina de la tradición recogida
por el Concilio Tridentino, transfiriéndola de su particular contexto histórico
(el de un decidido esfuerzo de esclarecimiento doctrinal ante las graves desviaciones
de la enseñanza genuina de la Iglesia) para traducirla fielmente en términos más
ajustados al contexto de nuestro tiempo.
Algunas convicciones fundamentales
31. Las
mencionadas verdades, reafirmadas con fuerza y claridad por el Sínodo, y presentes
en las Propositiones, pueden resumirse
en las siguientes convicciones de fe, en torno a las que se reúnen las demás afirmaciones
de la doctrina católica sobre el Sacramento de la Penitencia.
I. La primera
convicción es que, para un cristiano, el Sacramento
de la Penitencia es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión
de sus pecados graves cometidos después del Bautismo. Ciertamente, el Salvador y
su acción salvífica no están ligados a un signo sacramental, de tal manera que no
puedan en cualquier tiempo y sector de la historia de la salvación actuar fuera
y por encima de los Sacramentos. Pero en la escuela de la fe nosotros aprendemos
que el mismo Salvador ha querido y dispuesto que los humildes y preciosos Sacramentos
de la fe sean ordinariamente los medios eficaces por los que pasa y actúa su fuerza
redentora. Sería pues insensato, además de presuntuoso, querer prescindir arbitrariamente
de los instrumentos de gracia y de salvación que el Señor ha dispuesto y, en su
caso específico, pretender recibir el perdón prescindiendo del Sacramento instituido
por Cristo precisamente para el perdón. La renovación de los ritos, realizada después
del Concilio, no autoriza ninguna ilusión ni alteración en esta dirección. Esta
debía y debe servir, según la intención de la Iglesia, para suscitar en cada uno
de nosotros un nuevo impulso de renovación
de nuestra actitud interior, esto es, hacia una comprensión más profunda de la naturaleza
del Sacramento de la Penitencia; hacia una aceptación del mismo más llena de fe,
no ansiosa sino confiada; hacia una mayor frecuencia del Sacramento, que se percibe
como lleno del amor misericordioso del Señor.
II. La
segunda convicción se refiere a la función
del Sacramento de la Penitencia para quien acude a él. Este es, según la concepción
tradicional más antigua, una especie de acto
judicial; pero dicho acto se desarrolla ante un tribunal de misericordia, más
que de estrecha y rigurosa justicia, de modo que no es comparable sino por analogía
a los tribunales humanos[22], es decir, en cuanto que el
pecador descubre allí sus pecados y su misma condición de criatura sujeta al pecado;
se compromete a renunciar y a combatir el pecado; acepta la pena (penitencia sacramental) que el confesor le
impone, y recibe la absolución.
Pero reflexionando sobre la función
de este Sacramento, la conciencia de la Iglesia descubre en él, además del carácter
de juicio en el sentido indicado, un carácter terapéutico o medicinal. Y esto se relaciona con el hecho de que es
frecuente en el Evangelio la presentación de Cristo como médico[23], mientras su obra redentora
es llamada a menudo, desde la antigüedad cristiana, «medicina salutis». «Yo quiero
curar, no acusar», decía san Agustín refiriéndose a la práctica de la pastoral penitencial[24], y es gracias a la medicina
de la confesión que la experiencia del pecado no degenera en desesperación[25]. El Rito de la Penitencia alude a este aspecto medicinal del Sacramento[26], al que el hombre contemporáneo
es quizás más sensible, viendo en el pecado, ciertamente, lo que comporta de error,
pero todavía más lo que demuestra en orden a la debilidad y enfermedad humana.
Tribunal de misericordia o lugar
de curación espiritual; bajo ambos aspectos el Sacramento exige un conocimiento
de lo íntimo del pecador para poder juzgarlo y absolver, para asistirlo y curarlo.
Y precisamente por esto el Sacramento implica, por parte del penitente, la acusación
sincera y completa de los pecados, que tiene por tanto una razón de ser inspirada
no sólo por objetivos ascéticos (como el ejercicio de la humildad y de la mortificación),
sino inherente a la naturaleza misma del Sacramento.
III. La
tercera convicción, que quiero acentuar se refiere a las realidades o partes que componen el signo sacramental del perdón
y de la reconciliación. Algunas de estas realidades son actos del penitente, de diversa importancia, pero indispensable cada
uno o para la validez e integridad del signo, o para que éste sea fructuoso.
Una condición indispensable es, ante
todo, la rectitud y la transparencia de la conciencia
del penitente. Un hombre no se pone en el camino de la penitencia verdadera
y genuina, hasta que no descubre que el pecado contrasta con la norma ética, inscrita
en la intimidad del propio ser[27]; hasta que no reconoce haber
hecho la experiencia personal y responsable de tal contraste; hasta que no dice
no solamente «existe el pecado», sino «yo he pecado»; hasta que no admite que el
pecado ha introducido en su conciencia una división que invade todo su ser y lo
separa de Dios y de los hermanos. El signo sacramental de esta transparencia de
la conciencia es el acto tradicionalmente llamado examen de conciencia, acto que debe ser siempre no una ansiosa introspección
psicológica, sino la confrontación sincera y serena con la ley moral interior, con
las normas evangélicas propuestas por la Iglesia, con el mismo Cristo Jesús, que
es para nosotros maestro y modelo de vida, y con el Padre celestial, que nos llama
al bien y a la perfección[28].
Pero el acto esencial de la Penitencia,
por parte del penitente, es la contrición,
o sea, un rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de
no volver a cometerlo[29], por el amor que se tiene
a Dios y que renace con el arrepentimiento. La contrición, entendida así, es, pues,
el principio y el alma de la conversión,
de la metánoia evangélica que devuelve
el hombre a Dios, como el hijo pródigo que vuelve al padre, y que tiene en el Sacramento
de la Penitencia su signo visible, perfeccionador de la misma atrición. Por ello,
«de esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia»[30].
Remitiendo a cuanto la Iglesia, inspirada
por la Palabra de Dios, enseña sobre la contrición,
me urge subrayar aquí un aspecto de tal doctrina, que debe conocerse mejor y tenerse
presente. A menudo se considera la conversión
y la contrición bajo el aspecto de las
innegables exigencias que ellas comportan, y de la mortificación que imponen en
vista de un cambio radical de vida. Pero es bueno recordar y destacar que contrición y conversión son aún más un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo
encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una
liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría
perdida, la alegría de ser salvados[31], que la mayoría de los hombres
de nuestro tiempo ha dejado de gustar.
Se comprende, pues, que desde los
primeros tiempos cristianos, siguiendo a los Apóstoles y a Cristo, la Iglesia ha
incluido en el signo sacramental de la Penitencia la acusación de los pecados. Esta aparece tan importante que, desde
hace siglos, el nombre usual del Sacramento ha sido y es todavía el de confesión. Acusar los pecados propios es
exigido ante todo por la necesidad de que el pecador sea conocido por aquel que
en el Sacramento ejerce el papel de juez
—el cual debe valorar tanto la gravedad de los pecados, como el arrepentimiento
del penitente— y a la vez hace el papel de
médico, que debe conocer el estado del enfermo para ayudarlo y curarlo. Pero
la confesión individual tiene también el valor de signo; signo del encuentro del pecador con la mediación eclesial en
la persona del ministro; signo del propio reconocerse ante Dios y ante la Iglesia
como pecador, del comprenderse a sí mismo bajo la mirada de Dios. La acusación de
los pecados, pues, no se puede reducir a cualquier intento de autoliberación psicológica,
aunque corresponde a la necesidad legítima y natural de abrirse a alguno, la cual
es connatural al corazón humano; es un gesto litúrgico, solemne en su dramaticidad,
humilde y sobrio en la grandeza de su significado. Es el gesto del hijo pródigo
que vuelve al padre y es acogido por él con el beso de la paz; gesto de lealtad
y de valentía; gesto de entrega de sí mismo, por encima del pecado, a la misericordia
que perdona[32].
Se comprende entonces por qué la acusación
de los pecados debe ser ordinariamente individual y no colectiva, ya que el
pecado es un hecho profundamente personal. Pero, al mismo tiempo, esta acusación
arranca en cierto modo el pecado del secreto del corazón y, por tanto, del ámbito
de la pura individualidad, poniendo de relieve también su carácter social, porque
mediante el ministro de la Penitencia es la Comunidad eclesial, dañada por el pecado,
la que acoge de nuevo al pecador arrepentido y perdonado.
Otro momento esencial del Sacramento
de la Penitencia compete ahora al confesor juez y médico, imagen de Dios Padre que
acoge y perdona a aquél que vuelve: es la
absolución. Las palabras que la expresan y los gestos que la acompañan en el
antiguo y en el nuevo Rito de la Penitencia
revisten una sencillez significativa en su grandeza. La fórmula sacramental: «Yo
te absuelvo...», y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre
el penitente, manifiestan que en aquel momento
el pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia
de Dios. Es el momento en el que, en respuesta al penitente, la Santísima Trinidad
se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza salvífica
de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es comunicada al mismo penitente como
«misericordia más fuerte que la culpa y la ofensa», según la definí en la Encíclica
Dives in misericordia. Dios es siempre
el principal ofendido por el pecado —«tibi soli peccavi»—, y sólo Dios puede perdonar.
Por esto la absolución que el Sacerdote, ministro del perdón —aunque él mismo sea
pecador— concede al penitente, es el signo eficaz de la intervención del Padre en
cada absolución y de la «resurrección» tras la «muerte espiritual», que se renueva
cada vez que se celebra el Sacramento de la Penitencia. Solamente la fe puede asegurar
que en aquel momento todo pecado es perdonado
y borrado por la misteriosa intervención del Salvador.
La satisfacción es el acto final, que corona el signo sacramental de la
Penitencia. En algunos Países lo que el penitente perdonado y absuelto acepta cumplir,
después de haber recibido la absolución, se llama precisamente penitencia. ¿Cuál es el significado de esta
satisfacción que se hace, o de esta penitencia que se cumple? No es ciertamente
el precio que se paga por el pecado absuelto y por el perdón recibido; porque ningún
precio humano puede equivaler a lo que se ha obtenido, fruto de la preciosísima
Sangre de Cristo. Las obras de satisfacción —que, aun conservando un carácter de
sencillez y humildad, deberían ser más expresivas de lo que significan— «quieren
decir cosas importantes: son el signo del
compromiso personal que el cristiano ha asumido ante Dios, en el Sacramento,
de comenzar una existencia nueva (y por ello no deberían reducirse solamente a algunas
fórmulas a recitar, sino que deben consistir en acciones de culto, caridad, misericordia
y reparación); incluyen la idea de que el pecador perdonado es capaz de unir su
propia mortificación física y espiritual, buscada o al menos aceptada, a la Pasión
de Jesús que le ha obtenido el perdón; recuerdan que también después de la absolución
queda en el cristiano una zona de sombra, debida a las heridas del pecado, a la
imperfección del amor en el arrepentimiento, a la debilitación de las facultades
espirituales en las que obra un foco infeccioso de pecado, que siempre es necesario
combatir con la mortificación y la penitencia. Tal es el significado de la humilde,
pero sincera, satisfacción[33].
IV. Queda
por hacer una breve alusión a otras importantes
convicciones sobre el Sacramento de la Penitencia.
Ante todo, hay que afirmar que nada
es más personal e íntimo que este Sacramento en el que el pecador se encuentra ante
Dios solo con su culpa, su arrepentimiento y su confianza. Nadie puede arrepentirse
en su lugar ni puede pedir perdón en su nombre. Hay una cierta soledad del pecador
en su culpa, que se puede ver dramáticamente representada en Caín con el pecado
«como fiera acurrucada a su puerta», como dice tan expresivamente el Libro del Génesis, y con aquel signo particular
de maldición, marcado en su frente[34]; o en David, reprendido por
el profeta Natán[35];
o en el hijo pródigo, cuando toma conciencia de la condición a la que se ha reducido
por el alejamiento del padre y decide volver a él[36]: todo tiene lugar solamente
entre el hombre y Dios. Pero al mismo tiempo es innegable la dimensión social de
este Sacramento, en el que es la Iglesia entera —la militante, la purgante y la
gloriosa del Cielo— la que interviene para socorrer al penitente y lo acoge de nuevo
en su regazo, tanto más que toda la Iglesia había sido ofendida y herida por su
pecado. El Sacerdote, ministro de la penitencia, aparece en virtud de su ministerio
sagrado como testigo y representante de esa dimensión eclesial. Son dos aspectos
complementarios del Sacramento: la individualidad y la eclesialidad, que la reforma
progresiva del rito de la Penitencia, especialmente la del Ordo Paenitentiae promulgada por Pablo VI, ha tratado de poner de relieve
y de hacer más significativos en su celebración.
V. Hay
que subrayar también que el fruto más precioso del perdón obtenido en el Sacramento
de la Penitencia consiste en la reconciliación con Dios, la cual tiene lugar en
la intimidad del corazón del hijo pródigo, que es cada penitente. Pero hay que añadir
que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones
que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia
consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia
verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de
algún modo; se reconcilia con la Iglesia; se reconcilia con toda la creación. De
tal convencimiento, al terminar la celebración —y siguiendo la invitación de la
Iglesia— surge en el penitente el sentimiento de agradecimiento a Dios por el don
de la misericordia recibida.
Cada confesionario es un lugar privilegiado
y bendito desde el cual, canceladas las divisiones, nace nuevo e incontaminado un
hombre reconciliado, un mundo reconciliado.
VI. Finalmente,
tengo particular interés en hacer una última
consideración, que se dirige a todos nosotros Sacerdotes que somos los ministros
del Sacramento de la Penitencia, pero que somos también —y debemos serlo— sus beneficiarios.
La vida espiritual y pastoral del Sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos,
depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal del
Sacramento de la Penitencia[37]. La celebración de la Eucaristía
y el ministerio de los otros Sacramentos, el celo pastoral, la relación con los
fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración con el Obispo, la vida de
oración, en una palabra toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento,
si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado
en una auténtica fe y devoción al Sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que
no se confesase o se confesase mal, su ser
como sacerdote y su ministerio se
resentirían muy pronto, y se daría cuenta también la Comunidad de la que es pastor.
Pero añado también que el Sacerdote
—incluso para ser un ministro bueno y eficaz de la Penitencia— necesita recurrir
a la fuente de gracia y santidad presente en este Sacramento. Nosotros Sacerdotes
basándonos en nuestra experiencia personal, podemos decir con toda razón que, en
la medida en la que recurrimos atentamente al Sacramento de la Penitencia y nos
acercamos al mismo con frecuencia y con buenas disposiciones, cumplimos mejor nuestro
ministerio de confesores y aseguramos el beneficio del mismo a los penitentes. En
cambio, este ministerio perdería mucho de su eficacia, si de algún modo dejáramos
de ser buenos penitentes. Tal es la lógica
interna de este gran Sacramento. Él nos invita a todos nosotros, Sacerdotes
de Cristo, a una renovada atención en nuestra confesión personal.
A su vez, la experiencia personal
es, y debe ser hoy, un estímulo para el
ejercicio diligente, regular, paciente y fervoroso del sagrado ministerio de la
Penitencia, en que estamos comprometidos en virtud de nuestro sacerdocio, de nuestra
vocación a ser pastores y servidores de nuestros hermanos. También con la presente
Exhortación dirijo, pues, una insistente invitación a todos los Sacerdotes del mundo,
especialmente a mis Hermanos en el episcopado y a los Párrocos, a que faciliten
con todas sus fuerzas la frecuencia de los fieles a este Sacramento, y pongan en
acción todos los medios posibles y convenientes, busquen todos los caminos para
hacer llegar al mayor número de nuestros hermanos la «gracia que nos ha sido dada»
mediante la Penitencia para la reconciliación de cada alma y de todo el mundo con
Dios en Cristo.
Las formas de la celebración
32. Siguiendo
las indicaciones del Concilio Vaticano II, el Ordo Paenitentiae ha autorizado tres formas que, salvando siempre los
elementos esenciales, permiten adaptar la celebración del Sacramento de la Penitencia
a determinadas circunstancias pastorales.
La primera forma —reconciliación de cada penitente— constituye
el único modo normal y ordinario de la celebración sacramental, y no puede ni debe
dejar de ser usada o descuidada. La segunda —reconciliación
de varios penitentes con confesión y absolución individual—, aunque con los
actos preparatorios permite subrayar más los aspectos comunitarios del Sacramento,
se asemeja a la primera forma en el acto sacramental culminante, que es la confesión
y la absolución individual de los pecados, y por eso puede equipararse a la primera
forma en lo referente a la normalidad del rito. En cambio, la tercera —reconciliación de varios penitentes con confesión
y absolución general— reviste un carácter de excepción y por tanto no queda
a la libre elección, sino que está regulada por la disciplina fijada para el caso.
La primera forma permite la valorización
de los aspectos más propiamente personales —y esenciales— que están comprendidos
en el itinerario penitencial. El diálogo entre penitente y confesor, el conjunto
mismo de los elementos utilizados (los textos bíblicos, la elección de la forma
de «satisfacción», etc.) son elementos que hacen la celebración sacramental más
adecuada a la situación concreta del penitente. Se descubre el valor de tales elementos
cuando se piensa en las diversas razones que llevan al cristiano a la penitencia
sacramental: una necesidad de reconciliación personal y de readmisión a la amistad
con Dios, obteniendo la gracia perdida a causa del pecado; una necesidad de verificación
del camino espiritual y, a veces, de un discernimiento vocacional más preciso; otras
muchas veces una necesidad y deseo de salir de un estado de apatía espiritual y
de crisis religiosa. Gracias también a su índole individual la primera forma de
celebración permite asociar el Sacramento de la Penitencia a algo distinto, pero
conciliable con ello: me refiero a la dirección
espiritual. Es pues cierto que la decisión y el empeño personal están claramente
significados y promovidos en esta primera forma.
La segunda forma de celebración,
precisamente por su carácter comunitario y por la modalidad que la distingue, pone
de relieve algunos aspectos de gran importancia: la Palabra de Dios escuchada en
común tiene un efecto singular respecto a su lectura individual, y subraya mejor
el carácter eclesial de la conversión y de la reconciliación. Esta resulta particularmente
significativa en los diversos tiempos del año litúrgico y en conexión con acontecimientos
de especial importancia pastoral. Baste indicar aquí que para su celebración es
oportuna la presencia de un número suficiente de confesores.
Es natural, por tanto, que los criterios
para establecer a cuál de las dos formas de celebración se deba recurrir estén dictados
no por motivaciones coyunturales y subjetivas, sino por el deseo de obtener el verdadero
bien espiritual de los fieles, obedeciendo a la disciplina penitencial de la Iglesia.
Será bueno también recordar que,
para una equilibrada orientación espiritual y pastoral al respecto, es necesario
seguir atribuyendo gran valor y educar a los fieles a recurrir al Sacramento de
la Penitencia incluso sólo para los pecados veniales, como lo atestiguan una tradición
doctrinal y una praxis ya seculares.
Aun sabiendo y enseñando que los
pecados veniales son perdonados también de otros modos —piénsese en los actos de
dolor, en las obras de caridad, en la oración, en los ritos penitenciales—, la Iglesia
no cesa de recordar a todos la riqueza singular del momento sacramental también
con referencia a tales pecados. El recurso frecuente al Sacramento —al que están
obligadas algunas categorías de fieles— refuerza la conciencia de que también los
pecados menores ofenden a Dios y dañan a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y su celebración
es para ellos «la ocasión y el estímulo para conformarse más íntimamente a Cristo
y a hacerse más dóciles a la voz del Espíritu»[38]. Sobre todo hay que subrayar
el hecho de que la gracia propia de la celebración sacramental tiene una gran virtud
terapéutica y contribuye a quitar las raíces mismas del pecado.
El cuidado del aspecto celebrativo[39], con particular referencia
a la importancia de la Palabra de Dios, leída, recordada y explicada, cuando sea
posible y oportuno, a los fieles y con los fieles, contribuirá a vivificar la práctica
del Sacramento y a impedir que caiga en una formalidad o rutina. El penitente habrá
de ser más bien ayudado a descubrir que está viviendo un acontecimiento de salvación,
capaz de infundir un nuevo impulso de vida y una verdadera paz en el corazón. Este
cuidado por la celebración llevará también a fijar en cada Iglesia los tiempos apropiados para la celebración del Sacramento,
y a educar a los fieles, especialmente los niños y jóvenes, a atenerse a ellos en
vía ordinaria, excepto en casos de necesidad en los que el pastor de almas deberá
mostrarse siempre dispuesto a acoger de buena gana a quien recurra a él.
La celebración del Sacramento con
absolución general
33. En
el nuevo ordenamiento litúrgico y, más recientemente, en el nuevo Código de Derecho Canónico[40],
se precisan las condiciones que legitiman el recurso al «rito de la reconciliación
de varios penitentes con confesión y absolución general». Las normas y las disposiciones
dadas sobre este punto, fruto de madura y equilibrada consideración, deben ser acogidas
y aplicadas, evitando todo tipo de interpretación arbitraria.
Es oportuno reflexionar de manera
más profunda sobre los motivos que imponen la celebración de la Penitencia en una
de las dos primeras formas y que permiten el recurso a la tercera forma. Ante todo
hay una motivación de fidelidad a la voluntad
del Señor Jesús, transmitida por la doctrina de la Iglesia, y de obediencia, además, a las leyes de la
Iglesia. El Sínodo ha ratificado en una de sus Propositiones la enseñanza inalterada que la Iglesia ha recibido de
la más antigua Tradición, y la ley con la que ella ha codificado la antigua praxis
penitencial: la confesión individual e íntegra de los pecados con la absolución
igualmente individual constituye el único
modo ordinario, con el que el fiel, consciente de pecado grave, es reconciliado
con Dios y con la Iglesia. De esta ratificación de la enseñanza de la Iglesia, resulta
claramente que cada pecado grave debe ser
siempre declarado, con sus circunstancias determinantes, en una confesión individual.
Hay también una motivación de orden pastoral. Si es verdad que, recurriendo
a las condiciones exigidas por la disciplina canónica, se puede hacer uso de la
tercera forma de celebración, no se debe olvidar sin embargo que ésta no puede convertirse en forma ordinaria,
y que no puede ni debe usarse —lo ha repetido el Sínodo— si no es «en casos de grave
necesidad», quedando firme la obligación de confesar individualmente los pecados
graves antes de recurrir de nuevo a otra absolución general. El Obispo, por tanto,
al cual únicamente toca, en el ámbito de su diócesis, valorar si existen en concreto
las condiciones que la ley canónica establece para el uso de la tercera forma, dará
este juicio sintiendo la grave carga que pesa
sobre su conciencia en el pleno respeto de la ley y de la praxis de la Iglesia,
y teniendo en cuenta, además, los criterios y orientaciones concordados —sobre la
base de las consideraciones doctrinales y pastorales antes expuestas— con los otros
miembros de la Conferencia Episcopal. Igualmente, será siempre una auténtica preocupación
pastoral poner y garantizar las condiciones que hacen que el recurso a la tercera
forma sea capaz de dar los frutos espirituales para los que está prevista. Ni el
uso excepcional de la tercera forma de celebración deberá llevar jamás a una menor
consideración, y menos al abandono, de las formas ordinarias, ni a considerar esta
forma como alternativa a las otras dos; no se deja en efecto a la libertad de los
pastores y de los fieles el escoger entre las mencionadas formas de celebración
aquella considerada más oportuna. A los pastores queda la obligación de facilitar
a los fieles la práctica de la confesión íntegra e individual de los pecados, lo
cual constituye para ellos no sólo un deber, sino también un derecho inviolable
e inalienable, además de una necesidad del alma. Para los fieles el uso de la tercera
forma de celebración comporta la obligación de atenerse a todas las normas que regulan
su práctica, comprendida la de no recurrir de nuevo a la absolución general antes
de una regular confesión íntegra e individual de los pecados, que debe hacerse lo
antes posible. Sobre esta norma y la obligación de observarla, los fieles deben
ser advertidos e instruidos por el Sacerdote antes de la absolución.
Con este llamamiento a la doctrina
y a la ley de la Iglesia deseo inculcar en todos el vivo sentido de responsabilidad,
que debe guiarnos al tratar las cosas sagradas, que no son propiedad nuestra, como
es el caso de los Sacramentos, o que tienen derecho a no ser dejadas en la incertidumbre
y en la confusión, como es el caso de las conciencias. Cosas sagradas —repito— son
unas y otras —los Sacramentos y las conciencias—, y exigen por parte nuestra ser
servidas en la verdad.
Esta es la razón de la ley de la
Iglesia.
Algunos casos más delicados
34. Creo
que debo hacer en este momento una alusión, aunque brevísima, a un caso pastoral
que el Sínodo ha querido tratar —en cuanto le era posible hacerlo—, y que contempla
también una de las Propositiones. Me refiero
a ciertas situaciones, hoy no raras, en las que se encuentran algunos cristianos,
deseosos de continuar la práctica religiosa sacramental, pero que se ven impedidos
por su situación personal, que está en oposición a las obligaciones asumidas libremente
ante Dios y la Iglesia. Son situaciones que se presentan como particularmente delicadas
y casi insolubles.
Durante el Sínodo, no pocas intervenciones
que expresaban el parecer general de los Padres, han puesto de relieve la coexistencia
y la mutua influencia de dos principios, igualmente importantes, ante estos casos.
El primero es el principio de la compasión y de la misericordia, por el que la Iglesia,
continuadora de la presencia y de la obra de Cristo en la historia, no queriendo
la muerte del pecador sino que se convierta y viva[41], atenta a no romper la caña
rajada y a no apagar la mecha que humea todavía[42], trata siempre de ofrecer,
en la medida en que le es posible, el camino del retorno a Dios y de la reconciliación
con Él. El otro es el principio de la verdad y de la coherencia, por el cual la
Iglesia no acepta llamar bien al mal y mal al bien. Basándose en estos dos principios
complementarios, la Iglesia desea invitar a sus hijos, que se encuentran en estas
situaciones dolorosas, a acercarse a la misericordia divina por otros caminos, pero
no por el de los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, hasta que no hayan
alcanzado las disposiciones requeridas.
Sobre esta materia, que aflige profundamente
también nuestro corazón de pastores, he creído deber mío decir palabras claras en
la Exhortación Apostólica Familiaris consortio,
por lo que se refiere al caso de divorciados casados de nuevo[43], o en cualquier caso al de
cristianos que conviven irregularmente.
Asimismo siento el vivo deber de
exhortar, en unión con el Sínodo, a las comunidades eclesiales y sobre todo a los
Obispos, para que presten toda ayuda posible a aquellos Sacerdotes que, faltando
a los graves compromisos asumidos en la Ordenación, se encuentran en situaciones
irregulares. Ninguno de estos hermanos debe sentirse abandonado por la Iglesia.
Para todos aquellos que no se encuentran
actualmente en las condiciones objetivas requeridas por el Sacramento de la Penitencia,
las muestras de bondad maternal por parte de la Iglesia, el apoyo de actos de piedad
fuera de los Sacramentos, el esfuerzo sincero por mantenerse en contacto con el
Señor, la participación a la Misa, la repetición frecuente de actos de fe, de esperanza
y de caridad, de dolor lo más perfecto posible, podrán preparar el camino hacia
una reconciliación plena en la hora que sólo la Providencia conoce.
_______________________
La confesión integra de los pecados mortales no es un peso sino un medio de liberación
Mensaje al cardenal William Wakefield Baum,
penitenciario mayor, al final del curso anual sobre el fuero interno
22 de marzo de 1996
Al señor cardenal
William Wakefield BAUM penitenciario mayor
1. Al
acercarse a su conclusión el curso sobre el fuero interno, que esa
Penitenciaría apostólica suele organizar desde hace algunos años para nuevos
sacerdotes o próximos candidatos al sacerdocio, deseosos de prepararse para
ejercer mejor el mandato salvífico del Señor que perdona, me alegra hacer
llegar a todos los participantes, a través de usted, señor cardenal, un
especial mensaje que les testimonie mi complacencia y, al mismo tiempo, oriente
su compromiso al servicio de los hermanos.
En
anteriores ocasiones he tratado sobre el tema del sacramento de la penitencia
desde diversos ángulos, ilustrando las funciones del confesor bajo la
perspectiva doctrinal, ascética y psicológica con vistas al cumplimiento
perfecto, en la medida de lo posible, de su elevadísima misión.
Un medio de santificación
2.
Quisiera ahora pasar a la consideración explícita, aunque desde luego no
exhaustiva, de algunos aspectos relativos a quien es el beneficiario del sagrado rito de la penitencia: él, en la
confesión sacramental, puede y debe renovar, consolidar dirigir a la santidad
su vida cristiana, es decir, la vida de la caridad sobrenatural, que se alcanza
y se ejerce en la Iglesia hacia Dios, nuestro Padre, y hacia los hombres,
nuestros hermanos.
En el
sacramento de la penitencia, sacramento de la confesión y de la reconciliación,
se renueva como historia personal de toda alma el pasaje evangélico del
publicano, que salió del templo justificado: «En cambio el publicano,
manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que
se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy
pecador!”. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo
el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lc 18, 13-14).
Reconocer
la propia miseria ante la presencia de Dios no significa envilecerse, sino
vivir la verdad de la propia condición y así conseguir la verdadera grandeza de
la justicia y de la gracia después de la caída en el pecado, efecto de la
malicia y de la debilidad; es elevarse a la más alta paz del espíritu, entrando
en relación vital con Dios misericordioso y fiel. La verdad así vivida es la
única que en la condición humana nos hace realmente libres: lo atestigua la
palabra de Dios (cf. Jn 8, 31-34),
que, refiriéndose a nuestra condición moral, explicita la luz traída al hombre
por el Verbo eterno en el kairós de
la plenitud de los tiempos.
El dolor se funda en motivos sobrenaturales
3. La
verdad que viene del Verbo y debe llevarnos a él, explica por qué la confesión
sacramental debe brotar e ir acompañada no de un mero impulso psicológico, como
si el sacramento fuera un sucedáneo de terapias precisamente psicológicas, sino
del dolor fundado en motivos
sobrenaturales, porque el pecado viola la caridad hacia Dios, sumo Bien, ha
causado los sufrimientos del Redentor y nos produce la pérdida de los bienes
eternos.
En
esta perspectiva resulta claro que la confesión debe ser humilde e íntegra, y que debe ir acompañada del propósito sólido y generoso de enmienda
para el futuro y, finalmente, de la confianza
de conseguir esta misma enmienda.
Por lo
que se refiere a la humildad, es evidente que sin ella la acusación de los pecados
sería una enumeración inútil o, peor aún, una perversa reivindicación del
derecho de cometerlos: el «Non serviam»,
por el que cayeron los ángeles rebeldes y el primer hombre se perdió a sí mismo
y a su descendencia. En cambio, la humildad se identifica con la detestación
del mal: «Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra
ti, contra ti solo pequé; cometí la maldad que aborreces. En la sentencia
tendrás razón; en el juicio resultarás inocente» (Sal 51/50, 5-6).
Doctrina de la Iglesia
4. La
confesión, además, debe ser íntegra, en el sentido de que debe enunciar «omnia peccata mortalia», como afirma
expresamente, en la sesión XIV, en el capítulo V, el concilio de Trento, que
explica esta necesidad no como una simple prescripción disciplinar de la
Iglesia, sino como exigencia de derecho divino, porque en la misma institución
del sacramento así lo estableció el Señor: «Ex institutione sacramenti
pænitentiæ (...) universa Ecclesia semper intellexit institutam etiam esse a
Domino integram peccatorum confessionem et omnibus post baptismum lapsis iure
divino necessariam exsistere quia Dominus noster Iesus Christus, e terris
ascensurus ad cælos, sacerdotes sui ipsius vicarios reliquit, tamquam præsides
et iudices, ad quos omnia mortalia crimina deferantur, in quæ Christi fideles
ceciderint» (Denzinger-Schönmetzer,
1.679).
(«De
la institución del sacramento de la penitencia (...), entendió siempre la
Iglesia universal que fue también instituida por el Señor la confesión integra
de los pecados, y que es por derecho divino necesaria a todos los caídos
después del bautismo, porque nuestro Señor Jesucristo, estando para subir de la
tierra a los cielos, dejó por vicarios suyos a los sacerdotes, como presidentes
y jueces, ante quienes se acusen todos los pecados mortales en que hubieren
caído los fieles de Cristo»).
Los
cánones 7 y 8 de la misma sesión enuncian, con precisa forma jurídica, todo
ello:
Canon 7: «Si quis
dixerit in sacramento pænitentiæ ad remissionem peccatorum necessarium non esse
iure divino confiteri omnia et singula peccata mortalia, quorum memoria cum
debita et diligenti præmeditatione habeatur, etiam occulta, et quæ sunt contra
duo ultima decalogi præcepta, et circumstantias, quæ peccati speciem mutant;
sed eam confessionem tantum esse utilem ad erudiendum et consolandum
pænitentem, et olim observatam fuisse tantum ad satisfactionem canonicam
imponendam; aut dixerit eos, qui omnia peccata confiteri student, nihil
relinquere velle divinæ misericordiæ ignoscendum; aut demum non licere
confiteri peccata venialia: anathema sit» (Denzinger-Schönmetzer,
1.707).
(«Si
alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la
penitencia no es necesario de derecho divino confesar todos y cada uno de los
pecados mortales de que, con debida y diligente premeditación, se tenga
memoria, aun los ocultos y los que son contra los dos últimos mandamientos del
decálogo, y las circunstancias que cambian la especie del pecado; sino que esa
confesión sólo es útil para instruir y consolar al penitente, y antiguamente
sólo se observó para imponer la satisfacción canónica; o dijere que aquellos
que se esfuerzan en confesar todos sus pecados, nada quieren dejar a la divina
misericordia para ser perdonado; o, en fin, que no es lícito confesar los
pecados veniales, sea anatema»).
Canon 8: «Si quis
dixerit confessionem omnium peccatorum, qualem Ecclesia servat, esse
impossibilem, et traditionem humanam a piis abolendam; aut ad eam non teneri
omnes et singulos utriusque sexus Christi fideles iuxta magni Concilii
Lateranensis constitutiones semel in anno et ob id suadendum esse Christi
fidelibus ut non confiteantur tempore Quadragesimæ, anathema sit» (Denzinger-Schönmetzer, 1.708).
(«Si
alguno dijere que la confesión de todos los pecados, cual la guarda la Iglesia,
es imposible y una tradición humana que debe ser abolida por los piadosos; o
que no están obligados a ello una vez al año todos los fieles de Cristo de uno
y otro sexo, conforme a la constitución del gran concilio de Letrán, y que, por
ende, hay que persuadir a los fieles de Cristo que no se confiesen en el tiempo
de Cuaresma, sea anatema»).
Propósito de enmienda
5. En
parte por la errónea reducción del valor moral a la sola —así llamada— opción fundamental; en parte por la
reducción, igualmente errónea, de los contenidos de la ley moral al solo
mandamiento de la caridad, a menudo entendido vagamente con exclusión de los
demás pecados; en parte también —y tal vez ésta es la motivación más difundida
de ese comportamiento— por una interpretación arbitraria y reductiva de la libertad de los hijos de Dios,
querida como pretendida relación de confidencia privada prescindiendo de la
mediación de la Iglesia, por desgracia hoy no pocos fieles, al acercarse al
sacramento de la penitencia, no hacen la
acusación completa de los pecados mortales en el sentido —que acabo de
recordar—del concilio de Trento y, en ocasiones, reaccionan ante el sacerdote
confesor, que cumpliendo su deber interroga con vistas a la necesaria
integridad, como si se permitiera una indebida intromisión en el sagrario de la
conciencia. Espero y pido a Dios que estos fieles poco iluminados queden
convencidos, también en virtud de esta enseñanza, de que la norma por la que se
exige la integridad especifica y numérica, en la medida en que la memoria
honradamente interrogada permite conocer, no es un peso que se les impone
arbitrariamente, sino un medio de liberación y de serenidad.
Además,
es evidente por sí mismo que la acusación de los pecados debe incluir el propósito serio de no cometer ninguno más en
el futuro. Si faltara esta disposición del alma, en realidad no habría
arrepentimiento, pues éste se refiere al mal moral como tal y, por
consiguiente, no tomar posición contraria respecto a un mal moral posible sería
no detestar el mal, no tener arrepentimiento. Pero al igual que éste debe
brotar ante todo del dolor de haber ofendido a Dios, así el propósito de no pecar debe fundarse en la
gracia divina, que el Señor no permite que falte nunca a quien hace lo que
puede para actuar de forma correcta.
Si
quisiéramos apoyar sólo en nuestra fuerza, o principalmente en nuestra fuerza,
la decisión de no volver a pecar, con una pretendida autosuficiencia, casi
estoicismo cristiano o pelagianismo redivivo, iríamos contra la verdad sobre el
hombre de la que hemos partido, como si declaráramos al Señor, más o menos
conscientemente, que no tenemos necesidad de él. Por lo demás, conviene
recordar que una cosa es la existencia del propósito sincero, y otra el juicio de la inteligencia sobre el futuro.
En efecto, es posible que, aun en la lealtad del propósito de no volver a
pecar, la experiencia del pasado y la conciencia de la debilidad actual
susciten el temor de nuevas caídas; pero eso no va contra la autenticidad del
propósito, cuando a ese temor va unida la voluntad, apoyada por la oración, de
hacer lo que es posible para evitar la culpa.
Confianza en la misericordia divina
6. Y
aquí vuelve la consideración de la confianza,
que debe acompañar el rechazo del pecado, la humilde acusación del mismo y la
firme voluntad de no volver a pecar. Confianza
es ejercicio, posible y debido, de la esperanza sobrenatural, por la que
esperamos de la Bondad divina, por sus promesas y por los méritos de Jesucristo
Salvador, la vida eterna y las gracias necesarias para conseguirla. Es acto
también de aquella estima que nos debemos a nosotros mismos, en cuanto
criaturas de Dios, que ya por naturaleza nos ha hecho nobles por encima de toda
la creación material, nos ha elevado a la gracia y nos ha redimido misericordiosamente;
es estímulo a comprometernos con todas nuestras fuerzas, donde la desconfianza
es escepticismo y frialdad paralizante.
A este
respecto, es de valor decisivo la enseñanza que nos ofrece el Evangelio acerca
de la tragedia conclusiva de la traición de Judas y la reparación salvadora de
Pedro. Judas se arrepintió. El Evangelio es explícito a este respecto:
«Entonces Judas, el que le entregó, viendo que había sido condenado, fue
acosado por el remordimiento, y devolvió las treinta monedas de plata a los
sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: “Pequé entregando sangre
inocente”» (Mt 27, 3-4). Ahora bien,
no vinculó este arrepentimiento a la palabra que Jesús le había dicho,
precisamente mientras Judas realizaba su traición: «Amigo» (Mt 26, 48), no tuvo confianza y se quitó
la vida. Pedro había caído, casi con la misma gravedad, por tres veces, pero
confió y, habiendo hecho después de la Pascua la triple reparación mediante el
amor, fue confirmado por Cristo en su ministerio. San Juan nos da admirablemente
la razón, la fuerza, la dulzura de nuestras esperanzas: «Nosotros hemos
conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es amor y quien
permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16).
Formar bien a los fieles
7.
Dirigiéndome a los participantes en el curso, tengo presente en mi espíritu a
todos los sacerdotes del mundo. Al ministerio de todos nosotros, sacerdotes,
están dedicadas las reflexiones que acabo de desarrollar, para que no sólo
estemos dispuestos generosamente a escuchar las confesiones sacramentales de
los fieles, sino que también constantemente en la homilía litúrgica, en la
catequesis, en la dirección espiritual, en toda forma posible de nuestro
servicio a la verdad, los formemos para que aprovechen este gran don de la
misericordia de Dios, que es el sacramento de la penitencia, con las mejores
disposiciones. Esta misma gracia la pedimos al Señor para nosotros, que,
hermanos entre hermanos, para santificarnos, debemos enmendarnos del pecado,
recurriendo a ese mismo sacramento como penitentes.
Al
encomendar a la maternal intercesión de la Virgen santísima el futuro
ministerio de los jóvenes que con tanto interés han tomado parte en el curso,
sobre todos invoco los favores de la benevolencia divina, en prenda de los
cuales envío con afecto una especial bendición apostólica.
_____________________
Los derechos de la conciencia no se pueden contraponer al vigor objetivo
de la ley
17 de marzo de
1997
1. El Señor nos concede, una vez más, la gracia y la
alegría de un encuentro que es solemne y, al mismo tiempo familiar. Saludo con
afecto al señor cardenal William Wakefield Baum, a quien agradezco las
cordiales palabras que me ha dirigido. Saludo asimismo a los prelados y a los
oficiales de la Penitenciaría apostólica, órgano ordinario del ministerio de
caridad encomendado, con la potestad de las Llaves, al Sucesor de Pedro, para
dispensar con abundancia los dones de la divina misericordia.
Acojo de corazón a los reverendos padres
penitenciarios de las basílicas patriarcales de la Urbe, y les doy las gracias
por la generosidad, la constancia y la humildad con que se dedican al servicio
del confesonario, mediante el cual hacen llegar a las almas el perdón de Dios y
la abundancia de sus gracias.
En fin, doy mi bienvenida a los jóvenes sacerdotes
y a los aspirantes ya próximos al sacerdocio, quienes, aprovechando la próvida
disponibilidad de la Penitenciaría apostólica, han querido profundizar la
temática moral y canónica sobre los comportamientos humanos que más necesitan
la gracia sanante y deben, por tanto, ser objeto especial de la maternal
solicitud de la Iglesia. Así, se preparan adecuadamente para su futuro
ministerio, al que los animo, exhortándoles a alimentar una constante confianza
en la ayuda del Señor.
La verdad
liberadora
2. Nuestro encuentro tiene lugar, con un preciso
significado, en la proximidad de la Pascua. Esta circunstancia nos lleva a
pensar naturalmente en el sacrificio de Jesús del que únicamente deriva nuestra
salvación y que, por tanto, confiere valor a los sacramentos. También conviene
recordar que, entre los años de la preparación inmediata para el jubileo del
nuevo milenio, 1997 se caracteriza como año
del Hijo de Dios encarnado. Jesús, Hijo de Dios, vino al mundo «para dar
testimonio de la verdad» (Jn 18, 37).
Él es el Cordero de Dios, «que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29).
Estas afirmaciones del evangelio de san Juan nos
sirven de guía para continuar la reflexión sobre la verdad liberadora, que fue objeto del mensaje que envié el año
pasado al cardenal penitenciario mayor, al concluirse el curso sobre el fuero
interno. Ahora bien, la verdad liberadora, bajo diversos aspectos y en virtud
de la gracia, es premisa y fruto del sacramento de la reconciliación.
En efecto, sólo puede liberarse del mal quien tiene
conciencia de él en cuanto mal. Lamentablemente, sobre algunos temas
fundamentales del orden moral las actuales condiciones socioculturales no
favorecen una clara toma de conciencia, puesto que han sido abatidos límites y
defensas que en un tiempo no muy lejano eran comunes. En consecuencia, muchos
padecen una pérdida del sentido personal del pecado. Se ha llegado a teorizar
la irrelevancia moral e incluso el valor positivo de comportamientos que
objetivamente ofenden el orden esencial de las cosas establecido por Dios.
La formación de la
conciencia
3. Esta tendencia se abre camino en todo el amplio
campo del obrar libre del hombre. No es posible hacer aquí un análisis profundo
de este fenómeno y de sus causas. Pero quiero aprovechar esta ocasión para
recordar que el Consejo pontificio para la familia ha publicado hace pocos días
un «Vademécum para los confesores», especialmente con vistas a la fructuosa
recepción del sacramento de la penitencia. Este documento quiere contribuir a aclarar
«algunos temas de moral relativos a la vida conyugal».
Con el lenguaje propio de un texto práctico recoge
la doctrina inmutable de la Iglesia sobre el orden moral objetivo, tal como ha
sido enseñada constantemente en los documentos anteriores acerca de esta
materia. Por la finalidad pastoral que lo distingue, el «Vademécum» subraya la
actitud de comprensión caritativa que hay que tener con quienes yerran porque
les falta o tienen una insuficiente percepción de la norma moral o, si son
conscientes de ella, caen por fragilidad humana y, no obstante, quieren
levantarse movidos por la misericordia del Señor.
El texto merece ser acogido con confianza y
disponibilidad interior. Ayuda a los confesores en su ardua misión de iluminar,
corregir, si es necesario, y animar a los fieles casados o que se preparan para
el matrimonio. De este modo, en el sacramento de la penitencia se realiza una
tarea que lejos de reducirse a la reprobación de los comportamientos opuestos a
la voluntad del Señor, Autor de la vida, se abre a un magisterio positivo y a
un ministerio de promoción del amor auténtico, del que brota la vida.
4. La situación de desorientación moral, que afecta a
buena parte de la sociedad, influye también en muchos creyentes, pero el poder
salvífico del Hijo de Dios hecho hombre sale al encuentro de todos, a través
del ministerio de la Iglesia. Por tanto, la dificultad de la situación no debe
desanimar, sino más bien estimular todas las iniciativas de nuestra caridad
pastoral.
En verdad, el ministerio de la confesión no debe
concebirse como un momento separado del conjunto de la vida cristiana, sino
como un momento privilegiado en el que confluyen la catequesis, la oración de
la Iglesia, el sentido de la penitencia y la aceptación confiada del Magisterio
y de la potestad de las Llaves.
Por consiguiente, la formación de la conciencia de
los fieles, para que se presenten con la plenitud de las disposiciones debidas
para recibir el perdón de Dios mediante la absolución del sacerdote, no puede
agotarse en las advertencias, en las explicaciones y en los avisos que el
sacerdote suele y debe dar al penitente en el acto de la confesión. Más allá de
este momento estrictamente sacramental, es necesario un seguimiento continuo,
que se realiza a través de las formas clásicas e insustituibles de la actividad
pastoral y de la pedagogía cristiana: el catecismo, adecuado a las diversas
edades y a los diversos niveles culturales, la predicación, los encuentros de
oración, las clases de cultura religiosa en las asociaciones católicas y en las
escuelas y la presencia incisiva en los medios de comunicación social.
Aceptación del
Magisterio
5. A través de esta continua formación religiosa y
moral, será más fácil para los fieles captar las motivaciones profundas del
magisterio moral, dándose cuenta de que cuando la Iglesia, en su enseñanza,
defiende la vida, condenando el homicidio, el suicidio, la eutanasia y el
aborto; cuando tutela la santidad de la relación conyugal y de la procreación,
remitiéndolas al designio de Dios sobre el matrimonio, no impone una ley suya,
sino que reafirma y esclarece la ley divina, tanto la natural como la revelada.
Precisamente de aquí deriva su firmeza al denunciar las desviaciones del orden
moral.
Para que acojan este criterio objetivo, hay que
educar a los fieles en la aceptación del Magisterio de la Iglesia, incluso
cuando no se expresa en sus formas solemnes: a este propósito, conviene
recordar lo que el concilio Vaticano I declaró y el Vaticano II reafirmó, es decir, que también el magisterio
ordinario y universal de la Iglesia, cuando propone una doctrina como
divinamente revelada, es regla de fe divina y católica (cf.
Denzinger-Schonmetzer, n. 3.011; Lumen
gentium, 25).
A la luz de estos criterios, es evidente que los
derechos de la conciencia no se pueden contraponer al vigor objetivo de la ley,
interpretada por la Iglesia; en efecto aunque es verdad que el acto realizado
con conciencia invenciblemente errónea no es culpable, es verdad también que
sigue siendo objetivamente un desorden. Por tanto, cada uno tiene el deber de
formar rectamente su propia conciencia.
Maestros y padres
6. Nuestra tarea pastoral exige el anuncio de la
verdad sin componendas y sin rebajas. Sin embargo, san Pablo nos advierte que
debemos vivir «según la verdad en la caridad» (Ef 4, 15). Dios es
caridad infinita y no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y
viva (cf. Ez 18, 23). Nosotros los sacerdotes, sus ministros, debemos oponer el
anuncio consolador y, a la vez, exigente del perdón a la fuerza devastadora del
pecado. Por esto Jesús murió y resucitó. Meditando, durante este año consagrado
a Cristo redentor, en las insondables riquezas de la Redención, obtendremos el
don de experimentar vivamente, ante todo nosotros mismos, la misericordia
divina que salva y así, a ejemplo de Cristo, podremos ser cada vez más maestros
que iluminan y padres que acogen en nombre de Dios y por su autoridad. En
efecto, estamos llamados a decir con san Pablo: «Somos embajadores de Cristo
(...). En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Co
5, 20).
Como prenda de copiosas gracias para el fructuoso
ejercicio de este ministerio de reconciliación, os imparto una especial
bendición apostólica a vosotros, sacerdotes y candidatos al sacerdocio aquí
presentes, que representáis ante mi corazón de Pastor universal a los
sacerdotes y a los candidatos al sacerdocio de todo el mundo.
________________________
Las finalidades propias del sacramento y lo que no se debe buscar en la
confesión.
20 de marzo de 1998
Al venerado hermano card.
WILLIAM W. BAUM, Penitenciario mayor
1. Doy gracias al Señor
porque, también este año 1998, dedicado a la meditación y a la invocación del
Espíritu Santo como preparación del gran jubileo, me concede dirigirme con este
mensaje a usted, señor cardenal, a los prelados y oficiales de la Penitenciaría
apostólica, a los religiosos frailes menores, menores conventuales, dominicos y
benedictinos, que desempeñan su tarea de penitenciarios respectivamente en la
archibasílica lateranense, en la vaticana, en Santa María la Mayor y en San
Pablo extramuros, así como a los de diversas órdenes, penitenciarios
extraordinarios en las mismas basílicas, y a los jóvenes sacerdotes y a los
candidatos ya próximos a la ordenación sacerdotal, que han seguido con provecho
el curso sobre el fuero interno, organizado e impartido por la Penitenciaría
con gran éxito de participación.
Mi profundo
agradecimiento se eleva al Señor, Padre de las misericordias, con las palabras
de la liturgia: «Gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam».
Alabamos y damos a gracias al Señor porque hace todo para su gloria, a la que
su santidad no puede renunciar: «Gloriam meam alteri non dabo» (Is 48, 11), y así dispone todo para
nuestra salvación: «Propter nos homines et propter nostram salutem».
La voluntad salvífica de
Dios, que es esplendor de su gloria, se realiza de modo privilegiado en el
ministerio del sacramento de la reconciliación, que es el objeto principal del
servicio diario que prestan la Penitenciaría y los padres penitenciarios, y que
es, en perspectiva próxima, el servicio para el que, desde el punto de vista
del fuero interno, nuestros queridos jóvenes candidatos al sacerdocio han
profundizado su preparación en el mencionado curso anual.
En virtud de la
representación que expresan en la variedad de sus orígenes, de sus tareas y de
sus destinos, mi reflexión, que una vez más tendrá como tema el sacramento de
la misericordia, no sólo se dirige a ellos, sino también a todos los sacerdotes
de la Iglesia, como ministros, y a todos los fieles, como beneficiarios, del
perdón en la confesión sacramental.
2. Desde 1981, cuando
recibí por primera vez colegialmente a la Penitenciaría y a los padres
penitenciarios (desde 1990 se han unido los participantes en el curso sobre el
fuero interno), he considerado progresivamente el sacramento de la penitencia
bajo diversos aspectos: en sí mismo, en sus leyes constitutivas y
disciplinarias, en sus efectos propiamente sacramentales y en los ascéticos, y
en los deberes de expiación y reparación que de él se derivan para los fieles.
He examinado también la tarea de los sacerdotes como ministros del sacramento,
recordando la sublimidad de su misión, sus prerrogativas, sus deberes de
profunda preparación cultural, de generosidad en la entrega, sobre todo de caridad
acogedora, de sabiduría y de mansedumbre, virtudes premiadas con el gozo
espiritual en orden a la santidad de su oficio. Por último, he tratado sobre
los fieles como beneficiarios del sacramento, desde el punto de vista de las
convicciones y de las disposiciones con que deben acercarse a este sacramento,
bien como forma habitual de su mundo moral, bien como actitud actual al
recibirlo, para que sea válido y lo más provechoso posible.
Esta insistencia
deliberada en el mismo tema pone de manifiesto, de suyo, que el sacramento de
la reconciliación es de suma importancia, en razón de su oficio de mediadores
en Cristo entre Dios y los hombres, para el Sumo Pontífice y para sus hermanos
en el sacerdocio, obispos y presbíteros.
Hoy es oportuno
considerar las finalidades propias, que la Iglesia quiere alcanzar y que los
fieles deben proponerse al recibir el sacramento de la penitencia; junto con
ellas, o más bien como especificaciones particularmente gratificantes de dichas
finalidades esenciales del sacramento, los beneficios de armonía interior que
derivan de la gracia; por último, ciertos resultados buscados subjetivamente
por quien recibe o administra el sacramento (o sugeridos por autores que no
deben ser puntos de referencia), que van más allá de su dinámica sobrenatural,
introduciendo también a veces en el rito, que debe ser esencial y
exclusivamente religioso, modalidades que lo desvirtúan y desacralizan.
3. Con razón el
sacramento de la penitencia ha recibido de los Santos Padres y de los teólogos,
entre otras denominaciones, la de secunda
tabula post naufragium, segunda en relación con el bautismo. El naufragio
del que nos salvan el bautismo y la penitencia es el del pecado. El bautismo
borra la culpa original y, si se recibe en edad adulta, también los pecados
personales y toda la pena debida a ellos; en efecto, es el nacimiento, la
novedad absoluta de vida en el orden sobrenatural. El sacramento de la
penitencia está destinado a borrar los pecados personales, cometidos después
del bautismo: ante todo, los mortales; luego, los veniales. Los pecados
mortales, si el penitente ha cometido más de uno, se deben perdonar
simultáneamente todos. En efecto, la remisión del pecado grave consiste en la
efusión de la gracia santificante perdida, y la gracia es incompatible con los
pecados graves, con todos y cada uno. Es diversa la consideración que hay que
hacer sobre los pecados veniales, que no causan la pérdida de la gracia y por
eso pueden coexistir con el estado de gracia; pueden no perdonarse por falta de
suficiente aborrecimiento en el penitente, aunque se perdonaran, mediante la
absolución sacramental, pecados mortales que, por hipótesis, haya cometido.
Obviamente, los fieles que se acercan al sacramento de la penitencia desean
también la remisión de la pena temporal, debida al pecado, aunque no
necesariamente tengan en acto la consideración explícita de dicha pena. A este
propósito, conviene recordar la verdad de fe del Purgatorio, en el que se
expían las penas que quedan después del paso a la otra vida. Pero el sacramento
de la penitencia, precisamente porque infunde o aumenta la gracia sobrenatural,
encierra en sí mismo la virtud de estimular a los fieles al fervor de la
caridad, a las consiguientes buenas obras y a la piadosa aceptación de los
sufrimientos de la vida, que también merecen la remisión de las penas
temporales.
Desde este punto de
vista, la verdad de fe y la práctica de las indulgencias están estrechamente
relacionadas con el sacramento de la penitencia. En efecto, «la indulgencia es
la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en
cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones
consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la
redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de
Cristo y de los santos» (Código de derecho canónico, c. 992). Gracias a
Dios, cuando viven intensamente su vida cristiana, los fieles aprecian las
indulgencias y recurren con fervor a ellas. Y puesto que para lucrar la
indulgencia plenaria es preciso en primer lugar que el alma se desprenda
totalmente del afecto al pecado, las indulgencias y el sacramento de la
penitencia se integran admirablemente en el objetivo esencial y primario que es
la destrucción del pecado, que, como he dicho antes, se identifica
concretamente con la infusión o el aumento de la gracia santificante.
A este propósito, mi
pensamiento, o mejor el pensamiento de toda la Iglesia, se eleva con gratitud
al Sumo Pontífice Pablo VI, de venerada memoria, que en la constitución
apostólica Indulgentiarum doctrina, monumento insigne del Magisterio,
profundizó el tema de las indulgencias y, con viva sensibilidad pastoral,
renovó su disciplina.
Así, el recuerdo y la
invocación del Espíritu Santo, con que he comenzado mis palabras, han sido
intencionales, no sólo en relación con el gran jubileo, sino también con el
tema desarrollado aquí, pues la destrucción del pecado y la santidad son efecto
admirable del Espíritu Santo, que habita en nosotros: «Habéis sido lavados,
habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor
Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Co 6, 11); «la esperanza no quedará
confundida, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). Por eso, la Iglesia proclama y
administra el perdón de Dios en el sacramento de la penitencia, para que en los
fieles se cumpla la voluntad divina, que es nuestra santificación: «Porque esta
es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4, 3).
4. La gloria de Dios,
que por lo que respecta a los hombres se identifica con su salvación eterna,
fue anunciada por los ángeles en la Navidad del Señor como íntimamente
relacionada con la paz: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los
hombres en quienes él se complace» (Lc 2,
14), y Jesús, en el supremo testamento de la última cena, dejó como herencia
definitiva su paz: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el
mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 27). «Os he dicho esto, para que mi
gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado » (Jn 15, 11). El sacramento de la
penitencia, por infundir o aumentar la gracia, ofrece el don de la paz. El rito
litúrgico de la absolución sacramental, cuya fórmula actual fue felizmente
renovada en 1973, pone explícitamente de relieve este don divino de la paz:
«Dios, Padre de misericordia, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y
la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los
pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz».
A este respecto, o sea,
para entender bien la naturaleza de esta paz, es necesario recordar que la
armonía entre el alma y el cuerpo, entre la voluntad del espíritu y las
pasiones, ha sido íntimamente turbada como consecuencia de la culpa original y
de los pecados personales, de modo que a menudo se libra en nosotros una lucha
dramática: «No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero
(...). Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero
advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me
esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros» (Rm 7, 19.22-23). Pero este conflicto no
excluye la paz profunda en el alma de la persona: «¡Gracias sean dadas a Dios
por Jesucristo nuestro Señor! (...). Soy yo mismo quien con la razón sirve a la
ley de Dios» (Rm 7, 25).
Por consiguiente, es
legítimo que en el sacramento de la penitencia los fieles también procuren
instaurar el proceso interior que lleva, dentro de las posibilidades de nuestra
condición de peregrinos, a la asimilación progresiva del propio estado
psicológico a la paz superior, que consiste en conformarse con la voluntad de
Dios. En efecto, la razonable seguridad —que no puede ser certeza de fe, como
enseña el concilio de Trento— de nuestro estado de gracia, aunque no elimina
las dificultades interiores, las hace tolerables y, más aún, cuando se busca la
santidad, deseables. Por eso, san Francisco de Asís decía: «Tanto es el bien
que espero, que toda pena me da contento». En este mismo orden de ideas, entre
los efectos del sacramento de la penitencia, que con razón los fieles pueden
esperar y desear, se encuentran los de la mitigación de los impulsos
pasionales, la corrección de los defectos lógicos o emotivos (como en el caso
de los escrupulosos) y la mejora de todo nuestro libre obrar, por efecto de la
caridad sobrenatural restablecida y creciente. En buena parte, como he
recordado en un discurso anterior, estos efectos, propios pero secundarios, del
sacramento de la penitencia dependen también de la capacidad y la virtud del
sacerdote confesor.
5. En cambio, sería un
error querer transformar el sacramento de la penitencia en psicoanálisis o
psicoterapia. El confesionario no es y no puede ser una alternativa al despacho
del psicoanalista o del psicoterapeuta. Tampoco se puede esperar del sacramento
de la penitencia la curación de situaciones de índole propiamente patológica.
El confesor no es un curandero y tampoco un médico en el sentido técnico de la
palabra; más aún, si el estado del penitente requiere atención médica, el
confesor no debe afrontar el asunto, sino remitir al penitente a profesionales
competentes y honrados. De modo análogo, aunque la iluminación de las
conciencias exige la aclaración de las ideas sobre el contenido propio de los
mandamientos de Dios, el sacramento de la penitencia no es, y no debe ser, el
lugar de la explicación de los misterios de la vida. Sobre estos temas pueden verse
las Normae quaedam de agendi
ratione confessariorum circa sextum Decalogi praeceptum, emanadas el 16 de
mayo de 1943 por la entonces suprema Congregación del Santo Oficio, ahora
Congregación para la doctrina de la fe, que, a pesar de los años transcurridos
desde su publicación, siguen siendo muy actuales. De igual modo, no sólo por el
sigilo sacramental, sino también por la distinción necesaria entre el fuero
sacramental y la responsabilidad jurídica y pedagógica de los formadores de los
candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa, el estado de conciencia
revelado en la confesión no puede y no debe trasladarse a la sede decisoria
canónica del discernimiento vocacional; pero, como resulta evidente, al
confesor de los candidatos al sacerdocio le incumbe el gravísimo deber de
disuadir, con el máximo empeño, de proseguir hacia él a quienes en la confesión
den muestras de carecer de las virtudes necesarias (esto vale especialmente con
respecto a la vivencia de la castidad, indispensable para el compromiso del
celibato) o del necesario equilibrio psicológico o, por último, de la
suficiente madurez de juicio.
6. El período cuaresmal
que vivimos nos recuerda la caída y nos prepara para la resurrección: el
sacramento de la penitencia socorre a los caídos y les da la resurrección a la
vida eterna, cuya prenda posee ya desde ahora el alma en estado de gracia.
Jesús es el único y absoluto Salvador de todos los hombres y de todo el hombre.
En esta perspectiva de salvación integral se ha de concebir el sacramento de la
penitencia, don de gracia, don de santidad y don de vida. La humilde conciencia
de haber mediado en favor de los fieles estas misericordias del Señor es para
nosotros, sacerdotes ya mayores, motivo de inmensa gratitud a él, que se ha
dignado hacer de nosotros sus instrumentos vivos. Ojalá que la espera del
cumplimiento de esta sublime misión sea para vosotros, jóvenes esperanzas de la
Iglesia, estímulo y adecuada preparación cultural y ascética, e impulso a la
máxima generosidad para vuestro próximo ministerio. Con razón se dice que
podría bastar incluso una sola misa celebrada santamente para realizar de modo
cabal una vocación sacerdotal. Queridos jóvenes, ojalá pueda decirse del mismo
modo: que vuestra caridad, brindada a los fieles en el sacramento de la
reconciliación, sea la plenitud y la alegría de vuestro futuro.
Como prenda de la gracia
del Señor, que haga fecundos estos deseos y esta confianza, os imparto de
corazón la bendición apostólica.
_______________________
Los puntos esenciales sobre la Confesión que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica
13 de marzo de 1999
1. Señor cardenal
penitenciario, prelados y oficiales de la Penitenciaría apostólica, padres
penitenciarios de las basílicas patriarcales de la urbe, jóvenes sacerdotes y
candidatos al sacerdocio que habéis frecuentado el curso sobre el foro interno
organizado también este año por la Penitenciaría apostólica, os acojo con
afecto en esta tradicional audiencia, que me agrada particularmente.
Al dar las gracias al
señor cardenal William Wakefield Baum por los sentimientos expresados en el
saludo que me ha dirigido, deseo subrayar el alto significado de este
encuentro, en el que se reafirma casi tangiblemente el vínculo entre la misión
reconciliadora del sacerdote como ministro del sacramento de la penitencia y la
Sede de Pedro. ¿Acaso no confió Cristo a Pedro y a sus sucesores en términos
universales la potestad, el deber, la responsabilidad y, al mismo tiempo, el
carisma, que se extiende a los hermanos en el episcopado y a los presbíteros,
sus colaboradores, de liberar a las almas del poder del mal, es decir, del
pecado y del demonio?
En vísperas de la Pascua
redentora y del Año jubilar, este encuentro adquiere el valor de símbolo de
comunión vivida en el esfuerzo diario al servicio de los hombres y de su
salvación eterna. Dada esta significación universal, al mismo tiempo que os
hablo a vosotros aquí reunidos en la sede del Papa, veo espiritualmente
presentes a todos los sacerdotes de la santa Iglesia católica, dondequiera que
vivan y trabajen, y a todos les envío con afecto este mensaje.
2. El Año jubilar, en la
variada y armoniosa multiplicidad de sus contenidos y fines, trata sobre todo
de la conversión del corazón, la metanoia,
con la que se abre la predicación pública de Jesús en el evangelio (cf. Mc
1, 15). Ya en el Antiguo Testamento, la salvación y la vida se prometen
a quien se convierte: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado −oráculo
del Señor Dios− y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?» (Ez 18, 23). El inminente gran jubileo
conmemora el cumplimiento del segundo milenio del nacimiento de Jesús, que en
la hora de la condena injusta dijo a Pilato: «Yo para esto he nacido y para
esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). La verdad testimoniada por Jesús
es que él vino para salvar al mundo que, de lo contrario, estaba destinado a
perderse: «Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba
perdido» (Lc 19, 10).
En la economía del Nuevo
Testamento el Señor quiso que la Iglesia fuera universale sacramentum salutis. El
concilio Vaticano II enseña que «la Iglesia es en Cristo como un sacramento o
signo e instrumento de la unión íntima con Dios» (Lumen gentium, 1). En
efecto, es voluntad de Dios que el perdón de los pecados y la vuelta a la
amistad divina se realicen a través de la mediación de la Iglesia: «Lo que ates
en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará
desatado en los cielos» (Mt 16,
19), dijo solemnemente Jesús a Simón Pedro, y en él a los sumos Pontífices, sus
sucesores. Dio esta misma consigna después a los Apóstoles y, en ellos, a los
obispos, sus sucesores: «Todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el
cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 18, 18). La tarde del mismo día de la
resurrección, Jesús hará efectivo este poder con la efusión del Espíritu Santo:
«A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,
23). Gracias a este mandato, los Apóstoles y sus sucesores en la caridad
sacerdotal podrán decir entonces con humildad y verdad: «Yo te absuelvo de
tus pecados».
Tengo plena confianza en
que el Año santo será, como debe ser, un tiempo singularmente eficaz de la
historia de la salvación. Ésta encuentra en Jesucristo su punto culminante y su
significado supremo, puesto que en él todos nosotros recibimos «gracia sobre
gracia», obteniendo la reconciliación con el Padre (cf. Incarnationis mysterium, 1). Por eso
mismo, confío y pido que, gracias al generoso servicio de los sacerdotes
confesores, el Año jubilar sea para todos los fieles ocasión de acercamiento
piadoso y sobrenaturalmente sereno al sacramento de la reconciliación.
3. Ciertamente, conocéis
al respecto el Catecismo de la
Iglesia católica con su profundo
análisis sobre este tema fundamental. Sin embargo, en este encuentro quisiera
recordar algunos puntos verdaderamente esenciales, que no dejaréis de proponer
a los fieles encomendados a vuestro cuidado pastoral.
Por institución de
nuestro Señor Jesucristo, como resulta explícitamente del citado pasaje del
evangelio según san Juan, es necesaria la confesión sacramental para obtener el
perdón de los pecados mortales cometidos después del bautismo. Sin embargo, si
un pecador, movido por la gracia del Espíritu Santo, se arrepiente de sus
pecados por motivo de amor sobrenatural, es decir, en cuanto son una ofensa a
Dios, sumo Bien, obtiene enseguida el perdón de los pecados, incluso mortales,
con tal que tenga el propósito de confesarlos sacramentalmente cuando, dentro
de un tiempo razonable, pueda hacerlo.
Idéntico propósito debe
tener el penitente que, responsable de pecados graves, recibe la absolución
colectiva, sin la confesión individual previa de los propios pecados al
confesor: este propósito es tan necesario que, en su defecto, la absolución
sería inválida, como afirma el canon 962, § 1 del Código de derecho canónico, y el
canon 721, § 1 del Código de
cánones de las Iglesias orientales.
Los pecados veniales
pueden perdonarse también fuera de la confesión sacramental; pero, ciertamente,
es muy útil confesarlos sacramentalmente. En efecto, supuestas las debidas
disposiciones, se obtiene así no sólo el perdón del pecado, sino también la
ayuda especial constituida por la gracia sacramental para evitarlo en el
futuro. Es útil confirmar aquí el derecho que tienen los fieles −y a su derecho
corresponde la obligación del sacerdote confesor− de confesarse y obtener la
absolución sacramental también de los pecados veniales. No hay que olvidar que
la así llamada confesión por devoción ha sido la escuela que ha formado a los
grandes santos.
Para acercarse lícita y
provechosamente a la Eucaristía es necesario que vaya precedida de la confesión
sacramental, cuando se es consciente de un pecado mortal. En efecto, la
Eucaristía es la fuente de toda gracia, en cuanto representación del sacrificio
salvífico del Calvario; sin embargo, como realidad sacramental no está ordenada
directamente al perdón de los pecados mortales: el concilio Tridentino lo
enseña clara e inequívocamente (Sess. XIII, cap. 7 y relativo canon: Denziger-Schönmetzer,
1647 y 1655), dando un significado, por decirlo así, disciplinar y jurídico a
la palabra misma de Dios: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor
indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues,
cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin
discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (1 Co 11, 27-29).
4. Por tanto, el Año
jubilar, gracias al sacramento de la penitencia, debe ser de modo especial el
año del gran perdón y la reconciliación plena. Pero Dios, a quien damos gracias
por habernos reconciliado, o con quien esperamos reconciliarnos, es nuestro
Padre: Padre mío, Padre de todos los creyentes, Padre de todos los hombres. Por
eso la reconciliación con Dios exige e implica la reconciliación con nuestros
hermanos; si falta ésta, el perdón de Dios no se obtiene, como nos enseñó Jesús
en la perfecta oración del Padre
nuestro: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los
que nos ofenden». El sacramento de la penitencia supone y debe alimentar el
amor fraterno, generoso, noble y concreto.
En esta línea, elevada a
su mayor perfección, el Año jubilar invita a una profunda solidaridad mediante
«un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por el cual la santidad de
uno beneficia a los otros mucho más que el daño que su pecado les haya podido
causar. Hay personas que dejan tras de sí como un suplemento de amor, de
sufrimiento aceptado, de pureza y verdad, que llega y sostiene a los demás. Es
la realidad de la “vicariedad”, sobre la cual se fundamenta todo el misterio de
Cristo» (Incarnationis mysterium, 10).
Reconciliados mediante
el sacramento de la penitencia, y asimilados así a Cristo Señor y Redentor,
debemos participar «en su acción salvífica y, en particular, en su pasión. Lo
dice el conocido texto de la carta a los Colosenses: “Completo en mi carne lo
que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia”
(Col 1, 24)» (ib.).
5. En el sacramento de
la penitencia, eliminada la ruptura causada por el pecado, se consolida la
unidad de la Iglesia, que en el jubileo tiene una altísima manifestación:
también aquí, por tanto, se ve el vínculo connatural entre el jubileo y el
sacramento del perdón.
Al perdón sacramental
del pecado, la misericordia de Dios y la mediación de la Iglesia ofrecen un
valioso corolario también con el don del perdón de su pena temporal mediante la
indulgencia. Esto es lo que puse de manifiesto con referencia al Año jubilar en
la bula de convocación: «En efecto, la reconciliación con Dios no excluye la
permanencia de algunas consecuencias del pecado, de las cuales es necesario
purificarse. Es precisamente en este ámbito donde adquiere relieve la
indulgencia, con la que se expresa el “don total de la misericordia de Dios”» (ib.,
9).
Jesús nació, más aún,
fue concebido como sacerdote y víctima en el seno de su Madre, como el Espíritu
Santo nos enseña en la carta a los Hebreos (cf. Hb
10, 5-7), aplicando expresamente a Jesús el Salmo 40, 7-9: «Ni
sacrificio ni oblación querías, pero el oído me has abierto; no pedías
holocaustos ni víctimas, dije entonces: Heme aquí, que vengo. Se me ha
prescrito en el rollo del libro hacer tu voluntad. Oh Dios mío, en tu ley me
complazco en el fondo de mi ser». El jubileo del año 2000 recuerda a nuestra
fe, a nuestra esperanza y a nuestro amor que la salvación deriva del nacimiento
del eterno Sacerdote, víctima del sacrificio al que se entregó libremente.
María santísima, que dio
al Verbo de Dios la humanidad sacerdotal y sacrificial, nos haga revivir, a
pesar de nuestra pequeñez y miseria, la misión salvífica con la santidad
personal y el ejercicio del ministerio del perdón, devolviendo, como
instrumentos de Dios, a los pecadores, la gracia, la alegría del corazón y el
traje de boda que permite el ingreso en la vida eterna.
Todo lo que he recordado
en este coloquio con vosotros está recogido, con una breve y estupenda
síntesis, en la fórmula ritual de la absolución sacramental: «Dios, Padre
misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección
de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te
conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz».
De esta paz sea prenda
eficaz para vosotros, y para cuantos el Señor ha encomendado o encomendará a
vuestro ministerio, la bendición apostólica, que os imparto complacido.
_________________________
En la reconciliación sacramental el perdón de Dios es fuente de renacimiento espiritual y principio eficaz de santificación
1 de abril de 2000
Al
venerado hermano cardenal William W. Baum, penitenciario mayor
1. Con
apreciable solicitud usted, señor cardenal, ha proveído a organizar también
este año el tradicional curso sobre el fuero interno para los candidatos
próximos al sacerdocio y los sacerdotes recién ordenados, reservando una
cordial acogida también a los sacerdotes maduros y expertos en el ministerio.
Deseo expresarle mi complacencia por esta
iniciativa, que cobra un significado particular en el Año jubilar, pues es
esencialmente el año del gran regreso y del gran perdón, y, como afirmé en la
bula de convocación Incarnationis
mysterium, el sacramento de la penitencia desempeña un papel primario en
esta efusión de la misericordia divina. Por otra parte, el fuero interno versa
ante todo sobre ese sacramento y, en general, sobre los contenidos de la
conciencia, que ordinariamente se manifiestan con confianza a la Iglesia en el
marco del sacramento de la penitencia.
Aprovecho de buen grado esta ocasión para
expresar mi aprecio también a los prelados y a los oficiales de la Penitenciaría
apostólica, cuyo valioso trabajo está ordenado institucionalmente a materias
relativas al fuero interno. Extiendo, asimismo, mi estima y gratitud a los
padres penitenciarios de las basílicas patriarcales de la ciudad, quienes por
misión, subrayada y exaltada en este Año santo, viven su sacerdocio con un
compromiso continuo en la pastoral de la reconciliación. Por último, dirijo un
saludo particularmente afectuoso a los jóvenes sacerdotes y a los candidatos al
sacerdocio que, aprovechando esta oportuna iniciativa de la Penitenciaría
apostólica, se han preparado durante estos días para un fructuoso cumplimiento
de su futura misión.
2. Deseo que el agradecimiento y la exhortación
expresados aquí lleguen a todos los sacerdotes del mundo, animándolos y sosteniéndolos
en la obra dedicada a la salvación de sus hermanos mediante el ministerio de la
confesión, una de las expresiones más significativas de su sacerdocio.
Nuestro Señor Jesucristo nos redimió mediante el
misterio pascual, cuyo centro es, por decirlo así, el momento del sacrificio
cruento. El sacerdote, como ministro del perdón en el sacramento de la
penitencia, actúa in persona Christi:
¿cómo podría dejar de sentirse comprometido a participar con toda su vida en la
actitud sacrificial de Cristo? Esta perspectiva, sin olvidar el valor de los
sacramentos ex opere operato —por
tanto, independientemente de la santidad o dignidad del ministro—, abre ante él
una inmensa riqueza ascética, ofreciéndole los motivos supremos por los cuales,
precisamente por el ejercicio y en el ejercicio de sus funciones sacramentales,
debe ser santo y encontrar estímulos y ocasiones de ulterior santificación en
el ejercicio mismo del ministerio. Al ser obra divina, el perdón de los pecados
debe realizarse con disposiciones espirituales tan elevadas que se pueda
afirmar que ese sublime ministerio, en la medida en que lo permita la debilidad
humana, se lleva a cabo digne Deo.
Esto, sin duda, incrementará la confianza de los fieles. El anuncio de la
verdad, sobre todo en el orden moral-espiritual, es efectivamente mucho más
creíble cuando quien la proclama no sólo tiene el título académico de doctor,
sino que sobre todo da testimonio de ella con su vida.
Por otra parte, teniendo en cuenta la esencial
connotación oblativa que tiene este sacramento, los mismos penitentes no podrán
menos de sentir un comprometedor impulso a corresponder a la misericordia del
Señor con una santidad de vida que los una cada vez más íntimamente a Cristo,
que por nuestra salvación se convirtió en víctima.
3. Si el misterio pascual es realidad de muerte
—aspecto sacrificial—, es porque Dios lo dispuso así sólo con vistas a la vida
de la resurrección. También el sacramento de la penitencia —asimilación a Jesús
muerto y resucitado—, encierra en sí la restitución de la vida sobrenatural de
gracia o el aumento de ella cuando se trata sólo de pecados veniales. Por eso,
el misterio de este sacramento sólo se puede entender plenamente a la luz de la
parábola del hijo pródigo: “Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque
este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha
sido hallado” (Lc 15, 32).
4. El ministro del sacramento de la penitencia
es maestro, es testigo y, con el Padre, es padre de la vida divina restituida y
destinada a la plenitud. Su magisterio es el de la Iglesia, porque él, actuando
in persona Christi, no se anuncia a
sí mismo, sino a Jesucristo: “No nos predicamos a nosotros mismos, sino a
Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús” (2 Co 4,
5).
Su testimonio se encomienda a la humildad de las
virtudes practicadas y no con ostentación: “Cuando hagas limosna, no vayas
tocando la trompeta delante de ti. (...) Cuando vayas a orar, entra en tu aposento
y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto”
(Mt 6, 2. 6). Al devolver la vida de gracia, cumple el mandato que Jesús dio a
los Apóstoles en su primera misión: “Gratis lo recibisteis; dadlo gratis” (Mt
10, 8).
5. En la reconciliación sacramental el perdón de
Dios es fuente de renacimiento espiritual y principio eficaz de santificación,
hasta la cima de la perfección cristiana.
El sacramento de la reconciliación no sólo
confiere objetivamente el perdón de Dios al pecador arrepentido que lo recibe
con las debidas condiciones, sino que también le concede, por el amor
misericordioso del Padre, gracias especiales, que le ayudan a superar las
tentaciones, a evitar recaídas en los pecados de los que se ha arrepentido, y a
hacer, en cierta medida, una experiencia personal de ese perdón. En este
sentido, hay un vínculo muy estrecho entre el sacramento de la penitencia y el
de la Eucaristía, en el que, con el recuerdo de la pasión de Jesús, “mens impletur gratia et futurae gloriae
nobis pignus datur”.
En concreto, con fidelidad al designio salvífico
de Dios, tal como de hecho él quiso realizarlo, “hay que superar la tendencia,
bastante generalizada, a rechazar cualquier mediación salvífica, poniendo al
pecador en relación directa con Dios” (Discurso a los obispos portugueses en visita
“ad limina”, 30 de noviembre de 1999, n. 4). “Ojalá que uno de los frutos del
gran jubileo del año 2000 sea la vuelta generalizada de los fieles cristianos a
la práctica sacramental de la confesión” (ib.).
6. El amor misericordioso de Dios, que invita a
volver y está dispuesto a perdonar, no tiene límites ni de tiempo ni de lugar.
Mediante el ministerio de la Iglesia siempre está a disposición, no sólo de Jerusalén,
como en la profecía de Zacarías, sino también del mundo entero, “una fuente
abierta (...) para lavar el pecado y la impureza” (Zc 13, 1), de la que se derramará
sobre todos “un espíritu de gracia y de oración” (Zc 12, 10).
La caridad de Dios,
aunque no esté limitada en el tiempo y en el espacio, resplandece de modo muy
especial en el Año jubilar: al don fundamental de la restitución de la gracia,
de modo ordinario mediante el sacramento de la penitencia, y al consiguiente
perdón de la pena del infierno, el Señor, dives
in misericordia, une también, mediante el ministerio de la Iglesia, la remisión
de la pena temporal con el don de las indulgencias, obviamente si se consiguen
con las debidas disposiciones de santidad o, por lo menos, de tendencia a la
santidad. Por tanto, las indulgencias, “lejos de ser una especie de descuento
con respecto al compromiso de conversión, son más bien una ayuda para un
compromiso más firme, generoso y radical” (Audiencia general del 29 de
septiembre de 1999, n. 5). En efecto, la indulgencia plenaria exige el perfecto
desapego del pecado y el recurso a los sacramentos de la penitencia y de la
Eucaristía, en la comunión jerárquica con la Iglesia, expresada mediante la
oración según las intenciones del Sumo Pontífice.
7. Exhorto vivamente a los sacerdotes a educar a
los fieles, con una catequesis adecuada y profunda, para que aprovechen el gran
bien de las indulgencias, según la mente y el espíritu de la Iglesia. En
especial, los sacerdotes confesores podrían asignar con mucha utilidad a sus
penitentes, como penitencia sacramental, prácticas dotadas de indulgencia,
siempre según los criterios de justa proporción con las culpas confesadas.
Aunque sólo fuera por el ministerio del perdón,
que el Señor le ha confiado, la misión del sacerdote merecería ser vivida con
plenitud: la salvación de sus hermanos no puede por menos de ser para él motivo
de profundo gozo espiritual.
Con esta certeza,
elevo mi oración al Señor misericordioso por todos los miembros de la
Penitenciaría apostólica, por los padres penitenciarios y por los jóvenes que
se preparan para su futuro sacerdocio, a fin de que les conceda plena
generosidad para cumplir su servicio a las almas en la intimidad del coloquio
penitencial. En efecto, especialmente entonces, el sacerdote es “colaborador de
Dios” para la construcción del “edificio de Dios” (cf. 1 Co 3, 9).
Como prenda de abundantes favores celestiales le
envío a usted, señor cardenal, a sus colaboradores, a los padres penitenciarios
y a todos los participantes en el curso sobre el fuero interno, una especial
bendición apostólica.
__________________
El confesor, instrumento de un jubileo sin ocaso
31 de marzo de 2001
Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos seminaristas:
1.
Este encuentro anual ya tradicional es siempre para mí motivo de particular alegría.
En efecto, la audiencia concedida a la Penitenciaría apostólica, a los padres
penitenciarios de las basílicas patriarcales de Roma y a los jóvenes sacerdotes
y candidatos al sacerdocio que participan en el curso sobre el fuero interno
organizado por la Penitenciaría, me brinda la ocasión de reflexionar con
vosotros sobre algunos aspectos del sacramento de la reconciliación, tan importante
para la vida de la Iglesia.
Saludo
ante todo al cardenal penitenciario y le agradezco las amables palabras que, en
nombre de todos, me acaba de dirigir. Saludo asimismo a los miembros de la
Penitenciaría, órgano de la Sede apostólica que tiene la misión de ofrecer los
medios de la reconciliación en los casos más graves y dramáticos del pecado,
juntamente con el consejo autorizado para los problemas de conciencia, y la
indulgencia, coronamiento de la gracia conservada y recuperada por misericordia
del Señor.
Saludo
también a los padres penitenciarios, que viven su sacerdocio con entrega
generosa al ministerio de la reconciliación sacramental, y a los jóvenes
presentes que, comprendiendo muy bien la excelencia y la indispensabilidad de
este ministerio, han querido profundizar su preparación mediante la
participación en el curso que ya se acerca a su conclusión.
Por
último, saludo y expreso mi aprecio y gratitud a todos los sacerdotes del mundo
que, especialmente en el reciente jubileo, se han dedicado con gran paciencia y
empeño al valioso servicio del confesionario.
2.
Mediante el bautismo, el ser humano es incorporado a Cristo con una configuración
ontológica imborrable. Sin embargo, su voluntad queda expuesta a la seducción
del pecado, que es rebelión a la voluntad santísima de Dios. Eso tiene como
consecuencia la pérdida de la vida divina de la gracia y, en los casos límite,
también la ruptura del vínculo jurídico y visible con la Iglesia: esta es la
trágica causalidad del pecado.
Pero
Dios, “rico en misericordia” (Ef 2, 4), no abandona al pecador a su
destino. Mediante la potestad concedida a los Apóstoles y a sus sucesores, hace
operante en él, si está arrepentido, la redención adquirida por Cristo en el
misterio pascual. Esta es la admirable eficacia del sacramento de la
reconciliación, que sana la contradicción producida por el pecado y restablece
la verdad del cristiano como miembro vivo de la Iglesia, Cuerpo místico de
Cristo. De esta forma, el sacramento aparece orgánicamente vinculado a la
Eucaristía, que, al ser memorial del sacrificio del Calvario, es fuente y
cumbre de toda la vida de la Iglesia, una y santa.
Jesús
es mediador único y necesario de la salvación eterna. A este propósito, san
Pablo es explícito: “hay un solo Dios y también un solo mediador entre Dios y
los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como
rescate por todos” (1 Tm 2, 5-6). De
aquí deriva la necesidad, con vistas a la salvación eterna, de aquellos medios
de gracia, instituidos por Jesús, que son los sacramentos. Por tanto, es
ilusoria y nefasta la pretensión de arreglar las propias cuentas con Dios
prescindiendo de la Iglesia y de la economía sacramental. Es significativo que
el Resucitado, la tarde de Pascua, en un mismo contexto, haya conferido a los
Apóstoles el poder de perdonar los pecados y haya declarado su necesidad (cf. Jn 20, 23). En el concilio de Trento la
Iglesia afirmó solemnemente esta necesidad con respecto a los pecados mortales
(cf. sesión XIV, cap. 5 y can. 6: DS
1679, 1706).
Aquí
se funda el deber de los sacerdotes con respecto a los fieles, y el derecho de
estos con respecto a los sacerdotes, a la correcta administración del
sacramento de la penitencia. Sobre este tema, en sus diversos aspectos, versan
los doce mensajes que he dirigido a la Penitenciaría apostólica en el arco de
tiempo que va desde 1981 hasta el año pasado.
3. La
gran participación de los fieles en la confesión sacramental durante el Año
jubilar ha mostrado que este tema —y con él el de las indulgencias, que han
sido y son feliz estímulo para la reconciliación sacramental— es siempre
actual: los cristianos sienten esta necesidad interior y muestran su gratitud
cuando, con la debida disponibilidad, los sacerdotes los acogen en el confesionario.
Por eso, en la carta apostólica Novo
millennio ineunte escribí: “El Año jubilar, que se ha caracterizado
particularmente por el recurso a la penitencia sacramental, nos ha ofrecido un
mensaje alentador, que no se ha de desaprovechar: si muchos, entre ellos tantos
jóvenes, se han acercado con fruto a este sacramento (...) es necesario (...)
presentarlo y valorizarlo” (n. 37).
Confortado
por esa experiencia, que es promesa para el futuro, en este mensaje deseo
recordar algunos aspectos de especial importancia tanto en el plano de los
principios como en el de la orientación pastoral. La Iglesia es, en sus
ministros ordenados, sujeto activo de la obra de reconciliación. San Mateo
registra las palabras de Jesús a sus discípulos: “Yo os aseguro: todo lo que
atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la
tierra quedará desatado en el cielo” (Mt
18, 18). Paralelamente, Santiago, hablando de la unción de los enfermos,
también sacramento de reconciliación, exhorta: “¿Está enfermo alguno entre
vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan
con óleo en el nombre del Señor” (St
5, 14).
La
celebración del sacramento de la penitencia siempre es acto de la Iglesia, que
en él proclama su fe y da gracias a Dios, que en Jesucristo nos ha liberado del
pecado. De ahí se sigue que, tanto para la validez como para la licitud del
sacramento mismo, el sacerdote y el penitente deben atenerse fielmente a lo que
la Iglesias enseña y prescribe. Para la absolución sacramental, en particular,
las fórmulas que se han de usar son las que prescriben el Ordo penitentiae y los textos rituales análogos vigentes para las
Iglesias orientales. Se ha de excluir absolutamente el uso de fórmulas
diversas.
También
es necesario tener presente lo que se prescribe en el canon 720 del Código de cánones de las Iglesias orientales
y en el canon 960 del Código de
derecho canónico, a tenor de los cuales la confesión individual e íntegra y
la absolución son el único modo ordinario para que el fiel consciente de pecado
grave pueda reconciliarse con Dios y con la Iglesia. Por eso, la absolución
colectiva, sin la previa acusación individual de los pecados, debe mantenerse
rigurosamente dentro de las taxativas normas canónicas (cf. Código de cánones de las Iglesias orientales,
cc. 720-721; Código de derecho canónico,
cc. 961, 962 y 963).
4. El
sacerdote, como ministro del sacramento, actúa in persona Christi, en el vértice de la economía sobrenatural. El penitente
en la confesión sacramental realiza un acto “teologal”, es decir, dictado por
la fe, con un dolor derivado de motivos sobrenaturales de temor de Dios y
caridad, con vistas a la recuperación de la amistad con él y, por consiguiente,
con vistas a la salvación eterna.
Al
mismo tiempo, como lo sugiere la fórmula de la absolución sacramental, con las
palabras “Dios (...) te conceda el perdón y la paz”, el penitente aspira a la
paz interior, y legítimamente desea también la psicológica. Con todo, no hay
que confundir el sacramento de la reconciliación con una técnica
psicoterapéutica. Las prácticas psicológicas no pueden ser sucedáneos del sacramento
de la penitencia, ni mucho menos imponerse en su lugar.
El
confesor, ministro de la misericordia de Dios, se sentirá comprometido a ofrecer
a los fieles, con plena disponibilidad, su tiempo y su paciencia comprensiva.
Al respecto, el canon 980 del Código de
derecho canónico establece que “no debe negarse ni retrasarse la absolución
si el confesor no duda de la buena disposición del penitente y este pide ser
absuelto”; por su parte, el canon 986 (cf. también el canon 735, 1, del Código de cánones de las Iglesias orientales)
expresa de forma precisa la obligación de los sacerdotes que tienen encomendada
la cura de almas de escuchar las confesiones de sus fieles “que lo pidan
razonablemente” (“qui rationabiliter
audiri petant”). Esa obligación es una aplicación de un principio general,
tanto de orden jurídico como de orden pastoral, según el cual “los ministros
sagrados no pueden negar los sacramentos a quienes los pidan de modo oportuno,
estén bien dispuestos y no les sea prohibido por el derecho recibirlos” (Código de derecho canónico, c. 843, 1).
Y dado que “la caridad de Cristo nos apremia”, también el sacerdote que no
tiene encomendada la cura de almas ha de mostrarse al respecto generoso y
disponible. En cualquier caso, se deben respetar las normas canónicas sobre la
sede necesaria y oportuna para oír las confesiones sacramentales (cf. Código de cánones de las Iglesias orientales,
c. 736; Código de derecho canónico,
c. 964).
Además
de ser acto de la fe de la Iglesia, el sacramento es acto personal de fe, de
esperanza y, al menos en una fase inicial, de caridad del penitente. Por
consiguiente, el sacerdote deberá ayudarle a hacer la confesión de los pecados
no como simple revisión del pasado, sino como acto de religiosa humildad y de
confianza en la misericordia de Dios.
5. La
trascendente dignidad, que hace posible al sacerdote actuar in persona Christi en la administración
de los sacramentos, crea en él —quedando siempre a salvo para el penitente la
eficacia del sacramento aunque el ministro no fuera digno— el deber de
asemejarse a Cristo hasta el punto de que el fiel lo pueda ver como imagen viva
de él: para lograrlo es necesario que el sacerdote a su vez se acerque
fielmente y con frecuencia, como penitente, al sacramento de la reconciliación.
La
misma condición de ministro in persona
Christi funda en el sacerdote la obligación absoluta del sigilo sacramental
sobre los contenidos confesados en el sacramento, incluso a costa de la vida,
si fuera necesario. En efecto, los fieles confían el misterioso mundo de su
conciencia al sacerdote no en cuanto persona privada, sino en cuanto
instrumento, por mandato de la Iglesia, de un poder y de una misericordia que
son sólo de Dios.
El
confesor es juez, médico y maestro en nombre de la Iglesia. Como tal, no puede
proponer “su” moral o ascética personal, es decir, sus opiniones u opciones privadas,
sino que debe expresar la verdad de la que es depositaria y garante la Iglesia
en el Magisterio auténtico (cf. Código de
derecho canónico, c. 978).
En el
jubileo, de cuyos frutos espirituales damos gracias a Dios, la Iglesia conmemoró
el bimilenario del nacimiento entre los hombres del Hijo de Dios, que se hizo
hombre en el seno de María y participó en todo, salvo en el pecado, de la
condición humana. Esa celebración ha reavivado en la conciencia de los
cristianos la convicción de la presencia viva y operante de Cristo en la
Iglesia: “Cristo ayer, hoy y siempre”. La economía sacramental está
precisamente al servicio de ese dinamismo de la gracia de Cristo. En ella la
penitencia, íntimamente unida al bautismo y a la Eucaristía, actúa para que
Cristo renazca y permanezca místicamente en los creyentes.
De
aquí brota la importancia de este sacramento, que Cristo quiso donar a su
Iglesia en el mismo día de su resurrección (cf. Jn 20, 19-23). Exhorto a los sacerdotes de todas las partes del
mundo a ser ministros generosos de este sacramento, para que la abundancia de
la misericordia divina pueda llegar a toda alma necesitada de purificación y
consuelo. María santísima, que en Belén dio físicamente a luz a Jesús, obtenga
a cada sacerdote la gracia de engendrar a Cristo en las almas, haciéndose
instrumento de un jubileo sin ocaso.
Sobre
estas aspiraciones descienda la bendición del Señor, que con vosotros y para
vosotros invoco en humilde oración. Que sea prenda de ella la bendición
apostólica, que de buen grado os imparto a todos.
_____________________
Importancia del sacramento de la Penitencia para la santidad cristiana y sacerdotal
15 de marzo de
2002
Al venerado hermano Monseñor LUIGI DE
MAGISTRIS
Pro-penitenciario mayor
1.
También este año el Señor me concede la alegría de dirigir mi palabra a ese
dicasterio. Lo saludo cordialmente a usted, venerado hermano, así como a los
prelados y a los oficiales de la Penitenciaría apostólica, y a los religiosos
de las diversas familias que ejercen el ministerio penitencial en las basílicas
patriarcales de Roma. Dirijo un saludo particular a los jóvenes sacerdotes y a
los candidatos al sacerdocio que participan en el tradicional curso sobre el
fuero interno, que la Penitenciaría ofrece como servicio eclesial.
Querría
que se percibiera en este Mensaje el testimonio del aprecio que el Papa siente
no sólo por la función de la Penitenciaría, vicaria suya en el ejercicio ordinario
de la potestad de las Llaves, sino también por la dedicación de los padres
penitenciarios, los cuales, en la relación directa con la conciencia de cada
penitente, desempeñan el ministerio de la reconciliación, y, en fin, por el
esmero con que los jóvenes sacerdotes y candidatos al sacerdocio están
preparándose para el altísimo oficio de confesores.
2. La
misión del sacerdote está sintetizada eficazmente por las conocidas palabras de
san Pablo: “Somos (...) embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio
de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!” (2 Co 5, 20).
En esta
circunstancia, deseo recoger y ampliar un concepto que ya expresé en la primera
audiencia a la Penitenciaría apostólica y a los padres penitenciarios de las
basílicas patriarcales de Roma, el 30 de enero de 1981. Dije entonces: “El
sacramento de la penitencia (...) no sólo es instrumento directo para destruir
el pecado —momento negativo—, sino ejercicio precioso de virtud, expiación él
mismo, escuela insustituible de espiritualidad, profunda labor altamente positiva
de regeneración en las almas del “vir perfectus”, “in mensuram aetatis
plenitudinis Christi” (Ef 4, 13)” (L’Osservatore Romano, edición en lengua
española, 15 de febrero de 1981, p. 9). Quisiera subrayar esta eficacia
“positiva” del Sacramento, para exhortar a los sacerdotes a recurrir personalmente
a él, como valiosa ayuda en su camino de santificación y, por tanto, a servirse
de él también como forma cualificada de dirección espiritual.
En
efecto, a la santidad, y en especial a la santidad sacerdotal, sólo se puede
llegar concretamente con el recurso habitual, humilde y confiado al sacramento
de la penitencia, entendido como instrumento de la gracia, indispensable cuando
esta, por desgracia, se haya perdido a causa del pecado mortal, y privilegiado
cuando no haya habido pecado mortal; por eso, la confesión sacramental es
sacramento de vivos, que no sólo acrecienta la gracia misma, sino que también
corrobora las virtudes y ayuda a mitigar las tendencias heredadas a causa de la
culpa original y agravadas por los pecados personales.
3.
Creo que uno de los mayores dones que nos ha obtenido del Señor la celebración
del Año santo 2000 ha sido una renovada conciencia en muchos fieles del papel
decisivo que el sacramento de la penitencia desempeña en la vida cristiana y,
por consiguiente, un consolador incremento del número de los que recurren a él.
Ciertamente,
en el camino de ascesis cristiana, el Señor puede dirigir interiormente a las
almas de maneras que trascienden la mediación sacramental ordinaria. Sin
embargo, esto no elimina la necesidad de recurrir al sacramento de la
penitencia, ni la subordinación de los carismas a la responsabilidad de la
jerarquía. Esto es lo que expresa el conocido pasaje de la primera carta a los
Corintios, donde el apóstol san Pablo afirma: “Dios los estableció en la Iglesia,
primeramente como Apóstoles; en segundo lugar, como profetas; en tercer lugar,
como maestros...”, y así sucesivamente (cf. 1
Co 12, 28-31). En el texto se enuncia claramente un orden jerárquico entre
las diversas funciones, institucionales y carismáticas, en la estructura de la
vida de la Iglesia. San Pablo reafirma luego esta enseñanza en todo el capítulo
14 de la misma carta, donde enuncia el principio de la subordinación de los
dones carismáticos a su autoridad de Apóstol. Para ello recurre sin titubear al
verbo quiero y a formas imperativas.
4.
Pero el mismo Señor Jesús, fuente de todo carisma, afirma del modo más solemne
el carácter insustituible, para la vida de la gracia, del sacramento de la
penitencia, que él confió a los Apóstoles y a sus sucesores: “Recibid el
Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23).
Por
tanto, no es conforme a la fe querer reducir la remisión de los pecados a un
contacto, por decirlo así, privado e individualista entre la conciencia de cada
fiel y Dios. Ciertamente, el pecado no se perdona si no hay arrepentimiento
personal, pero en el orden actual de la Providencia el perdón está subordinado
al cumplimiento de la voluntad positiva de Cristo, que vinculó el perdón mismo
al ministerio eclesial o, por lo menos, a la seria voluntad de recurrir a él lo
antes posible, cuando no existe la posibilidad inmediata de realizar la
confesión sacramental.
Igualmente
errónea es la convicción de quien, aun sin negar un valor positivo al
sacramento de la penitencia, lo concibe como algo supererogatorio, porque el
perdón del Señor habría sido otorgado “una
vez para siempre” en el Calvario, y la aplicación sacramental de la
misericordia divina no resultaría necesaria para la recuperación de la gracia.
5. De
manera análoga, conviene reafirmar que el sacramento de la penitencia no es un
acto de terapia psicológica, sino una realidad sobrenatural destinada a
producir en el corazón efectos de serenidad y de paz, que son fruto de la
gracia. Aun cuando se considerasen útiles algunas técnicas psicológicas
externas al sacramento, se podrán aconsejar con prudencia, pero jamás imponer
(cf., por analogía, la admonición del Santo Oficio del 15 de julio de 1961, n.
4).
Por lo
que respecta a formas específicas de ascetismo hacia las cuales orientar al
penitente, el confesor podrá recomendarlas, con la condición de que no se
inspiren en concepciones filosóficas o religiosas contrarias a la verdad
cristiana. Tales son, por ejemplo, las que reducen el hombre a un elemento de
la naturaleza o, por el contrario, lo exaltan como dueño de una libertad absoluta.
Es fácil reconocer, sobre todo en este último caso, una renovada forma de
pelagianismo.
6. El
sacerdote, ministro del sacramento, ha de tener presentes estas verdades tanto
en el contacto con cada penitente como en la enseñanza catequística que imparte
a los fieles.
Por lo
demás, es evidente que los sacerdotes, como receptores del sacramento de la
penitencia, están llamados a aplicarse en primer lugar a sí mismos estas
certezas con sus relativas orientaciones prácticas. Esto les ayudará en la
búsqueda personal de la santidad, así como en el apostolado vivo y vital que
deben realizar sobre todo con el ejemplo: “Las palabras mueven, los ejemplos
arrastran”.
De
modo privilegiado, esos criterios deben guiar a los sacerdotes confesores y
directores espirituales al tratar con los candidatos al sacerdocio y a la vida
consagrada. El sacramento de la penitencia es el instrumento principal para el
discernimiento vocacional. En efecto, para proseguir hacia la meta del
sacerdocio es necesaria una virtud madura y sólida, es decir, capaz de garantizar,
dentro de lo que es posible en las cosas humanas, una fundada perspectiva de
perseverancia en el futuro. Es verdad que el Señor, como hizo con Saulo en el
camino de Damasco, puede transformar instantáneamente a un pecador en santo.
Sin embargo, ese no es el camino habitual de la Providencia. Por eso, quien
tiene la responsabilidad de autorizar a un candidato a proseguir hacia el
sacerdocio debe tener “hic et nunc”
la seguridad de su idoneidad actual. Si esto vale para cada virtud y hábito
moral, es evidente que se exige aún más por lo que respecta a la castidad, dado
que, al recibir las órdenes, el candidato estará obligado al celibato perpetuo.
7.
Encomiendo estas reflexiones, que se transforman ahora en apremiante súplica a
Jesús, sumo y eterno Sacerdote. Que la Virgen santísima, Madre de la Iglesia,
interceda ante su Hijo, para que se digne conceder a su Iglesia santos
penitentes, santos sacerdotes y santos candidatos al sacerdocio.
Con
este deseo, imparto de corazón a todos la bendición apostólica.
JUAN PABLO II
______________________
CARTA APOSTÓLICA DE S.S. JUAN PABLO II, EN FORMA DE
«MOTU PROPRIO»
MISERICORDIA DEI
SOBRE ALGUNOS ASPECTOS DE LA CELEBRACIÓN DEL SACRAMENTO
DE LA PENITENCIA
7 de abril de 2002
Por la misericordia de Dios, Padre que reconcilia,
el Verbo se encarnó en el vientre purísimo de la Santísima Virgen María para
salvar «a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21)
y abrirle «el camino de la salvación»[44].
San Juan Bautista confirma esta misión indicando a Jesús como «el Cordero
de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn
1,29). Toda la obra y predicación del Precursor es una llamada enérgica y
ardiente a la penitencia y a la conversión, cuyo signo es el bautismo
administrado en las aguas del Jordán. El mismo Jesús se somete a aquel rito
penitencial (cf. Mt 3, 13-17), no
porque haya pecado, sino porque «se deja contar entre los pecadores; es ya “el
cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29); anticipa ya el “bautismo” de su muerte sangrienta»[45]. La
salvación es, pues y ante todo, redención del pecado como impedimento para la
amistad con Dios, y liberación del estado de esclavitud en la que se encuentra
al hombre que ha cedido a la tentación del Maligno y ha perdido la libertad de
los hijos de Dios (cf. Rm 8, 21).
La misión confiada por Cristo a los Apóstoles es el
anuncio del Reino de Dios y la predicación del Evangelio con vistas a la
conversión (cf. Mc 16, 15; Mt 28, 18-20). La tarde del día mismo de
su Resurrección, cuando es inminente el comienzo de la misión apostólica, Jesús
da a los Apóstoles, por la fuerza del Espíritu Santo, el poder de reconciliar
con Dios y con la Iglesia a los pecadores arrepentidos: «Recibid el Espíritu
Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23)[46].
A lo largo de la historia y en la praxis constante
de la Iglesia, el «ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18), concedida mediante los sacramentos del Bautismo y de la
Penitencia, se ha sentido siempre como una tarea pastoral muy relevante,
realizada por obediencia al mandato de Jesús como parte esencial del ministerio
sacerdotal. La celebración del sacramento de la Penitencia ha tenido en el
curso de los siglos un desarrollo que ha asumido diversas formas expresivas,
conservando siempre, sin embargo, la misma estructura fundamental, que
comprende necesariamente, además de la intervención del ministro —solamente un
Obispo o un presbítero, que juzga y absuelve, atiende y cura en el nombre de
Cristo—, los actos del penitente: la contrición, la confesión y la
satisfacción.
En la Carta apostólica Novo millennio ineunte he escrito: «Deseo pedir, además, una renovada valentía pastoral para
que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera
convincente y eficaz la práctica del Sacramento
de la Reconciliación. Como se recordará, en 1984 intervine sobre este tema
con la Exhortación postsinodal Reconciliatio
et paenitentia, que recogía los frutos de la reflexión de una Asamblea
general del Sínodo de los Obispos, dedicada a esta problemática. Entonces
invitaba a esforzarse por todos los medios para afrontar la crisis del “sentido
del pecado” [...]. Cuando el mencionado Sínodo afrontó el problema, era patente
a todos la crisis del Sacramento, especialmente en algunas regiones del mundo.
Los motivos que lo originan no se han desvanecido en este breve lapso de
tiempo. Pero el Año jubilar, que se ha caracterizado particularmente por el
recurso a la Penitencia sacramental, nos ha ofrecido un mensaje alentador, que
no se ha de desperdiciar: si muchos, entre ellos tantos jóvenes, se han
acercado con fruto a este sacramento, probablemente es necesario que los
Pastores tengan mayor confianza, creatividad y perseverancia en presentarlo y
valorizarlo»[47].
Con estas palabras pretendía y pretendo dar ánimos
y, al mismo tiempo, dirigir una insistente invitación a mis hermanos Obispos
—y, a través de ellos, a todos los presbíteros— a reforzar solícitamente el
sacramento de la Reconciliación, incluso como exigencia de auténtica caridad y
verdadera justicia pastoral[48],
recordándoles que todo fiel, con las debidas disposiciones interiores, tiene
derecho a recibir personalmente la gracia sacramental.
Con el fin de poder discernir sobre las
disposiciones de los penitentes en orden a la absolución o no, y a la
imposición de la penitencia oportuna por parte del ministro del Sacramento,
hace falta que el fiel, además de la conciencia de los pecados cometidos, del
dolor por ellos y de la voluntad de no recaer más[49],
confiese sus pecados. En este sentido, el Concilio de Trento declaró que es
necesario «de derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales»[50]. La
Iglesia ha visto siempre un nexo esencial entre el juicio confiado a los
sacerdotes en este Sacramento y la necesidad de que los penitentes manifiesten
sus propios pecados[51], excepto
en caso de imposibilidad. Por lo tanto, la confesión completa de los pecados
graves, siendo por institución divina parte constitutiva del Sacramento, en
modo alguno puede quedar confiada al libre juicio de los Pastores (dispensa,
interpretación, costumbres locales, etc.). La Autoridad eclesiástica competente
sólo especifica —en las relativas normas disciplinares— los criterios para
distinguir la imposibilidad real de confesar los pecados, respecto a otras
situaciones en las que la imposibilidad es únicamente aparente o, en todo caso,
superable.
En las circunstancias pastorales actuales,
atendiendo a las expresas preocupaciones de numerosos hermanos en el
Episcopado, considero conveniente volver a recordar algunas leyes canónicas
vigentes sobre la celebración de este sacramento, precisando algún aspecto del
mismo, para favorecer —en espíritu de comunión con la responsabilidad propia de
todo el Episcopado[52]—
su mejor administración. Se trata de hacer efectiva y de tutelar una
celebración cada vez más fiel, y por tanto más fructífera, del don confiado a
la Iglesia por el Señor Jesús después de la resurrección (cf. Jn 20, 19-23). Todo esto resulta
especialmente necesario, dado que en algunas regiones se observa la tendencia
al abandono de la confesión personal, junto con el recurso abusivo a la «absolución
general» o «colectiva», de tal modo que ésta no aparece como medio
extraordinario en situaciones completamente excepcionales. Basándose en una
ampliación arbitraria del requisito de la grave
necesidad[53], se
pierde de vista en la práctica la fidelidad a la configuración divina del
Sacramento y, concretamente, la necesidad de la confesión individual, con daños
graves para la vida espiritual de los fieles y la santidad de la Iglesia.
Así pues, tras haber oído el parecer de la
Congregación para la Doctrina de la fe, la Congregación para el Culto divino y
la disciplina de los sacramentos y el Consejo Pontificio para los Textos
legislativos, además de las consideraciones de los venerables Hermanos
Cardenales que presiden los Dicasterios de la Curia Romana, reiterando la
doctrina católica sobre el sacramento de la Penitencia y la Reconciliación
expuesta sintéticamente en el Catecismo de la
Iglesia Católica[54], consciente de mi responsabilidad pastoral y con plena conciencia de la
necesidad y eficacia siempre actual de este Sacramento, dispongo cuanto sigue:
1. Los Ordinarios han de recordar a todos los
ministros del sacramento de la Penitencia que la ley universal de la Iglesia ha
reiterado, en aplicación de la doctrina católica sobre este punto, que:
a) «La confesión individual e íntegra y la
absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de
que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia; sólo la
imposibilidad física o moral excusa de esa confesión, en cuyo caso la
reconciliación se puede conseguir también por otros medios»[55].
b) Por tanto, «todos los que, por su oficio, tienen
encomendada la cura de almas, están obligados a proveer que se oiga en
confesión a los fieles que les están encomendados y que lo pidan razonablemente;
y que se les dé la oportunidad de acercarse a la confesión individual, en días
y horas determinadas que les resulten asequibles»[56].
Además, todos los sacerdotes que tienen la facultad
de administrar el sacramento de la Penitencia, muéstrense siempre y totalmente
dispuestos a administrarlo cada vez que los fieles lo soliciten razonablemente[57]. La falta
de disponibilidad para acoger a las ovejas descarriadas, e incluso para ir en
su búsqueda y poder devolverlas al redil, sería un signo doloroso de falta de
sentido pastoral en quien, por la ordenación sacerdotal, tiene que llevar en sí
la imagen del Buen Pastor.
2. Los Ordinarios del lugar, así como los párrocos
y los rectores de iglesias y santuarios, deben verificar periódicamente que se
den de hecho las máximas facilidades posibles para la confesión de los fieles.
En particular, se recomienda la presencia visible de los confesores en los
lugares de culto durante los horarios previstos, la adecuación de estos
horarios a la situación real de los penitentes y la especial disponibilidad
para confesar antes de las Misas y también, para atender a las necesidades de
los fieles, durante la celebración de la Santa Misa, si hay otros sacerdotes
disponibles[58].
3. Dado que «el fiel está obligado a confesar según
su especie y número todos los pecados graves cometidos después del Bautismo y
aún no perdonados por la potestad de las llaves de la Iglesia ni acusados en la
confesión individual, de los cuales tenga conciencia después de un examen
diligente»[59], se
reprueba cualquier uso que restrinja la confesión a una acusación genérica o
limitada a sólo uno o más pecados considerados más significativos. Por otro
lado, teniendo en cuenta la vocación de todos los fieles a la santidad, se les
recomienda confesar también los pecados veniales[60].
4. La absolución a más de un penitente a la vez,
sin confesión individual previa, prevista en el can. 961 del Código de Derecho
Canónico, ha ser entendida y aplicada rectamente a la luz y en el contexto de
las normas precedentemente enunciadas. En efecto, dicha absolución «tiene un
carácter de excepcionalidad»[61] y no
puede impartirse «con carácter general a no ser que:
1º amenace un peligro
de muerte, y el sacerdote o los sacerdotes no tengan tiempo para oír la
confesión de cada penitente;
2º haya una
grave necesidad, es decir, cuando, teniendo en cuenta el número de los
penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente la confesión de
cada uno dentro de un tiempo razonable, de manera que los penitentes, sin culpa
por su parte, se verían privados durante notable tiempo de la gracia
sacramental o de la sagrada comunión; pero no se considera suficiente necesidad
cuando no se puede disponer de confesores a causa sólo de una gran concurrencia
de penitentes, como puede suceder en una gran fiesta o peregrinación»[62].
Sobre el caso de grave necesidad, se precisa cuanto sigue:
a) Se trata de situaciones que, objetivamente, son
excepcionales, como las que pueden producirse en territorios de misión o en
comunidades de fieles aisladas, donde el sacerdote sólo puede pasar una o pocas
veces al año, o cuando lo permitan las circunstancias bélicas, metereológicas u
otras parecidas.
b) Las dos condiciones establecidas en el canon para
que se dé la grave necesidad son inseparables, por lo que nunca es suficiente
la sola imposibilidad de confesar «como conviene» a las personas dentro de «un
tiempo razonable» debido a la escasez de sacerdotes; dicha imposibilidad ha de
estar unida al hecho de que, de otro modo, los penitentes se verían privados
por un «notable tiempo», sin culpa suya, de la gracia sacramental. Así pues, se
debe tener presente el conjunto de las circunstancias de los penitentes y de la
diócesis, por lo que se refiere a su organización pastoral y la posibilidad de
acceso de los fieles al sacramento de la Penitencia.
c) La primera condición, la imposibilidad de «oír
debidamente la confesión» «dentro de un tiempo razonable», hace referencia sólo
al tiempo razonable requerido para administrar válida y dignamente el
sacramento, sin que sea relevante a este respecto un coloquio pastoral más
prolongado, que puede ser pospuesto a circunstancias más favorables. Este
tiempo razonable y conveniente para oír las confesiones, dependerá de las
posibilidades reales del confesor o confesores y de los penitentes mismos.
d) Sobre la segunda condición, se ha de valorar,
según un juicio prudencial, cuánto deba ser el tiempo de privación de la gracia
sacramental para que se verifique una verdadera imposibilidad según el can.
960, cuando no hay peligro inminente de muerte. Este juicio no es prudencial si
altera el sentido de la imposibilidad física o moral, como ocurriría, por
ejemplo, si se considerara que un tiempo inferior a un mes implicaría
permanecer «un tiempo razonable» con dicha privación.
e) No es admisible crear, o permitir que se creen,
situaciones de aparente grave necesidad,
derivadas de la insuficiente administración ordinaria del Sacramento por no
observar las normas antes recordadas[63]
y, menos aún, por la opción de los penitentes en favor de la absolución
colectiva, como si se tratara de una posibilidad normal y equivalente a las dos
formas ordinarias descritas en el Ritual.
f) Una gran concurrencia de penitentes no
constituye, por sí sola, suficiente necesidad, no sólo en una fiesta solemne o
peregrinación, y ni siquiera por turismo u otras razones parecidas, debidas a
la creciente movilidad de las personas.
5. Juzgar si se dan las condiciones requeridas
según el can. 961, § 1, 2º, no corresponde al confesor, sino al Obispo
diocesano, «el cual, teniendo en cuenta los criterios acordados con los demás
miembros de la Conferencia Episcopal, puede determinar los casos en que se
verifica esa necesidad»[64]. Estos
criterios pastorales deben ser expresión del deseo de buscar la plena
fidelidad, en las circunstancias del respectivo territorio, a los criterios de
fondo expuestos en la disciplina universal de la Iglesia, los cuales, por lo
demás, se fundan en las exigencias que se derivan del sacramento mismo de la
Penitencia en su divina institución.
6. Siendo de importancia fundamental, en una
materia tan esencial para la vida de la Iglesia, la total armonía entre los
diversos Episcopados del mundo, las Conferencias Episcopales, según lo
dispuesto en el can. 455, §2 del C.I.C., enviarán cuanto antes a la Congregación
para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos el texto de las normas
que piensan emanar o actualizar, a la luz del presente Motu proprio, sobre la aplicación del can. 961 del C.I.C. Esto
favorecerá una mayor comunión entre los Obispos de toda la Iglesia, impulsando
por doquier a los fieles a acercarse con provecho a las fuentes de la
misericordia divina, siempre rebosantes en el sacramento de la Reconciliación.
Desde esta perspectiva de comunión será también
oportuno que los Obispos diocesanos informen a las respectivas Conferencias
Episcopales acerca de si se dan o no, en el ámbito de su jurisdicción, casos de grave necesidad. Será además deber de
las Conferencias Episcopales informar a la mencionada Congregación acerca de la
situación de hecho existente en su territorio y sobre los eventuales cambios
que después se produzcan.
7. Por lo que se refiere a las disposiciones
personales de los penitentes, se recuerda que:
a) «Para que un fiel reciba válidamente la
absolución sacramental dada a varios a la vez, se requiere no sólo que esté
debidamente dispuesto, sino que se proponga a la vez hacer en su debido tiempo
confesión individual de todos los pecados graves que en las presentes
circunstancias no ha podido confesar de ese modo»[65].
b) En la medida de lo posible, incluso en el caso de
inminente peligro de muerte, se exhorte antes a los fieles «a que cada uno haga
un acto de contrición»[66].
c) Está claro que no pueden recibir válidamente la
absolución los penitentes que viven habitualmente en estado de pecado grave y
no tienen intención de cambiar su situación.
8. Quedando a salvo la obligación de «confesar
fielmente sus pecados graves al menos una vez al año»[67],
«aquel a quien se le perdonan los pecados graves con una absolución general,
debe acercarse a la confesión individual lo antes posible, en cuanto tenga
ocasión, antes de recibir otra absolución general, de no interponerse una causa
justa»[68].
9. Sobre el
lugar y la sede para la
celebración del Sacramento, téngase presente que:
a) «El lugar propio para oír confesiones es una
iglesia u oratorio»[69], siendo
claro que razones de orden pastoral pueden justificar la celebración del
sacramento en lugares diversos[70];
b) las normas sobre la sede para la confesión son
dadas por las respectivas Conferencias Episcopales, las cuales han de
garantizar que esté situada en «lugar patente» y esté «provista de rejillas» de
modo que puedan utilizarlas los fieles y los confesores mismos que lo deseen[71].
Todo lo que he establecido con la presente Carta
apostólica en forma de Motu proprio,
ordeno que tenga valor pleno y permanente, y se observe a partir de este día,
sin que obste cualquier otra disposición en contra. Lo que he establecido con
esta Carta tiene valor también, por su naturaleza, para las venerables Iglesias
Orientales Católicas, en conformidad con los respectivos cánones de su propio
Código.
Dado en Roma,
junto a San Pedro, el 7 de abril, Domingo de la octava de Pascua o de la Divina
Misericordia, en el año del Señor 2002, vigésimo cuarto de mi Pontificado.
JUAN PABLO II
_______________________
El sacerdote, en la confesión, debe referir la enseñanza auténtica de la Iglesia
28 de marzo de
2003
Queridos hermanos:
1. El
curso sobre el fuero interno, organizado anualmente por la Penitenciaría
apostólica, me brinda la oportunidad de acogeros en una audiencia especial.
Dirijo un saludo cordial al pro-penitenciario mayor, monseñor Luigi De
Magistris, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Saludo
también a los prelados y oficiales del mismo Tribunal y a los padres
penitenciarios de las basílicas patriarcales de Roma, así como a los jóvenes
sacerdotes y aspirantes al sacerdocio que participan en esta tradicional
oportunidad de profundización doctrinal.
En
diversas ocasiones he expresado mi aprecio por cuantos se dedican al ministerio
penitencial en la Iglesia: en verdad, el sacerdote católico es, ante todo,
ministro del sacrificio redentor de Cristo en la Eucaristía y ministro del
perdón divino en el sacramento de la penitencia.
Sacerdocio y sacramento de la reconciliación
2. En
esta circunstancia, deseo considerar en particular la relación privilegiada que
existe entre el sacerdocio y el sacramento de la reconciliación, que el
presbítero debe recibir ante todo con fe y humildad, además de hacerlo con frecuencia
por convicción. En efecto, con respecto a los eclesiásticos, el concilio
Vaticano II enseña: “Los ministros de la gracia sacramental se unen íntimamente
a Cristo, salvador y pastor, por medio de la fructuosa recepción de los
sacramentos, sobre todo por la confesión sacramental frecuente, ya que,
preparado con el examen de conciencia diario, favorece muchísimo la necesaria
conversión del corazón al amor del Padre de las misericordias” (Presbyterorum ordinis, 18; Código de derecho canónico, c. 276, 2,
5° y, análogamente, Código de cánones de
las Iglesias orientales, c. 369, 1).
Al
valor intrínseco del sacramento de la penitencia, en cuanto recibido por el sacerdote
como penitente, se añade su eficacia ascética como ocasión de examen de sí
mismo y, por tanto, de verificación, gozosa o dolorosa, del propio nivel de
fidelidad a las promesas. Además, es un momento inefable de “experiencia” de la
caridad eterna que el Señor siente por cada uno de nosotros en su singularidad
irrepetible; es desahogo de desilusiones y amarguras, que tal vez nos han
infligido injustamente; y es bálsamo consolador para las múltiples formas de
sufrimiento que caracterizan la vida.
Un deber de caridad y de justicia
3.
Asimismo, en cuanto ministro del sacramento de la penitencia, el sacerdote,
consciente del valioso don de gracia puesto en sus manos, debe ofrecer a los
fieles la caridad de la acogida solícita, sin escatimar su tiempo, y sin
aspereza o frialdad en su trato. A la vez, debe practicar la caridad, más aún,
la justicia, al referir, sin variantes ideológicas y sin rebajas arbitrarias,
la enseñanza auténtica de la Iglesia, rechazando las profanas vocum novitates, con respecto a sus problemas.
En
particular, deseo llamar aquí vuestra atención hacia la necesaria adhesión al Magisterio
de la Iglesia sobre los complejos problemas que se plantean en el campo
bioético y sobre la normativa moral y canónica en el ámbito matrimonial. En mi
carta dirigida a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo de 2002 observé:
«A veces sucede que los fieles, a propósito de ciertas cuestiones éticas de
actualidad, salen de la confesión con ideas bastante confusas, en parte porque
“tampoco encuentran en los confesores la misma línea de juicio”. En realidad,
quienes ejercen en nombre de Dios y de la Iglesia este delicado ministerio tienen
el preciso deber de no cultivar, y menos aún manifestar en el momento de la
confesión, valoraciones personales no conformes con lo que la Iglesia enseña y
proclama. “No se puede confundir con el amor el faltar a la verdad por un mal
entendido sentido de comprensión”» (Carta a los sacerdotes, 17 de marzo de
2002, n. 10: L’Osservatore Romano,
edición en lengua española, 22 de marzo de 2002, p. 9).
Un instrumento para el discernimiento vocacional
4. El
sacramento de la penitencia, si se administra y se recibe bien, es un instrumento
excelente para el discernimiento vocacional. Quien actúa en el fuero interno
debe alcanzar personalmente la certeza moral sobre la idoneidad e integridad de
aquellos a quienes dirige espiritualmente, para poder aprobar lícitamente y
animar su intención de acceder a las órdenes. Por tanto, esa certeza moral sólo
se puede tener cuando la fidelidad del candidato a las exigencias de la
vocación se ha comprobado con una larga experiencia.
En cualquier
caso, el director espiritual no sólo debe ofrecer a los candidatos al
sacerdocio el discernimiento, sino también el ejemplo de su vida, tratando de
reproducir en sí el corazón de Cristo.
La mediación de María
5. El
recto y fructuoso ministerio penitencial y el deseo de recurrir personalmente
al sacramento de la penitencia dependen sobre todo de la gracia del Señor. Para
que el sacerdote obtenga este don es de singular importancia la mediación de
María, Madre de la Iglesia y Madre de los sacerdotes, por ser Madre de Jesús,
sumo y eterno Sacerdote. Que ella obtenga de su Hijo para todos los sacerdotes
el don de la santidad mediante el sacramento de la penitencia, recibido con
humildad y ofrecido con generosidad.
Que
sobre vuestras convicciones, vuestros propósitos y vuestras esperanzas
descienda, propiciadora de las bendiciones de Dios, la bendición apostólica,
que con afecto imparto a todos.
______________________
Sería ilusorio querer tender a la santidad sin recibir con frecuencia y fervor este sacramento de la conversión
27 de marzo de
2004
Señor cardenal;
venerados hermanos en el sacerdocio;
amadísimos jóvenes:
1. Me
alegra acoger, en este tiempo santo de la Cuaresma, camino de la Iglesia hacia
la Pascua tras las huellas de Cristo Señor, a todos los participantes en el
curso sobre el fuero interno. Este curso, que organiza todos los años el
tribunal de la Penitenciaría apostólica, lo siguen con particular interés no
sólo sacerdotes y confesores, sino también seminaristas que quieren prepararse
para desempeñar con generosidad y solicitud el ministerio de la reconciliación,
tan esencial para la vida de la Iglesia.
Lo
saludo ante todo a usted, señor cardenal James Francis Stafford, que, en
calidad de penitenciario mayor, acompaña por primera vez a este selecto grupo
de profesores y alumnos, juntamente con los oficiales del mismo tribunal. Veo
con alegría que están presentes también los beneméritos religiosos de diversas
Órdenes dedicadas al ministerio de la penitencia en las basílicas patriarcales de
Roma, en beneficio de los fieles de la ciudad y del mundo entero. A todos los
saludo con afecto.
2.
Hace treinta años entró en vigor en Italia el nuevo Ritual de la penitencia, promulgado unos meses antes por la Congregación
para el culto divino. Me parece justo recordar esta fecha, en la que se puso en
manos de los sacerdotes y de los fieles un valioso instrumento de renovación de
la confesión sacramental, tanto en las premisas doctrinales como en las
directrices para una digna celebración litúrgica. Quisiera atraer la atención
hacia la amplia selección de textos de la sagrada Escritura y de oraciones que
presenta el nuevo Ritual, para dar al momento sacramental toda la belleza y la
dignidad de una confesión de fe y de alabanza en presencia de Dios.
Además,
conviene destacar la novedad de la fórmula de la absolución sacramental, que
muestra mejor la dimensión trinitaria de este sacramento: la misericordia del
Padre, el misterio pascual de la muerte y resurrección del Hijo, y la efusión
del Espíritu Santo.
3. Con
el nuevo Ritual de la penitencia, tan
rico en referencias bíblicas, teológicas y litúrgicas, la Iglesia ha puesto en
nuestras manos una ayuda oportuna para vivir el sacramento del perdón a la luz
de Cristo resucitado. El mismo día de Pascua, como recuerda el evangelista,
Jesús entró en el cenáculo, estando cerradas las puertas, sopló sobre los
discípulos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos” (Jn 20, 22). Jesús
comunica su Espíritu, que es el “perdón de todos los pecados”, como afirma el Misal romano (cf. Oración sobre las
ofrendas del sábado de la VII semana de Pascua), para que el penitente obtenga,
por el ministerio de los presbíteros, la reconciliación y la paz.
El
perdón de los pecados, necesario para quien ha pecado, no es el único fruto de
este sacramento. También “produce una verdadera “resurrección espiritual”, una
restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el
más precioso de los cuales es la amistad de Dios” (Catecismo de la Iglesia
católica, n. 1468). Sería ilusorio querer tender a la
santidad, según la vocación que cada uno ha recibido de Dios, sin recibir con
frecuencia y fervor este sacramento de la conversión y de la santificación.
El
horizonte de la llamada universal a la santidad, que propuse como camino pastoral
de la Iglesia al inicio del tercer milenio (cf. Novo millennio ineunte, 30),
tiene en el sacramento de la reconciliación una premisa decisiva (cf. ib., 37). En efecto, el sacramento del
perdón y de la gracia, del encuentro que regenera y santifica, es el sacramento
que, juntamente con la Eucaristía, acompaña el camino del cristiano hacia la
perfección.
4. Por
su naturaleza, implica una purificación,
tanto en los actos del penitente, que abre su conciencia por su profunda
necesidad de ser perdonado y regenerado, como en la efusión de la gracia
sacramental, que purifica y renueva. Jamás seremos tan santos como para no
necesitar esta purificación sacramental: la confesión humilde, hecha con amor,
suscita una pureza cada vez más delicada en el servicio a Dios y en las
motivaciones que lo sostienen.
La
penitencia es sacramento de iluminación.
La palabra de Dios, la gracia sacramental, las exhortaciones del confesor,
verdadero “guía espiritual”, inspiradas por el Espíritu Santo y la humilde
reflexión del penitente iluminan su conciencia, le hacen comprender el mal
cometido y lo disponen a comprometerse nuevamente con el bien. Quien se confiesa
con frecuencia, y lo hace con el deseo de progresar, sabe que recibe en el
sacramento, además del perdón de Dios y de la gracia del Espíritu, una luz
valiosa para su camino de perfección.
Por
último, el sacramento de la penitencia realiza un encuentro que unifica con Cristo. Progresivamente, de confesión
en confesión, el fiel experimenta una comunión cada vez más profunda con el
Señor misericordioso, hasta la identificación plena con él, que tiene lugar en
la perfecta “vida en Cristo”, en la que consiste la verdadera santidad.
El
sacramento de la penitencia, vivido como encuentro con Dios Padre por Cristo en
el Espíritu, no sólo revela su belleza, sino también la conveniencia de su
celebración asidua y ferviente. Es un don también para nosotros, los sacerdotes,
que, aun estando llamados a desempeñar el ministerio sacramental, cometemos
faltas de las que debemos pedir perdón. La alegría de perdonar y la de ser
perdonados van juntas.
5.
Todos los confesores tienen la gran responsabilidad de desempeñar con bondad,
sabiduría y valentía este ministerio. Su cometido es hacer amable y deseable
este encuentro, que purifica y renueva en el camino hacia la perfección
cristiana y en la peregrinación hacia la Patria.
A la
vez que os deseo a todos vosotros, queridos confesores, que la gracia del Señor
os convierta en ministros dignos de la “palabra de la reconciliación” (cf. 2 Co 5, 19), encomiendo vuestro valioso
servicio a la Virgen Madre de Dios y Madre nuestra, a quien la Iglesia en este
tiempo de Cuaresma invoca, en una de las misas dedicadas a ella, como “Madre de
la reconciliación”.
Con
estos sentimientos, a todos imparto con afecto mi bendición.
_______________________
Enseñad con claridad la recta doctrina sobre la necesidad del sacramento de la Reconciliación para acercarse a comulgar
8 de marzo de 2005
Amadísimos
hermanos:
1. Con gran alegría
os dirijo un cordial saludo a todos vosotros, que participáis en el curso sobre
el fuero interno, organizado por el Tribunal de la Penitenciaría apostólica.
Dirijo un saludo especial al señor cardenal James Francis Stafford,
penitenciario mayor, a sus colaboradores, así como a los penitenciarios de las
basílicas de la ciudad de Roma, que prestan un servicio muy valioso e
importante.
El curso sobre el fuero
interno despierta interés entre los jóvenes sacerdotes alumnos de las
universidades y ateneos pontificios y constituye una cita formativa de notable
interés, que pone de relieve la necesidad de una continua actualización
teológica, pastoral y espiritual de los presbíteros, a los que se “ha confiado
el ministerio de la reconciliación” (2 Co 5, 18).
2. Las páginas
evangélicas que la liturgia propone a nuestra atención en este tiempo de
Cuaresma ayudan a comprender mejor el valor de este singular ministerio sacerdotal.
Muestran al Salvador mientras convierte a la samaritana y es para
ella fuente de alegría; cura al ciego de nacimiento y
se transforma para él en manantial de luz; resucita a Lázaro, y se manifiesta
como vida y resurrección que vence la muerte, consecuencia del pecado. Su
mirada penetrante, su palabra y su juicio de amor iluminan la conciencia de
cuantos se encuentran con él, suscitando en ellos conversión y renovación profunda.
Vivimos en una sociedad
que a menudo parece haber perdido el sentido de Dios y del pecado. Por eso, en
este contexto es aún más urgente la invitación de Cristo a la conversión, que
supone la confesión consciente de los propios pecados y la relativa petición de
perdón y de salvación. El sacerdote, en el ejercicio de su ministerio, sabe que
actúa “en la persona de Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo”; por eso,
debe cultivar en sí los mismos sentimientos de Cristo, aumentar en sí mismo la
caridad de Jesús maestro y pastor, médico de las almas y de los cuerpos, guía
espiritual, juez justo y misericordioso.
3. En la tradición
de la Iglesia, la reconciliación sacramental siempre ha sido considerada en
estrecha relación con el banquete sacrificial de la Eucaristía, memorial de
nuestra redención. Durante este año, dedicado particularmente al misterio
eucarístico, me parece muy útil atraer vuestra atención hacia la relación vital
que existe entre estos dos sacramentos.
Ya en las primeras
comunidades cristianas se sentía la necesidad de prepararse con una conducta de
vida digna para celebrar la fracción del pan eucarístico, que es “comunión” con
el cuerpo y la sangre del Señor, y “comunión” (koinonía) con
los creyentes que forman un solo cuerpo, porque se
alimentan del mismo cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 10, 16-17).
Es muy útil recordar las
exhortaciones de san Pablo a los fieles de Corinto, que tomaban a la ligera la
celebración de la “cena eucarística”, sin prestar atención al sentido profundo
del memorial de la muerte del Señor y a sus exigencias de comunión fraterna
(cf. 1 Co 11, 17 ss). Sus palabras, de gran severidad, nos exhortan
también a nosotros a recibir la Eucaristía con auténtica actitud de fe y de
amor (cf. 1 Co 11, 27-29).
En el rito de la santa
misa, muchos elementos ponen de relieve esta exigencia de purificación y conversión:
el acto penitencial inicial, las plegarias para obtener el perdón, el signo de
la paz, y las oraciones que los sacerdotes y los fieles rezan antes de la
comunión. Sólo quien tiene sincera conciencia de no haber cometido un pecado
mortal puede recibir el cuerpo de Cristo. Lo dice claramente el concilio de
Trento cuando afirma que “nadie debe acercarse a la sagrada Eucaristía con
conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin
preceder la confesión sacramental” (Sesión XIII, cap. 7; Denzinger
1646-1647). Y esta sigue siendo la doctrina de la Iglesia también hoy (cf. Catecismo
de la Iglesia católica, n. 1385, y Ecclesia de Eucharistia, 36-37).
4. Amadísimos
hermanos, sed solícitos al celebrar vosotros mismos el misterio eucarístico con
pureza de corazón y amor sincero. El Señor nos exhorta a no convertirnos en
sarmientos cortados de la vid. Enseñad con claridad y sencillez la recta
doctrina sobre la necesidad del sacramento de la reconciliación para recibir la
comunión, cuando se es consciente de no estar en gracia de Dios. Al mismo
tiempo, animad a los fieles a recibir el cuerpo y la sangre de Cristo para ser
purificados de los pecados veniales y de las imperfecciones, de modo que las
celebraciones eucarísticas resulten agradables a Dios y nos asocien a la
ofrenda de la Víctima santa e inmaculada, con el corazón contrito y humillado,
confiado y reconciliado. Sed para todos ministros asiduos, disponibles y
competentes del sacramento de la reconciliación, verdaderas imágenes de Cristo,
santo y misericordioso.
María, Madre de
misericordia, os ayude a vosotros y a todos los sacerdotes a ser “instrumentos”
dóciles de la misericordia y de la santidad de Dios. Que ella haga que cada
presbítero sea consciente de la elevada misión que está llamado a cumplir con
pureza de corazón y docilidad a la acción del Espíritu Santo, para derramar
sobre el mundo, con la creatividad y el ardor de la caridad, el don que él mismo
recibe en el altar.
Con estos sentimientos,
os bendigo de corazón a todos.
Hospital policlínico
Gemelli, 8 de marzo de 2005.
JUAN PABLO II
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BENEDICTO XVI
La confesión, sacramento del amor misericordioso de Dios
19 febrero 2007
Queridos hermanos:
Con alegría os
doy la bienvenida y os saludo con afecto, comenzando por el cardenal James Francis
Stafford, penitenciario mayor, a quien doy las gracias por las corteses palabras
que me acaba de dirigir. Saludo además al regente, monseñor Gianfranco Girotti,
y a los miembros de la Penitenciaría Apostólica.
Este encuentro me ofrece la oportunidad de expresar
mi profundo aprecio sobre todo a vosotros, queridos padres penitenciarios de las
basílicas papales de la Urbe, por el precioso ministerio pastoral que desempeñáis
con entrega. Al mismo tiempo, quiero extender mi cordial saludo a todos los sacerdotes
del mundo que se dedican con empeño al ministerio del confesionario.
El sacramento de la penitencia, que tanta importancia
tiene para la vida del cristiano, hace actual la eficacia redentora del misterio
pascual de Cristo. En el gesto de la absolución, pronunciada en nombre y por cuenta
de la Iglesia, el confesor se convierte en el medio consciente de un maravilloso
acontecimiento de gracia. Al adherir con docilidad al Magisterio de la Iglesia,
se convierte en ministro de la consoladora misericordia de Dios, pone de manifiesto
la realidad del pecado y al mismo tiempo la desmesurada potencia renovadora del
amor divino, amor que vuelve a dar la vida. La confesión se convierte, por tanto,
en un renacimiento espiritual, que transforma al penitente en una nueva criatura.
Este milagro de gracia sólo puede realizarlo Dios, y lo cumple a través de las palabras
y de los gestos del sacerdote. Al experimentar la ternura y el perdón del Señor,
el penitente reconoce más fácilmente la gravedad del pecado, y refuerza su decisión
para evitarlo y para permanecer y crecer en la reanudada amistad con Él.
En este misterioso proceso
de renovación interior, el confesor ya no es espectador pasivo, sino «persona dramatis»,
es decir, instrumento activo de la misericordia divina. Por tanto, es necesario
que junto a una buena sensibilidad espiritual y pastoral tenga una seria preparación
teológica, moral y pedagógica que le permita comprender lo que vive la persona.
Le es sumamente útil, además, conocer los ambientes sociales, culturales y profesionales
de quienes se acercan al confesionario para poder ofrecer consejos adecuados y orientaciones
tanto espirituales como prácticas. No hay que olvidar que el sacerdote, en este
sacramento, está llamado a desempeñar el papel de padre, juez espiritual, maestro
y educador. Esto exige una actualización constante, a la que pretenden contribuir
también los cursos sobre el «foro interno» promovidos por la Penitenciaría Apostólica.
Queridos sacerdotes, vuestro ministerio tiene
sobre todo un carácter espiritual. Por tanto, es necesario unir a la sabiduría humana
y a la preparación teológica, una profunda espiritualidad, alimentada por el contacto
orante con Cristo, Maestro y Redentor. En virtud de la ordenación presbiteral, de
hecho, el confesor desempeña un peculiar servicio «in persona Christi», con una
plenitud de dotes humanas que son reforzadas por la Gracia. Su modelo es Jesús,
el enviado del Padre, el manantial abundante al que acude es el soplo vivificante
del Espíritu Santo. Ante una responsabilidad tan elevada las fuerzas humanas son
sin duda inadecuadas, pero la humilde y fiel adhesión a los designios salvíficos
de Cristo nos hace, queridos hermanos, testigos de la redención universal que Él
actúa, aplicando la admonición de san Pablo, quien dice: «En Cristo estaba Dios
reconciliando al mundo consigo…, poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación»
(2 Corintios 5, 19).
Para cumplir con esta tarea tenemos que hacer
que penetre en nosotros mismos este mensaje de salvación y dejar que nos transforme
profundamente. No podemos predicar el perdón y la reconciliación a los demás, sino
no estamos personalmente penetrados por él. Si bien es verdad que en nuestro ministerio
hay varias maneras y medios de comunicar a los hermanos el amor misericordioso de
Dios, en la celebración de este Sacramento podemos hacerlo de la forma más completa
y eminente. Cristo nos ha escogido, queridos sacerdotes, para ser los únicos que
pueden perdonar los pecados en su nombre: se trata, por tanto, de un servicio eclesial
específico al que tenemos que dar prioridad.
¡Cuántas personas en dificultad buscan el apoyo
y el consuelo de Cristo! ¡Cuántos penitentes encuentran en la confesión la paz y
la alegría que perseguían desde hace tiempo! ¿Cómo no reconocer que también en nuestra
época, marcada por tantos desafíos religiosos y sociales, hay que redescubrir y
reproponer este sacramento?
Queridos hermanos, sigamos el ejemplo de los santos,
en particular de quienes, como vosotros, se dedicaban casi exclusivamente al ministerio
del confesionario. Entre otros, san Juan María Vianney, san Leopoldo Mandic, y más
recientemente, san Pío de Pietrelcina. Que ellos nos ayuden desde el cielo para
que sepáis dispensar con abundancia la misericordia y el perdón de Cristo Que María,
refugio de los pecadores, os alcance la fuerza, el aliento y la esperanza para continuar
generosamente con vuestra indispensable misión. Os aseguro de corazón mi oración,
mientras os bendigo con afecto a todos.
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En el centro de la celebración sacramental no está el pecado, sino la misericordia de Dios
7 de marzo 2008
Señor cardenal;
venerados hermanos en el
episcopado y en el sacerdocio;
queridos penitenciarios de
las basílicas romanas:
Me alegra recibiros, mientras
llega a su término el curso sobre el fuero interno que la Penitenciaría apostólica
organiza desde hace varios años durante la Cuaresma. Con un programa esmeradamente
preparado, este encuentro anual presta un valioso servicio a la Iglesia y contribuye
a mantener vivo el sentido de la santidad del sacramento de la Reconciliación. Por
tanto, expreso mi cordial agradecimiento a quienes lo organizan y, en particular,
al penitenciario mayor, el cardenal James Francis Stafford, a quien saludo y agradezco
las amables palabras que me ha dirigido. Saludo asimismo y manifiesto mi gratitud
al regente y al personal de la Penitenciaría, así como a los beneméritos religiosos
de diversas Órdenes que administran el sacramento de la Penitencia en las basílicas
papales de Roma. Saludo, además, a todos los participantes en el curso.
La Cuaresma es un tiempo
muy propicio para meditar en la realidad del pecado a la luz de la misericordia
infinita de Dios, que el sacramento de la Penitencia manifiesta en su forma más
elevada. Por eso, aprovecho de buen grado la ocasión para proponer a vuestra atención
algunas reflexiones sobre la administración de este sacramento en nuestra época,
que por desgracia está perdiendo cada vez más el sentido del pecado.
Es necesario ayudar a quienes
se confiesan a experimentar la ternura divina para con los pecadores arrepentidos
que tantos episodios evangélicos muestran con tonos de intensa conmoción. Tomemos,
por ejemplo, la famosa página del evangelio de san Lucas que presenta a la pecadora
perdonada (cf. Lc 7, 36-50). Simón, fariseo y rico “notable” de la ciudad,
ofrece en su casa un banquete en honor de Jesús. Inesperadamente, desde el fondo
de la sala, entra una huésped no invitada ni prevista: una conocida pecadora pública.
Es comprensible el malestar de los presentes, que a la mujer no parece preocuparle.
Ella avanza y, de modo más bien furtivo, se detiene a los pies de Jesús. Había escuchado
sus palabras de perdón y de esperanza para todos, incluso para las prostitutas,
y está allí conmovida y silenciosa. Con sus lágrimas moja los pies de Jesús, se
los enjuga con sus cabellos, los besa y los unge con un agradable perfume. Al actuar
así, la pecadora quiere expresar el afecto y la gratitud que alberga hacia el Señor
con gestos familiares para ella, aunque la sociedad los censure.
Frente al desconcierto general,
es precisamente Jesús quien afronta la situación: “Simón, tengo algo que decirte”.
El fariseo le responde: “Di, maestro”. Todos conocemos la respuesta de Jesús con
una parábola que podríamos resumir con las siguientes palabras que el Señor dirige
fundamentalmente a Simón: “¿Ves? Esta mujer sabe que es pecadora e, impulsada por
el amor, pide comprensión y perdón. Tú, en cambio, presumes de ser justo y tal vez
estás convencido de que no tienes nada grave de lo cual pedir perdón”.
Es elocuente el mensaje que
transmite este pasaje evangélico: a quien ama mucho Dios le perdona todo. Quien
confía en sí mismo y en sus propios méritos está como cegado por su yo y su corazón
se endurece en el pecado. En cambio, quien se reconoce débil y pecador se encomienda
a Dios y obtiene de él gracia y perdón. Este es precisamente el mensaje que debemos
transmitir: lo que más cuenta es hacer comprender que en el sacramento de la Reconciliación,
cualquiera que sea el pecado cometido, si lo reconocemos humildemente y acudimos
con confianza al sacerdote confesor, siempre experimentamos la alegría pacificadora
del perdón de Dios.
Desde esta perspectiva, asume
notable importancia vuestro curso, orientado a preparar confesores bien formados
desde el punto de vista doctrinal y capaces de hacer experimentar a los penitentes
el amor misericordioso del Padre celestial. ¿No es verdad que hoy se asiste a cierto
desafecto por este sacramento? Cuando sólo se insiste en la acusación de los pecados,
que también debe hacerse y es necesario ayudar a los fieles a comprender su importancia,
se corre el peligro de relegar a un segundo plano lo que es central en él, es decir,
el encuentro personal con Dios, Padre de bondad y de misericordia. En el centro
de la celebración sacramental no está el pecado, sino la misericordia de Dios, que
es infinitamente más grande que nuestra culpa.
Los pastores, y especialmente
los confesores, también deben esforzarse por poner de relieve el vínculo íntimo
que existe entre el sacramento de la Reconciliación y una existencia encaminada
decididamente a la conversión. Es necesario que entre la práctica del sacramento
de la Confesión y una vida orientada a seguir sinceramente a Cristo se instaure
una especie de “círculo virtuoso” imparable, en el que la gracia del sacramento
sostenga y alimente el esfuerzo por ser discípulos fieles del Señor.
El tiempo cuaresmal, en el
que nos encontramos, nos recuerda que nuestra vida cristiana debe tender siempre
a la conversión y, cuando nos acercamos frecuentemente al sacramento de la Reconciliación,
permanece vivo en nosotros el anhelo de perfección evangélica. Si falta este anhelo
incesante, la celebración del sacramento corre, por desgracia, el peligro de transformarse
en algo formal que no influye en el entramado de la vida diaria. Por otra parte,
si, aun estando animados por el deseo de seguir a Jesús, no nos confesamos regularmente,
corremos el riesgo de reducir poco a poco el ritmo espiritual hasta debilitarlo
cada vez más y, tal vez, incluso hasta apagarlo.
Queridos hermanos, no es
difícil comprender el valor que tiene en la Iglesia vuestro ministerio de dispensadores
de la misericordia divina para la salvación de las almas. Seguid e imitad el ejemplo
de tantos santos confesores que, con su intuición espiritual, ayudaban a los penitentes
a caer en la cuenta de que la celebración regular del sacramento de la Penitencia
y la vida cristiana orientada a la santidad son componentes inseparables de un mismo
itinerario espiritual para todo bautizado. Y no olvidéis que también vosotros debéis
ser ejemplos de auténtica vida cristiana.
La Virgen María, Madre de
misericordia y de esperanza, os ayude a vosotros y a todos los confesores a prestar
con celo y alegría este gran servicio, del que depende en tan gran medida la vida
de la Iglesia. Yo os aseguro un recuerdo en la oración y con afecto os bendigo.
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Es urgente formar rectamente la conciencia de los fieles
12 de marzo de 2009
Al Venerado Hermano
señor cardenal James Francis Stafford
Penitenciario Mayor
Con satisfacción, también este año, me dirijo
con afecto a usted, señor cardenal, y a los queridos participantes en el curso sobre
el Fuero Interno, promovido por esta Penitenciaría Apostólica y que ha llegado ahora
a su XX edición. Saludo a todos con afecto empezando por usted, venerado hermano,
extendiendo mi grato pensamiento al Regente, al personal de la Penitenciaría, a
los organizadores de este encuentro, como también a los religiosos de las distintas
órdenes que administran el sacramento de la penitencia en las Basílicas Papales
de Roma.
Esta benemérita iniciativa pastoral vuestra, que
atrae cada vez más interés y atención, como lo atestigua el número de cuantos quieren
formar parte de ella, constituye un seminario singular de actualización pastoral,
cuyos resultados no confluirán, como en las Actas de otros congresos, sólo en una
publicación al caso, sino que se convertirán en materiales útiles a los participantes
para proporcionar respuestas adecuadas a cuantos se encuentren durante la administración
del sacramento de la penitencia. En este nuestro tiempo, constituye sin duda una
de nuestras prioridades pastorales el formar rectamente la conciencia de
los creyentes para que, como he podido reafirmar en otras ocasiones, en la medida
en que se pierde el sentido del pecado, aumentan por desgracia los sentimientos
de culpa, que se quisieran eliminar con remedios paliativos insuficientes. En la
formación de las conciencias contribuyen múltiples y preciosos instrumentos espirituales
y pastorales que hay que valorar cada vez más; entre estos me limito a señalar hoy
brevemente la catequesis, la predicación, la homilía, la dirección espiritual, el
sacramento de la Reconciliación y la celebración de la Eucaristía.
Ante todo, la catequesis. Como todos los
sacramentos, también el de la Penitencia requiere una catequesis previa y una catequesis
mistagógica para profundizar el sacramento “per ritus et preces”, como bien subraya
la Constitución litúrgica Sacrosanctum Concilium del Vaticano II (cfr n.
48). Una catequesis adecuada ofrece una contribución concreta a la educación de
las conciencias estimulándolas a percibir cada vez mejor el sentido del pecado,
hoy en parte perdido o, peor, oscurecido por un modo de pensar y de vivir “etsi
Deus non daretur”, según la conocida expresión de Grocio, que está ahora de
gran actualidad, y que denota un relativismo cerrado al verdadero sentido de la
vida.
A la catequesis debe unirse un sabio uso de la
predicación, que en la historia de la Iglesia ha conocido formas diversas
según la mentalidad y las necesidades pastorales de los fieles. También hoy, en
nuestras comunidades se practican estilos diversos de comunicación que utilizan
cada vez más los modernos instrumentos telemáticos a nuestra disposición. En efecto,
los actuales media si por un lado representan un desafío con el que medirse,
por otro ofrecen oportunidades providenciales para anunciar de forma nueva y más
cercana a las sensibilidades contemporáneas la perenne e inmutable Palabra de verdad
que el Divino maestro ha confiado a su Iglesia. La homilía, que con la reforma querida
por el Concilio Vaticano II ha vuelto a adquirir su papel “sacramental” dentro del
único acto de culto constituido por la liturgia de la Palabra y por la de la Eucaristía
(SC 56), es sin duda la forma de predicación más difundida, con la que cada domingo
se educa la conciencia de millones de fieles. En el reciente Sínodo de los Obispos,
dedicado precisamente a la Palabra de Dios en la Iglesia, diversos padres sinodales
insistieron oportunamente en el valor y la importancia de la homilía para adaptarla
a la mentalidad contemporánea.
También la “dirección espiritual” contribuye
a formar las conciencias. Hoy más que nunca se necesitan “maestros de espíritu”
sabios y santos: un importante servicio eclesial, para el que es necesaria sin duda
una vitalidad interior que debe implorarse como don del Espíritu Santo mediante
la oración prolongada e intensa y una preparación específica adquirida con cuidado.
Todo sacerdote además está llamado a administrar la misericordia divina en el sacramento
de la Penitencia, mediante el cual perdona en nombre de Cristo los pecados y
ayuda al penitente a recorrer el camino exigente de la santidad con conciencia recta
y formada. Para poder llevar a cabo un ministerio tan indispensable, todo presbítero
debe alimentar su propia vida espiritual y cuidar la permanente actualización teológica
y pastoral. Finalmente, la conciencia del creyente se afina cada vez más gracias
a una devota y consciente participación en la Santa Misa, que es el sacrificio
de Cristo para la remisión de los pecados. Cada vez que el sacerdote celebra la
Eucaristía, recuerda en la Plegaria Eucarística que la Sangre de Cristo se derramó
para el perdón de nuestros pecados, por lo que, en la participación sacramental
en el memorial del Sacrificio de la Cruz, se realiza el pleno encuentro de la misericordia
del Padre con cada uno de nosotros.
Exhorto a los participantes en el Curso a atesorar
cuanto han aprendido sobre el sacramento de la Penitencia. En los diversos contextos
en que se encontrarán viviendo y trabajando, procuren mantener siempre vivos en
sí mismos la conciencia de deber ser dignos “ministros” de la misericordia divina
y educadores responsables de las conciencias. Que se inspiren en el ejemplo de los
santos confesores y maestros espirituales, entre los cuales quiero recordar particularmente
al Cura de Ars, san Juan María Vianney, de quien precisamente este año recordamos
el 150 aniversario de su muerte. De él se ha escrito que “durante más de cuarenta
años guió de modo admirable la parroquia a él confiada... con la predicación asidua,
la oración y una vida de penitencia. En la catequesis que impartía cada día a niños
y a adultos, en la reconciliación que administraba a los penitentes y en las obras
impregnadas de esa caridad ardiente, que él obtenía de la santa Eucaristía como
de una fuente, avanzó hasta tal punto que difundió en todo lugar su consejo y acercó
sabiamente a muchos a Dios” (Martirologio, 4 agosto). He aquí un modelo al
que mirar y un protector al que invocar cada día.
Vele finalmente sobre el ministerio sacerdotal
de cada uno la Virgen María, a la que en el tiempo de Cuaresma invocamos y honramos
como “discípula del Señor” y “Madre de la reconciliación”. Con estos sentimientos,
mientras os exhorto a cada uno a dedicaros con empeño al ministerio de las confesiones
y de la confesión espiritual le imparto de corazón a usted, venerado hermano, a
los presentes en el Curso y a sus seres queridos mi Bendición.
En el Vaticano, 12
de marzo de 2009
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Es necesario volver al confesonario
11 de marzo de 2010
Queridos
amigos,
Me alegra encontrarme con vosotros y dirigiros
a cada uno de vosotros mi bienvenida, con motivo del Curso anual sobre el Fuero
Interno, organizado por la Penitenciaría Apostólica. Saludo cordialmente a monseñor
Fortunato Baldelli, que, por primera vez, como Penitenciario Mayor, ha dirigido
vuestras sesiones de estudio, y le doy las gracias por las palabras que me ha dirigido.
Con él saludo a monseñor Gianfranco Girotti, Regente, al personal de la Penitenciaría
y a todos vosotros que, con la participación en esta iniciativa, manifestáis la
fuerte exigencia de profundizar una temática esencial para el ministerio y la vida
de los presbíteros.
Vuestro Curso se sitúa, providencialmente, en
el Año Sacerdotal, que he convocado para el 150º aniversario del nacimiento al Cielo
de san Juan María Vianney, que ejerció de manera heroica y fecunda el ministerio
de la Reconciliación. Como afirmé en la Carta de convocatoria: “Todos los sacerdotes
hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que
él, [el Cura de Ars] ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien
a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es
infinita”. Del Santo Cura de Ars, los sacerdotes podemos aprender no sólo una confianza
inagotable en el Sacramento de la Penitencia, que nos anima a colocarlo en el centro
de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del “diálogo de salvación”
que en él se debe desarrollar”. ¿Dónde se hunden las raíces de la heroicidad y la
fecundidad, con las que San Juan María Vianney vivió su propio ministerio de confesor?
Ante todo en una intensa dimensión penitencial personal. La conciencia del propio
límite y la necesidad de recurrir a la Misericordia Divina para pedir perdón, para
convertir el corazón y para ser sostenido en el camino de santidad, son fundamentales
en la vida del sacerdote: sólo quien ha experimentado primero la grandeza puede
ser convincente anunciador y administrador de la Misericordia de Dios. Todo sacerdote
se convierte en ministro de la Penitencia por la configuración ontológica a Cristo,
Sumo y Eterno Sacerdote, que reconcilia a la humanidad con el Padre; sin embargo,
la fidelidad al administrar el Sacramento de la Reconciliación es confiada a la
responsabilidad del presbítero.
Vivimos en un contexto cultural marcado por la
mentalidad hedonista y relativista, que tiende a suprimir a Dios del horizonte de
la vida, no favorece la adquisición de un marco claro de valores de referencia y
no ayuda a discernir el bien del mal ni a madurar un justo sentido de pecado. Esta
situación hace todavía más urgente el servicio de administradores de la Misericordia
Divina. No debemos olvidar, de hecho, que hay una especie de círculo vicioso entre
el ofuscamiento de la experiencia de Dios y la pérdida de sentido de pecado. Sin
embargo, si tenemos en cuenta el contexto cultural en el que vive san Juan María
Vianney, vemos que, por varios aspectos, no era tan diferente al nuestro. También
en su tiempo, de hecho, existía una mentalidad hostil a la fe, expresada en fuerzas
que buscaban incluso impedir el ejercicio del ministerio. En esas circunstancias,
el Santo Cura de Ars hace “de la iglesia su casa”, para conducir a los hombres a
Dios. Él vivía con radicalidad el espíritu de oración, la relación personal e íntima
con Cristo, la celebración de la S. Misa, la Adoración eucarística y la pobreza
evangélica, mostrando a sus contemporáneos un signo tan evidente de la presencia
de Dios, que empujaba a muchos penitentes a acercarse a su confesionario. En las
condiciones de libertad en las que hoy es posible ejercer el ministerio sacerdotal,
es necesario que los presbíteros vivan en “alto grado” la propia respuesta a la
vocación, porque sólo quien se convierte cada día en presencia viva y clara del
Señor puede suscitar en los fieles el sentido de pecado, dar ánimo y suscitar el
deseo del perdón de Dios.
Queridos hermanos, es necesario volver al confesonario,
como lugar en el que celebrar el Sacramento de la Reconciliación, pero también como
lugar en el que “habitar” más a menudo, para que el fiel pueda encontrar misericordia,
consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios y experimentar la presencia
de la Misericordia Divina, junto a la Presencia real en la Eucaristía. La “crisis”
del Sacramento de la Penitencia, de la que a menudo se habla, interpela en primer
lugar a los sacerdotes y a su gran responsabilidad de educar al Pueblo de Dios en
las radicales exigencias del Evangelio. En particular, les pide dedicarse generosamente
a la escucha de las confesiones sacramentales; guiar con coraje a la grey, para
que no se conforme a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12,2), sino que sepa tomar
decisiones también a contracorriente, evitando adaptaciones o compromisos. Por eso
es importante que el sacerdote tenga una permanente tensión ascética, alimentada
por la comunión con Dios, y se dedique a una constante actualización en el estudio
de la teología moral y de las ciencias humanas.
San Juan María Vianney sabía entablar con los
penitentes un verdadero y apropiado “diálogo de salvación” mostrando la belleza
y la grandeza de la bondad del Señor y suscitando ese deseo de Dios y del Cielo,
del que los santos son los primeros portadores. Él afirmaba: “El Buen Dios sabe
Todo. Incluso antes de que os confesarais, ya sabía que pecaríais y sin embargo
os perdona. ¡Es tan grande el Amor de nuestro Dios, que llega hasta olvidar voluntariamente
el futuro, para perdonarnos!” (Monnin, A., Il Curato d’Ars. Vita di Gian-Battista-Maria
Vianney, vol. I, Torino 1870, p. 130). Es tarea del sacerdote favorecer esa experiencia
de “diálogo de salvación”, que, naciendo de la certeza de ser amados por Dios, ayuda
al hombre a reconocer el propio pecado y a introducirse, progresivamente, en esa
estable dinámica de conversión del corazón, que lleva a la radical renuncia al mal
y a una vida según Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1431).
Queridos sacerdotes, ¡qué extraordinario ministerio
nos ha confiado el Señor! Como en la Celebración Eucarística Él se pone en manos
del sacerdote para continuar estando presente en medio de su Pueblo, análogamente,
en el Sacramento de la Reconciliación Él se confía al sacerdote para que los hombres
hagan la experiencia del abrazo con el que el padre acoge a su hijo pródigo, devolviéndole
la dignidad filial y volviéndolo a constituir plenamente en heredero (cf. Lc 15,11-32).
La Virgen María y el Santo Cura de Ars nos ayuden a experimentar en nuestra vida
la amplitud, la longitud, la altura y la profundidad del Amor de Dios (cf. Ef 3,18-19),
para ser fieles y generosos administradores. Os doy las gracias a todos de corazón
y de buen grado os imparto mi Bendición.
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El valor pedagógico de la confesión sacramental
25 de marzo de 2011
Queridos amigos, estoy
muy contento de dirigir a cada uno de vosotros mi más cordial bienvenida. Saludo
al cardenal Fortunato Baldelli, Penitenciario Mayor, y le agradezco las corteses
palabras que me ha dirigido. Saludo al Regente de la Penitenciaria, monseñor Gianfranco
Girotti, al personal, los colaboradores y a todos los participantes del Curso sobre
el Fuero Interno, que se ha convertido en una cita tradicional y una importante
ocasión para profundizar en los temas relacionados con el Sacramento de la Penitencia.
Deseo detenerme con
vosotros sobre un aspecto que quizás no se ha considerado suficientemente, pero
que es de gran relevancia espiritual y pastoral: el valor pedagógico de la Confesión
sacramental. Si es verdad que siempre es necesario salvaguardar la objetividad de
los efectos del Sacramento y su correcta celebración según las normas del Rito de
la Penitencia, no está fuera de lugar la reflexión sobre cuanto pueda esto educar
la fe, sea del ministro, sea del penitente. La fiel y generosa disponibilidad
de los sacerdotes en la escucha de las confesiones, sobre el ejemplo de los
grandes Santos de la historia, desde San Juan María Vianney hasta san Juan
Bosco, desde san Josemaría Escrivá a san Pío de Pietrelcina, desde san Giuseppe
Cafasso a san Leopoldo Mandić, nos indica a todos nosotros como el
confesionario puede ser un “lugar” real de santificación.
¿De qué modo educa
el Sacramento de la Penitencia? ¿En qué sentido tiene su celebración, un valor pedagógico,
antes que nada para los ministros? Podríamos comenzar desde el reconocimiento de
que la misión sacerdotal constituye un punto de observación único y privilegiado,
del cual, cotidianamente, se da la contemplación del esplendor de la Misericordia
divina. Cuantas veces en la celebración del Sacramento de la Penitencia, el sacerdote
asiste a verdaderos y propios milagros de conversión, que, renovando “el encuentro
con un acontecimiento, con una Persona” (Enc. Deus Caritas est, nº1), refuerzan su misma fe. En el fondo, confesar
significa asistir a tantas “professiones fidei”
cuantos son los penitentes, y contemplar la acción de Dios misericordioso en la
historia, tocar con la mano los efectos salvíficos de la Cruz y de la Resurrección
de Cristo, en todo tiempo y para cada hombre. No raramente nos colocamos ante verdaderos
y propios dramas existenciales y espirituales, que no encuentran respuesta en las
palabras de los hombres, pero que son abrazados y asumidos por el Amor divino,
que perdona y transforma: “Aunque vuestros pecados sean como la escarlata, se volverán
blancos como la nieve” (Is 1,18).
Conocer y, en cierto
modo, visitar el abismo del corazón humano, incluso en los aspectos oscuros, si
por un lado pone a prueba la humanidad y la fe del mismo sacerdote, por el otro
lado alimenta en él la certeza de que la última palabra sobre el mal del hombre
y de la historia es de Dios, y de su Misericordia, capaz de hacer nuevas todas las
cosas (cfr Ap 21,5). Cuanto puede aprender el sacerdote de penitentes ejemplares
de su vida espiritual, de la seriedad con la que conducen su examen de conciencia,
de la transparencia en el reconocimiento del propio pecado y por la docilidad hacia
la enseñanza de la Iglesia y las indicaciones del confesor. ¡De la administración
del Sacramento de la Penitencia podemos recibir profundas lecciones de humildad
y de fe! Es una llamada muy fuerte para todo sacerdote a la conciencia de la propia
identidad. ¡Nunca, sólo por la fuerza de nuestra humanidad, podremos escuchar las
confesiones de los hermanos! Si estos se acercan a nosotros es sólo porque somos
sacerdotes, configurados en Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, y capaces de actuar
en su Nombre y en su Persona, de hacer realmente presente a Dios que perdona, renueva
y transforma. La celebración del Sacramento de la Penitencia tiene un valor pedagógico
para el sacerdote, con respecto a su fe, a la verdad y pobreza de su persona y alimenta
en él su conciencia de la identidad sacramental.
¿Cuál es el valor pedagógico
del Sacramento de la Penitencia para los penitentes? Debemos comenzar diciendo que
esto depende, antes que nada, de la acción de la Gracia y de los efectos objetivos
del Sacramento en el alma del fiel. Ciertamente la Reconciliación sacramental es
uno de los momentos en los que la libertad personal y la conciencia de uno mismo
están llamadas a expresarse en un modo particularmente evidente. Y quizás también
por esto, en una época de relativismo y, por consiguiente, de una conciencia atenuada
del propio ser, se debilita también la práctica sacramental. El examen de conciencia
tiene un importante valor pedagógico: educa a mirar con sinceridad la propia existencia,
a confrontarla con la verdad del Evangelio y a valorarla con parámetros no sólo
humanos, sino tomados de la Revelación divina. La confrontación con los Mandamientos
y con las Bienaventuranzas y, sobre todo, con el Precepto del amor, constituye la
primera gran “escuela penitencial”.
En nuestro tiempo caracterizado
por el ruido, la distracción, la soledad, el coloquio del penitente con el confesor
puede ser una de las pocas, sino la única ocasión de ser escuchado de verdad y en
profundidad. Queridos sacerdotes, no dejéis de darle el espacio adecuado al ejercicio
del ministerio de la Penitencia en el confesionario: ser acogidos y escuchados constituye
también un signo humano de la acogida y de la bondad de Dios hacia sus hijos. La
confesión íntegra de los pecados, además, educa al penitente a la humildad, al reconocimiento
de la propia fragilidad y, al mismo tiempo, a la conciencia de la necesidad del
perdón de Dios y a la confianza de que la Gracia divina puede transformar la vida.
Del mismo modo, escuchar las advertencias y de los consejos del confesor es importante
para el juicio sobre los actos, para el camino espiritual y para la curación interior
del penitente. ¡No olvidemos cuantas conversiones y cuantas existencias realmente
santas comenzaron en un confesionario! La acogida de la penitencia, la escucha de
las palabras “Yo te absuelvo de tus pecados” representan, finalmente, una escuela
verdadera de amor y de esperanza, que guía a la plena confianza en el Dios Amor
revelado en Jesucristo, a la responsabilidad y al compromiso de la conversión continua.
Queridos sacerdotes,
que experimentar nosotros primero la Misericordia divina y ser humildes instrumentos
de ella, nos eduque a una siempre fiel celebración del Sacramento de la Penitencia
y a una profunda gratitud hacia Dios, que “nos ha confiado el ministerio de la reconciliación
(1Cor 5,18). A la Beata Virgen María, Mater misericordiae y Refugium peccatorum,
confío los frutos de vuestro Curso sobre el Fuero Interno y el ministerio de todos
los Confesores, mientras que con gran afecto os bendigo.
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En el confesionario también comienza la Nueva Evangelización
9 de marzo de 2012
Queridos amigos:
Me alegra mucho tener
este encuentro con vosotros con ocasión del curso anual sobre el fuero interno,
que organiza la Penitenciaría apostólica. Dirijo un cordial saludo al cardenal
Manuel Monteiro de Castro, penitenciario mayor, quien como tal, por primera
vez, ha presidido vuestras sesiones de estudio, y le doy las gracias por las
cordiales expresiones que ha querido manifestarme. Saludo también a monseñor
Gianfranco Girotti, regente, al personal de la Penitenciaría y a cada uno de
vosotros, que, con vuestra presencia, recordáis a todos la importancia que
tiene para la vida de fe el sacramento de la Reconciliación, evidenciando tanto
la necesidad permanente de una adecuada preparación teológica, espiritual y
canónica para poder ser confesores, como, sobre todo, el vínculo constitutivo
entre celebración sacramental y anuncio del Evangelio.
Los sacramentos y el
anuncio de la Palabra, en efecto, jamás se deben concebir separadamente; al
contrario, «Jesús afirma que el anuncio del reino de Dios es el objetivo de su
misión; pero este anuncio no es sólo un “discurso”, sino que incluye, al mismo
tiempo, su mismo actuar; los signos, los milagros que Jesús realiza indican que
el Reino viene como realidad presente y que coincide en última instancia con su
persona, con el don de sí mismo (…). El sacerdote representa a Cristo, al
Enviado del Padre, continúa su misión, mediante la “palabra” y el “sacramento”,
en esta totalidad de cuerpo y alma, de signo y palabra» (Audiencia general,
5 de mayo de 2010; L’Osservatore
Romano, edición en lengua española, 9 de mayo de 2010, pp. 15-16).
Precisamente esta totalidad, que hunde sus raíces en el misterio mismo de la
Encarnación, nos sugiere que la celebración del sacramento de la Reconciliación
es ella misma anuncio y por eso camino que hay que recorrer para la obra de la
nueva evangelización.
¿En qué sentido la
Confesión sacramental es «camino» para la nueva evangelización? Ante todo
porque la nueva evangelización saca linfa vital de la santidad de los hijos de
la Iglesia, del camino cotidiano de conversión personal y comunitaria para
conformarse cada vez más profundamente a Cristo. Y existe un vínculo estrecho
entre santidad y sacramento de la Reconciliación, testimoniado por todos los
santos de la historia. La conversión real del corazón, que es abrirse a la
acción transformadora y renovadora de Dios, es el «motor» de toda reforma y se
traduce en una verdadera fuerza evangelizadora. En la Confesión el pecador
arrepentido, por la acción gratuita de la misericordia divina, es justificado,
perdonado y santificado; abandona el hombre viejo para revestirse del hombre
nuevo. Sólo quien se ha dejado renovar profundamente por la gracia divina puede
llevar en sí mismo, y por lo tanto anunciar, la novedad del Evangelio. El beato
Juan Pablo II, en la carta apostólica Novo
millennio ineunte, afirmaba: «Deseo pedir, además, una renovada valentía
pastoral para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa
proponer de manera convincente y eficaz la práctica del sacramento de la
Reconciliación» (n. 37). Quiero subrayar este llamamiento, sabiendo que la
nueva evangelización debe dar a conocer al hombre de nuestro tiempo el rostro
de Cristo «como mysterium pietatis,
en el que Dios nos muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia
plenamente consigo. Este es el rostro de Cristo que es preciso hacer que
descubran también a través del sacramento de la Penitencia» (ib.).
En una época de
emergencia educativa, en la que el relativismo pone en discusión la posibilidad
misma de una educación entendida como introducción progresiva al conocimiento
de la verdad, al sentido profundo de la realidad, por ello como introducción
progresiva a la relación con la Verdad que es Dios, los cristianos están
llamados a anunciar con vigor la posibilidad del encuentro entre el hombre de
hoy y Jesucristo, en quien Dios se ha hecho tan cercano que se le puede ver y
escuchar. En esta perspectiva, el sacramento de la Reconciliación, que parte de
una mirada a la condición existencial propia y concreta, ayuda de modo singular
a esa «apertura del corazón» que permite dirigir la mirada a Dios para que
entre en la vida. La certeza de que él está cerca y en su misericordia espera
al hombre, también al que está en pecado, para sanar sus enfermedades con la
gracia del sacramento de la Reconciliación, es siempre una luz de esperanza
para el mundo.
Queridos sacerdotes y
queridos diáconos que os preparáis para el presbiterado: en la administración
de este sacramento se os da o se os dará la posibilidad de ser instrumentos de
un encuentro siempre renovado de los hombres con Dios. Quienes se dirijan a
vosotros, precisamente por su condición de pecadores, experimentarán en sí
mismos un deseo profundo: deseo de cambio, petición de misericordia y, en
definitiva, deseo de que vuelva a tener lugar, a través del sacramento, el
encuentro y el abrazo con Cristo. Seréis por ello colaboradores y protagonistas
de muchos posibles «nuevos comienzos», tantos cuantos sean los penitentes que
se os acerquen; teniendo presente que el auténtico significado de cada
«novedad» no consiste tanto en el abandono o en la supresión del pasado, sino
en acoger a Cristo y abrirse a su presencia, siempre nueva y siempre capaz de
transformar, de iluminar todas las zonas de sombra y de abrir continuamente un
nuevo horizonte. La nueva evangelización, entonces, parte también del
confesionario. O sea, parte del misterioso encuentro entre el inagotable
interrogante del hombre, signo en él del Misterio creador, y la misericordia de
Dios, única respuesta adecuada a la necesidad humana de infinito. Si la
celebración del sacramento de la Reconciliación es así, si en ella los fieles
experimentan realmente la misericordia que Jesús de Nazaret, Señor y Cristo,
nos ha donado, entonces se convertirán en testigos creíbles de esa santidad,
que es la finalidad de la nueva evangelización.
Todo esto, queridos
amigos, si es verdad para los fieles laicos, adquiere todavía mayor relevancia
para cada uno de nosotros. El ministro del sacramento de la Reconciliación
colabora en la nueva evangelización renovando él mismo, el primero, la
consciencia del propio ser penitente y de la necesidad de acercarse al perdón
sacramental, a fin de que se renueve el encuentro con Cristo que, iniciado con
el Bautismo, ha hallado en el sacramento del Orden una configuración específica
y definitiva. Este es mi deseo para cada uno de vosotros: que la novedad de
Cristo sea siempre el centro y la razón de vuestra existencia sacerdotal, para
que quien se encuentre con vosotros pueda proclamar, a través de vuestro
ministerio, como Andrés y Juan: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn1, 41).
De esta forma cada confesión, de la que cada cristiano saldrá renovado,
representará un paso adelante de la nueva evangelización. Que María, Madre de
misericordia, Refugio de nosotros, pecadores, y Estrella de la nueva
evangelización acompañe nuestro camino. Os doy las gracias de corazón y de buen
grado os imparto mi bendición apostólica.
___________________
FRANCISCO
«Celebrar el sacramento de la Reconciliación significa ser envueltos en
un abrazo caluroso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre»
Discurso del Santo Padre Francisco durante la
Audiencia general
19 de febrero de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
A través de los sacramentos de iniciación cristiana, el Bautismo, la
Confirmación y la Eucaristía, el hombre recibe la vida nueva en Cristo. Ahora,
todos lo sabemos, llevamos esta vida «en vasijas de barro» (2 Cor 4, 7),
estamos aún sometidos a la tentación, al sufrimiento, a la muerte y, a causa
del pecado, podemos incluso perder la nueva vida. Por ello el Señor Jesús quiso
que la Iglesia continúe su obra de salvación también hacia los propios
miembros, en especial con el sacramento de la Reconciliación y la Unción de los
enfermos, que se pueden unir con el nombre de «sacramentos de curación». El
sacramento de la Reconciliación es un sacramento de curación. Cuando yo voy a
confesarme es para sanarme, curar mi alma, sanar el corazón y algo que hice y
no funciona bien. La imagen bíblica que mejor los expresa, en su vínculo
profundo, es el episodio del perdón y de la curación del paralítico, donde el
Señor Jesús se revela al mismo tiempo médico de las almas y los cuerpos (cf. Mc
2, 1-12; Mt 9, 1-8; Lc 5, 17-26).
El sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación brota directamente
del misterio pascual. En efecto, la misma tarde de la Pascua el Señor se
aparece a los discípulos, encerrados en el cenáculo, y, tras dirigirles el
saludo «Paz a vosotros», sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo;
a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,
21-23). Este pasaje nos descubre la dinámica más profunda contenida en este
sacramento. Ante todo, el hecho de que el perdón de nuestros pecados no es algo
que podamos darnos nosotros mismos. Yo no puedo decir: me perdono los pecados.
El perdón se pide, se pide a otro, y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús.
El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, es un don
del Espíritu Santo, que nos llena de la purificación de misericordia y de
gracia que brota incesantemente del corazón abierto de par en par de Cristo
crucificado y resucitado. En segundo lugar, nos recuerda que sólo si nos
dejamos reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los hermanos podemos
estar verdaderamente en la paz. Y esto lo hemos sentido todos en el corazón
cuando vamos a confesarnos, con un peso en el alma, un poco de tristeza; y
cuando recibimos el perdón de Jesús estamos en paz, con esa paz del alma tan
bella que sólo Jesús puede dar, sólo Él.
A lo largo del tiempo, la celebración de este sacramento pasó de una
forma pública —porque al inicio se hacía públicamente— a la forma personal, a
la forma reservada de la Confesión. Sin embargo, esto no debe hacer perder la
fuente eclesial, que constituye el contexto vital. En efecto, es la comunidad
cristiana el lugar donde se hace presente el Espíritu, quien renueva los
corazones en el amor de Dios y hace de todos los hermanos una cosa sola, en
Cristo Jesús. He aquí, entonces, por qué no basta pedir perdón al Señor en la
propia mente y en el propio corazón, sino que es necesario confesar humilde y
confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia. En la celebración
de este sacramento, el sacerdote no representa sólo a Dios, sino a toda la
comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno de sus miembros, que
escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con Él, que le alienta
y le acompaña en el camino de conversión y de maduración humana y cristiana.
Uno puede decir: yo me confieso sólo con Dios. Sí, tú puedes decir a Dios
«perdóname», y decir tus pecados, pero nuestros pecados son también contra los
hermanos, contra la Iglesia. Por ello es necesario pedir perdón a la Iglesia, a
los hermanos, en la persona del sacerdote. «Pero padre, yo me avergüenzo...».
Incluso la vergüenza es buena, es salud tener un poco de vergüenza, porque
avergonzarse es saludable. Cuando una persona no tiene vergüenza, en mi país
decimos que es un «sinvergüenza». Pero incluso la vergüenza hace bien, porque
nos hace humildes, y el sacerdote recibe con amor y con ternura esta confesión,
y en nombre de Dios perdona. También desde el punto de vista humano, para
desahogarse, es bueno hablar con el hermano y decir al sacerdote estas cosas,
que tanto pesan a mi corazón. Y uno siente que se desahoga ante Dios, con la
Iglesia, con el hermano. No tener miedo de la Confesión. Uno, cuando está en la
fila para confesarse, siente todas estas cosas, incluso la vergüenza, pero
después, cuando termina la Confesión sale libre, grande, hermoso, perdonado,
blanco, feliz. ¡Esto es lo hermoso de la Confesión! Quisiera preguntaros —pero
no lo digáis en voz alta, que cada uno responda en su corazón—: ¿cuándo fue la
última vez que te confesaste? Cada uno piense en ello... ¿Son dos días, dos
semanas, dos años, veinte años, cuarenta años? Cada uno haga cuentas, pero cada
uno se pregunte: ¿cuándo fue la última vez que me confesé? Y si pasó mucho
tiempo, no perder un día más, ve, que el sacerdote será bueno. Jesús está allí,
y Jesús es más bueno que los sacerdotes, Jesús te recibe, te recibe con mucho
amor. Sé valiente y ve a la Confesión.
Queridos amigos, celebrar el sacramento de la
Reconciliación significa ser envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de
la infinita misericordia del Padre. Recordemos la hermosa, hermosa parábola del
hijo que se marchó de su casa con el dinero de la herencia; gastó todo el dinero,
y luego, cuando ya no tenía nada, decidió volver a casa, no como hijo, sino
como siervo. Tenía tanta culpa y tanta vergüenza en su corazón. La sorpresa fue
que cuando comenzó a hablar, a pedir perdón, el padre no le dejó hablar, le
abrazó, le besó e hizo fiesta. Pero yo os digo: cada vez que nos confesamos,
Dios nos abraza, Dios hace fiesta. Sigamos adelante por este camino. Que Dios
os bendiga.
___________________
ENCUENTRO DEL SANTO PADRE CON
LOS SACERDOTES DE LA DIÓCESIS DE ROMA
¿Qué significa misericordia para los
sacerdotes?
6 de marzo de 2014
Cuando juntamente con el cardenal vicario hemos pensado en este
encuentro, le dije que podía hacer para vosotros una meditación sobre el tema
de la misericordia. Al inicio de la Cuaresma reflexionar juntos, como
sacerdotes, sobre la misericordia nos hace bien. Todos nosotros lo necesitamos.
Y también los fieles, porque como pastores debemos dar mucha misericordia,
mucha.
El pasaje del Evangelio de Mateo que hemos escuchado nos hace dirigir la
mirada a Jesús que camina por las ciudades y los poblados. Y esto es curioso.
¿Cuál es el sitio donde Jesús estaba más a menudo, donde se le podía encontrar
con más facilidad? Por los caminos. Podía parecer un sin morada fija, porque
estaba siempre por la calle. La vida de Jesús estaba por los caminos. Sobre
todo nos invita a percibir la profundidad de su corazón, lo que Él siente por
la multitud, por la gente que encuentra: esa actitud interior de «compasión»,
viendo a la multitud, sintió compasión. Porque ve a las personas «cansadas y
extenuadas, como ovejas sin pastor». Hemos escuchado muchas veces estas
palabras, que tal vez no entran con fuerza. Pero son fuertes. Un poco como
muchas personas que vosotros encontráis hoy por las calles de vuestros
barrios... Luego el horizonte se amplía, y vemos que estas ciudades y estos
poblados no son sólo Roma e Italia, sino que son el mundo... y aquellas
multitudes extenuadas son poblaciones de muchos países que están sufriendo
situaciones aún más difíciles...
Entonces comprendemos que nosotros no estamos aquí para hacer un hermoso
ejercicio espiritual al inicio de la Cuaresma, sino para escuchar la voz del
Espíritu que habla a toda la Iglesia en este tiempo nuestro, que es
precisamente el tiempo de la misericordia. De ello estoy seguro. No es sólo la
Cuaresma; nosotros estamos viviendo en tiempo de misericordia, desde hace
treinta años o más, hasta ahora.
En toda la Iglesia es el tiempo de la misericordia.
Ésta fue una intuición del beato Juan Pablo II. Él tuvo el «olfato» de
que éste era el tiempo de la misericordia. Pensemos en la beatificación y
canonización de sor Faustina Kowalska; luego introdujo la fiesta de la Divina
Misericordia. Despacito fue avanzando, siguió adelante con esto.
En la homilía para la canonización, que tuvo lugar en el año 2000, Juan
Pablo II destacó que el mensaje de Jesucristo a sor Faustina se sitúa
temporalmente entre las dos guerras mundiales y está muy vinculado a la
historia del siglo XX. Y mirando al futuro dijo: «¿Qué nos depararán los
próximos años? ¿Cómo será el futuro del hombre en la tierra? No podemos
saberlo. Sin embargo, es cierto que, además de los nuevos progresos, no
faltarán, por desgracia, experiencias dolorosas. Pero la luz de la misericordia
divina, que el Señor quiso volver a entregar al mundo mediante el carisma de
sor Faustina, iluminará el camino de los hombres del tercer milenio». Está
claro. Aquí es explícito, en el año 2000, pero es algo que en su corazón
maduraba desde hacía tiempo. En su oración tuvo esta intuición.
Hoy olvidamos todo con demasiada rapidez, incluso el Magisterio de la
Iglesia. En parte es inevitable, pero los grandes contenidos, las grandes
intuiciones y los legados dejados al Pueblo de Dios no podemos olvidarlos. Y el
de la divina misericordia es uno de ellos. Es un legado que él nos ha dado,
pero que viene de lo alto. Nos corresponde a nosotros, como ministros de la
Iglesia, mantener vivo este mensaje, sobre todo en la predicación y en los
gestos, en los signos, en las opciones pastorales, por ejemplo la opción de restituir
prioridad al sacramento de la Reconciliación, y al mismo tiempo a las obras de
misericordia. Reconciliar, poner paz mediante el Sacramento, y también con las
palabras, y con las obras de misericordia.
¿Qué significa misericordia para los sacerdotes?
Me viene a la memoria que algunos de vosotros me habéis telefoneado,
escrito una carta, luego hablé por teléfono... «Pero, padre, ¿por qué usted se
mete así con los sacerdotes?». Porque decían que yo apaleo a los sacerdotes. No
quiero apalear aquí...
Preguntémonos qué significa misericordia para un sacerdote, permitidme
decir para nosotros sacerdotes. Para nosotros, para todos nosotros. Los
sacerdotes se conmueven ante las ovejas, como Jesús, cuando veía a la gente
cansada y extenuada como ovejas sin pastor. Jesús tiene las «entrañas» de Dios,
Isaías habla mucho de ello: está lleno de ternura hacia la gente, especialmente
hacia las personas excluidas, es decir, hacia los pecadores, hacia los enfermos
de los que nadie se hace cargo... De modo que a imagen del buen Pastor, el
sacerdote es hombre de misericordia y de compasión, cercano a su gente y
servidor de todos. Éste es un criterio pastoral que quisiera subrayar bien: la
cercanía. La proximidad y el servicio, pero la proximidad, la cercanía... Quien
sea que se encuentre herido en su vida, de cualquier modo, puede encontrar en
él atención y escucha... En especial el sacerdote demuestra entrañas de
misericordia al administrar el sacramento de la Reconciliación; lo demuestra en
toda su actitud, en el modo de acoger, de escuchar, de aconsejar, de
absolver... Pero esto deriva del modo en el cual él mismo vive el sacramento en
primera persona, del modo como se deja abrazar por Dios Padre en la Confesión,
y permanece dentro de este abrazo... Si uno vive esto dentro de sí, en su
corazón, puede también donarlo a los demás en el ministerio. Y os dejo una
pregunta: ¿Cómo me confieso? ¿Me dejo abrazar? Me viene a la mente un gran
sacerdote de Buenos Aires, tiene menos años que yo, tendrá 72... Una vez vino a
mí. Es un gran confesor: siempre hay fila con él... Los sacerdotes, la mayoría,
van a él a confesarse... Es un gran confesor. Y una vez vino a mí: «Pero
padre...». «Dime». «Tengo un poco de escrúpulos, porque sé que perdono
demasiado». «Reza... si tú perdonas demasiado...». Y hemos hablado de la
misericordia. A un cierto punto me dijo: «Sabes, cuando yo siento que es fuerte
este escrúpulo, voy a la capilla, ante el Sagrario, y le digo: Discúlpame, Tú
tienes la culpa, porque me has dado un mal ejemplo. Y me marcho tranquilo...».
Es una hermosa oración de misericordia. Si uno en la confesión vive esto en sí
mismo, en su corazón, puede también donarlo a los demás.
El sacerdote está llamado a aprender esto, a tener un corazón que se
conmueve. Los sacerdotes —me permito la palabra— «fríos», los «de laboratorio»,
todo limpio, todo hermoso, no ayudan a la Iglesia. Hoy podemos pensar a la
Iglesia como un «hospital de campo». Esto, perdonadme, lo repito, porque lo veo
así, lo siento así: un «hospital de campo». Se necesita curar las heridas,
muchas heridas. Muchas heridas. Hay mucha gente herida, por los problemas
materiales, por los escándalos, incluso en la Iglesia... Gente herida por las
falacias del mundo... Nosotros, sacerdotes, debemos estar allí, cerca de esta
gente. Misericordia significa ante todo curar las heridas. Cuando uno está
herido, necesita en seguida esto, no los análisis, como los valores del
colesterol, de la glucemia... Pero está la herida, sana la herida, y luego
vemos los análisis. Después se harán los tratamientos especializados, pero
antes se deben curar las heridas abiertas. Para mí, en este momento, esto es
más importante. Y hay también heridas ocultas, porque hay gente que se aleja
para no mostrar las heridas... Me viene a la mente la costumbre, por la ley
mosaica, de los leprosos en tiempo de Jesús, que siempre estaban alejados, para
no contagiar... Hay gente que se aleja por vergüenza, por esa vergüenza de no
mostrar las heridas... Y se alejan tal vez un poco con la cara torcida, en
contra de la Iglesia, pero en el fondo, dentro, está la herida... ¡Quieren una
caricia! Y vosotros, queridos hermanos —os pregunto—, ¿conocéis las heridas de
vuestros feligreses? ¿Las intuís? ¿Estáis cercanos a ellos? Es la única
pregunta...
Misericordia significa ni manga ancha ni rigidez.
Volvamos al sacramento de la Reconciliación. Sucede a menudo, a
nosotros, sacerdotes, escuchar la experiencia de nuestros fieles que nos
cuentan de haber encontrado en la Confesión un sacerdote muy «riguroso», o por
el contrario muy «liberal», rigorista o laxista. Y esto no está
bien. Que haya diferencias de estilo entre los confesores es normal, pero estas
diferencias no pueden referirse a la esencia, es decir, a la sana doctrina
moral y a la misericordia. Ni el laxista ni el rigorista dan testimonio de
Jesucristo, porque ni uno ni otro se hace cargo de la persona que encuentra. El
rigorista se lava las manos: en efecto, la clava a la ley entendida de modo
frío y rígido; el laxista, en cambio, se lava las manos: sólo aparentemente es
misericordioso, pero en realidad no toma en serio el problema de esa
conciencia, minimizando el pecado. La misericordia auténtica se hace cargo
de la persona, la escucha atentamente, se acerca con respeto y con verdad a su
situación, y la acompaña en el camino de la reconciliación. Y esto es fatigoso,
sí, ciertamente. El sacerdote verdaderamente misericordioso se comporta como el
buen Samaritano... pero, ¿por qué lo hace? Porque su corazón es capaz de
compasión, es el corazón de Cristo.
Sabemos bien que ni el laxismo ni el rigorismo hacen crecer la
santidad. Tal vez algunos rigoristas parecen santos, santos... Pero pensad
en Pelagio y luego hablamos... No santifican al sacerdote, y no santifican al
fiel, ni el laxismo ni el rigorismo. La misericordia, en cambio, acompaña el
camino de la santidad, la acompaña y la hace crecer... ¿Demasiado trabajo para
un párroco? Es verdad, demasiado trabajo. ¿Y de qué modo acompaña y hace crecer
el camino de la santidad? A través del sufrimiento pastoral, que es una forma
de la misericordia. ¿Qué significa sufrimiento pastoral? Quiere decir sufrir
por y con las personas. Y esto no es fácil. Sufrir como un padre y una madre
sufren por los hijos; me permito decir, incluso con ansiedad...
Para explicarme os hago algunas preguntas que me ayudan cuando un
sacerdote viene a mí. Me ayudan también cuando estoy solo ante el Señor.
Dime: ¿Tú lloras? ¿O hemos perdido las lágrimas? Recuerdo que en los
Misales antiguos, los de otra época, hay una oración hermosa para pedir el don
de las lágrimas. Comenzaba así la oración: «Señor, Tú que diste a Moisés el
mandato de golpear la piedra para que brotase agua, golpea la piedra de mi
corazón para que las lágrimas...»: era así, más o menos, la oración. Era
hermosísima. Pero, ¿cuántos de nosotros lloramos ante el sufrimiento de un
niño, ante la destrucción de una familia, ante tanta gente que no encuentra el
camino?... El llanto del sacerdote... ¿Tú lloras? ¿O en este presbiterio hemos
perdido las lágrimas?
¿Lloras por tu pueblo? Dime, ¿tú haces la oración de intercesión ante el
sagrario?
¿Tú luchas con el Señor por tu pueblo, como luchó Abrahán: «¿Y si fuesen
menos? ¿Y si son 25? ¿Y si son 20?...» (cf. Gn 18, 22-33). Esa oración
valiente de intercesión... Nosotros hablamos de parresia, de valor
apostólico, y pensamos en los proyectos pastorales, esto está bien, pero la parresia
misma es necesaria también en la oración. ¿Luchas con el Señor? ¿Discutes
con el Señor como hizo Moisés? Cuando el Señor estaba harto, cansado de su
pueblo y le dijo: «Tú quédate tranquilo... destruiré a todos, y te haré jefe de
otro pueblo». «¡No, no! Si tú destruyes al pueblo, me destruyes también a mí».
¡Éstos tenían los pantalones! Y hago una pregunta: ¿Tenemos nosotros los
pantalones para luchar con Dios por nuestro pueblo?
Otra pregunta que hago: por la noche, ¿cómo concluyes tu jornada? ¿Con
el Señor o con la televisión?
¿Cómo es tu relación con quienes te ayudan a ser más misericordioso? Es
decir, ¿cómo es tu relación con los niños, los ancianos, los enfermos? ¿Sabes
acariciarlos, o te avergüenzas de acariciar a un anciano?
No tengas vergüenza de la carne de tu hermano (cf. Reflexiones en
esperanza, I cap.). Al final, seremos juzgados acerca de cómo hemos sabido
acercarnos a «toda carne» —esto es Isaías. No te avergüences de la carne de tu
hermano. «Hacernos prójimo»: la proximidad, la cercanía, hacernos cercanos a la
carne del hermano. El sacerdote y el levita que pasaron antes que el buen
samaritano no supieron acercarse a esa persona maltratada por los bandidos. Su
corazón estaba cerrado. Tal vez el sacerdote miró el reloj y dijo: «Debo ir a
la misa, no puedo llegar tarde a misa», y se marchó. ¡Justificaciones! Cuántas
veces buscamos justificaciones, para dar vueltas alrededor del problema, de la
persona. El otro, el levita, o el doctor de la ley, el abogado, dijo: «No, no
puedo porque si hago esto mañana tendré que ir como testigo, perderé
tiempo...». ¡Las excusas!... Tenían el corazón cerrado. Pero el corazón cerrado
se justifica siempre por lo que no hace. En cambio, el samaritano abrió su
corazón, se dejó conmover en las entrañas, y ese movimiento interior se tradujo
en acción práctica, en una acción concreta y eficaz para ayudar a esa persona.
Al final de los tiempos, se permitirá contemplar la carne glorificada de
Cristo sólo a quien no se haya avergonzado de la carne de su hermano herido y
excluido.
Os lo confieso, a mí me hace bien, algunas veces, leer la lista sobre la
cual seré juzgado, me hace bien: está en Mateo 25.
Éstas son las cosas que me han venido a mi memoria, para compartirlas
con vosotros. Están un poco así, como han salido... [El cardenal Vallini: «Un
buen examen de conciencia»] Nos hará bien. [aplausos]
En Buenos Aires —hablo de otro sacerdote— había un confesor famoso: éste
era sacramentino. Casi todo el clero se confesaba con él. Cuando, una de las
dos veces que vino, Juan Pablo ii pidió un confesor en la nunciatura, fue él.
Era anciano, muy anciano... Fue provincial en su Orden, profesor... pero
siempre confesor, siempre. Y siempre había fila, allí, en la iglesia del
Santísimo Sacramento. En ese tiempo, yo era vicario general y vivía en la
Curia, y cada mañana, temprano, bajaba al fax para ver si había algo. Y la
mañana de Pascua leí un fax del superior de la comunidad: «Ayer, media hora
antes de la vigilia pascual, falleció el padre Aristi, a los 94 —¿o 96?— años.
El funeral será el día...». Y la mañana de Pascua yo tenía que ir a almorzar
con los sacerdotes del asilo de ancianos —lo hacía normalmente en Pascua—, y
luego —me dije— después de la comida iré a la iglesia. Era una iglesia grande,
muy grande, con una cripta bellísima. Bajé a la cripta y estaba el ataúd, sólo
dos señoras ancianas rezaban allí, sin ninguna flor. Pensé: pero este hombre,
que perdonó los pecados a todo el clero de Buenos Aires, también a mí, ni
siquiera tiene una flor... Subí y fui a una florería —porque en Buenos Aires,
en los cruces de las calles hay florerías, por la calle, en los sitios donde
hay gente— y compré flores, rosas... Regresé y comencé a preparar bien el
ataúd, con flores... Miré el rosario que tenía entre las manos... E
inmediatamente se me ocurrió —ese ladrón que todos tenemos dentro, ¿no?—, y
mientras acomodaba las flores tomé la cruz del rosario, y con un poco de fuerza
la arranqué. Y en ese momento lo miré y dije: «Dame la mitad de tu
misericordia». Sentí una cosa fuerte que me dio el valor de hacer esto y de
hacer esa oración. Luego, esa cruz la puse aquí, en el bolsillo. Las camisas
del Papa no tienen bolsillos, pero yo siempre llevo aquí una bolsa de tela
pequeña, y desde ese día hasta hoy, esa cruz está conmigo. Y cuando me surge un
mal pensamiento contra alguna persona, la mano me viene aquí, siempre. Y siento
la gracia. Siento que me hace bien. Cuánto bien hace el ejemplo de un sacerdote
misericordioso, de un sacerdote que se acerca a las heridas...
Si pensáis, vosotros seguramente habéis conocido a muchos, a muchos,
porque los sacerdotes de Italia son buenos. Son buenos. Creo que si Italia es
aún tan fuerte, no es tanto por nosotros obispos, sino por los párrocos, por
los sacerdotes. Es verdad, esto es verdad. No es un poco de incienso para
consolar, lo siento así.
La misericordia. Pensad en tantos sacerdotes que están en el cielo y
pedid esta gracia. Que os concedan esa misericordia que tuvieron con sus
fieles. Y esto hace bien.
Muchas gracias por la escucha y por haber venido aquí.
____________________
El protagonista del ministerio de la Reconciliación es el Espíritu Santo
28 de marzo de 2014
Queridos hermanos:
Os doy la bienvenida con
ocasión del curso anual sobre el fuero interno. Doy las gracias al cardenal
Mauro Piacenza por las palabras con las que ha introducido este encuentro.
Desde hace un cuarto de
siglo la Penitenciaría apostólica ofrece, sobre todo a los neopresbíteros y a
los diáconos, la ocasión de este curso, para contribuir a la formación de
buenos confesores, conscientes de la importancia de este ministerio. Os
agradezco este valioso servicio y os aliento a llevarlo adelante con compromiso
renovado, teniendo en cuenta la experiencia adquirida y con sabia creatividad,
para ayudar cada vez mejor a la Iglesia y a los confesores a desempeñar el
ministerio de la misericordia, que es tan importante.
Al respecto, deseo
ofreceros algunas reflexiones.
Ante todo, el protagonista del ministerio de la
Reconciliación es el Espíritu Santo. El perdón que el sacramento confiere
es la vida nueva transmitida por el Señor Resucitado por medio de su Espíritu:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). Por lo tanto, vosotros estáis
llamados a ser siempre «hombres del Espíritu Santo», testigos y anunciadores,
gozosos y fuertes, de la resurrección del Señor. Este testimonio se lee en el
rostro, se oye en la voz del sacerdote que administra con fe y con «unción» el
Sacramento de la Reconciliación. Él acoge a los penitentes no con la actitud de
un juez y tampoco con la actitud de un simple amigo, sino con la caridad de
Dios, con el amor de un padre que ve regresar al hijo y va a su encuentro, del
pastor que ha encontrado a la oveja perdida. El corazón del sacerdote es un
corazón que sabe conmoverse, no por sentimentalismo o por mera emotividad, sino
por las «entrañas de misericordia» del Señor. Si bien es verdad que la
tradición nos indica el doble papel de médico y juez para los confesores, no
olvidemos nunca que como médico está llamado a curar y como juez a absolver.
Segundo aspecto: si la
Reconciliación transmite la vida nueva del Resucitado y renueva la gracia bautismal,
entonces vuestra tarea es donarla
generosamente a los hermanos. Donar esta gracia. Un sacerdote que no cuida
esta parte de su ministerio, tanto en el tiempo que le dedica como en la
calidad espiritual, es como un pastor que no se ocupa de las ovejas que se han
perdido; es como un padre que se olvida del hijo perdido y descuida esperarlo.
Pero la misericordia es el corazón del Evangelio. No olvidéis esto: la
misericordia es el corazón del Evangelio. Es la buena noticia de que Dios nos
ama, que ama siempre al hombre pecador, y con este amor lo atrae a sí y lo
invita a la conversión. No olvidemos que a los fieles a menudo les cuesta
acercarse al sacramento, sea por razones prácticas, sea por la natural
dificultad de confesar a otro hombre los propios pecados. Por esta razón es
necesario trabajar mucho sobre nosotros mismos, sobre nuestra humanidad, para
no ser nunca obstáculo sino favorecer siempre el acercamiento a la misericordia
y al perdón. Pero muchas veces sucede que una persona viene y dice: «No me
confieso desde hace muchos años, he tenido este problema, he dejado la
Confesión porque he encontrado a un sacerdote y me ha dicho esto», y en lo que
cuenta la persona se ve la imprudencia, la falta de amor pastoral. Y se alejan,
por una mala experiencia en la Confesión. Si se tiene esta actitud de padre,
que viene de la bondad de Dios, esto no sucederá jamás.
Es necesario evitar dos
extremos opuestos: el rigorismo y el laxismo. Ninguno de los dos va bien,
porque en realidad no se hacen cargo de la persona del penitente. En cambio la
misericordia escucha de verdad con el corazón de Dios y quiere acompañar al
alma en el camino de la reconciliación. La Confesión no es un tribunal de
condena, sino experiencia de perdón y de misericordia.
Por último, todos conocemos las dificultades que con frecuencia
encuentra la Confesión. Son muchas las razones, tanto históricas como
espirituales. Con todo, sabemos que el Señor quiso hacer este inmenso don a la
Iglesia, ofreciendo a los bautizados la seguridad del perdón del Padre. Es
esto: es la seguridad del perdón del Padre. Por ello es muy importante que, en
todas las diócesis y en las comunidades parroquiales se cuide de manera
especial la celebración de este sacramento de perdón y de salvación. Conviene que en cada parroquia los
fieles sepan cuándo pueden encontrar a los sacerdotes disponibles: cuando
hay fidelidad, los frutos se ven. Esto vale de modo particular para las
iglesias confiadas a las comunidades religiosas, que pueden asegurar una
presencia constante de confesores.
Encomendamos a la
Virgen, Madre de Misericordia, el ministerio de los sacerdotes y cada comunidad
cristiana, para que comprendan cada vez más el valor del sacramento de la
Penitencia. A nuestra Madre os encomiendo a todos vosotros y de corazón os bendigo.
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Convertirse es un
compromiso que dura toda la vida
CELEBRACIÓN DE LA PENITENCIA
Rito para la Reconciliación con la Confesión y la Absolución
individual
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Basílica Vaticana
Viernes 28 de marzo de
2014
En el período de la
Cuaresma, la Iglesia, en nombre de Dios, renueva la llamada a la conversión. Es
la llamada a cambiar de vida. Convertirse no es cuestión de un momento o de un
período del año, es un compromiso que dura toda la vida. ¿Quién entre nosotros
puede presumir de no ser pecador? Nadie. Todos lo somos. Escribe el apóstol
Juan: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en
nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos
perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia» (1 Jn 1, 8-9). Es lo que sucede también en esta
celebración y en toda esta jornada penitencial. La Palabra de Dios que hemos
escuchado nos introduce en dos elementos esenciales de la vida cristiana.
El primero: Revestirnos del hombre nuevo. El
hombre nuevo, «creado a imagen de Dios» (Ef 4, 24), nace en el Bautismo, donde se
recibe la vida misma de Dios, que nos hace sus hijos y nos incorpora a Cristo y
a su Iglesia. Esta vida nueva permite mirar la realidad con ojos distintos, sin
dejarse distraer por las cosas que no cuentan y que no pueden durar mucho, por
las cosas que se acaban con el tiempo. Por eso estamos llamados a abandonar los
comportamientos del pecado y fijar la mirada en lo esencial. «El hombre vale
más por lo que es que por lo que tiene» (Gaudium et spes, 35). He aquí
la diferencia entre la vida deformada por el pecado y la vida iluminada de la
gracia. Del corazón del hombre renovado según Dios proceden los comportamientos
buenos: hablar siempre con verdad y evitar toda mentira; no robar, sino más
bien compartir lo que se posee con los demás, especialmente con quien pasa
necesidad; no ceder a la ira, al rencor y a la venganza, sino ser dóciles,
magnánimos y dispuestos al perdón; no caer en la murmuración que arruina la buena
fama de las personas, sino mirar en mayor medida el lado positivo de cada uno.
Se trata de revestirnos del hombre nuevo, con estas actitudes nuevas.
El segundo elemento: Permanecer en el amor. El amor de
Jesucristo dura para siempre, jamás tendrá fin porque es la vida misma de Dios.
Este amor vence el pecado y dona la fuerza de volver a levantarse y recomenzar,
porque con el perdón el corazón se renueva y rejuvenece. Todos lo sabemos:
nuestro Padre no se cansa jamás de amar y sus ojos no se cansan de mirar el
camino que conduce a casa, para ver si regresa el hijo que se marchó y se
perdió. Podemos hablar de la esperanza de Dios: nuestro Padre nos espera
siempre, no nos deja sólo la puerta abierta, sino que nos espera. Él está
implicado en este esperar a los hijos. Y este Padre no se cansa ni siquiera de
amar al otro hijo que, incluso permaneciendo siempre en casa con él, no es
partícipe, sin embargo, de su misericordia, de su compasión. Dios no está
solamente en el origen del amor, sino que en Jesucristo nos llama a imitar su
modo mismo de amar: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34). En la medida en que los cristianos
viven este amor, se convierten en el mundo en discípulos creíbles de Cristo. El
amor no puede soportar el hecho de permanecer encerrado en sí mismo. Por su
misma naturaleza es abierto, se difunde y es fecundo, genera siempre nuevo
amor.
Queridos hermanos y
hermanas, después de esta celebración, muchos de vosotros serán misioneros que
propondrán a otros la experiencia de la reconciliación con Dios. «24 horas para
el Señor» es la iniciativa a la que se han sumado muchas diócesis en todas las
partes del mundo. A quienes encontraréis, podréis comunicar la alegría de
recibir el perdón del Padre y de reencontrar la amistad plena con Él. Y les
diréis que nuestro Padre nos espera, nuestro Padre nos perdona, es más, hace
fiesta. Si tú vas a Él con toda tu vida, incluso con muchos pecados, en lugar
de recriminarte hace fiesta: este es nuestro Padre. Esto debéis decirlo
vosotros, decirlo a mucha gente, hoy. Quien experimenta la misericordia divina,
se siente impulsado a ser artífice de misericordia entre los últimos y los
pobres. En estos «hermanos más pequeños» Jesús nos espera (cf. Mt
25, 40); recibamos misericordia y demos misericordia. Vayamos a su
encuentro y celebremos la Pascua en la alegría de Dios.
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Vivir el Sacramento como medio para educar en la misericordia
12 de marzo de 2015
Queridos hermanos:
Me alegra especialmente recibiros en este tiempo de
Cuaresma con motivo del Curso sobre el Foro Interno organizado por la Penitenciaría
Apostólica. Dirijo un cordial saludo al Cardenal Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor,
y le agradezco sus amables expresiones. Y agradezco su felicitación, pero quisiera
compartir otra fecha: además de la de mañana −dos años de pontificado−, hoy es el
57º aniversario de mi entrada en la vida religiosa. ¡Rezad por mí! Saludo también
al Regente, Mons. Krzysztof Nykiel, a los Prelados, Oficiales y Personal de la Penitenciaría,
a los Penitenciarios ordinarios y extraordinarios de las Basílicas Papales de la
Urbe, y a todos los que participáis en este Curso, que tiene como fin pastoral ayudar
a los nuevos sacerdotes y a los candidatos al Orden sagrado a administrar correctamente
el Sacramento de la Reconciliación. Los Sacramentos, como sabemos, son el lugar
de la proximidad y de la ternura de Dios con los hombres, el modo concreto que Dios
ha pensado y querido para salir a nuestro encuentro y abrazarnos, sin avergonzarse
de nosotros ni de nuestras limitaciones.
Entre los Sacramentos, ciertamente el de la Reconciliación
hace presente con especial eficacia el rostro misericordioso de Dios: lo
concreta y lo manifiesta continuamente, sin descanso. No lo olvidemos nunca, ya
sea como penitentes o como confesores: ¡no existe ningún pecado que Dios no pueda
perdonar! ¡Ninguno! Solo lo que aparta de la divina misericordia no puede ser perdonado,
como quien se aparta del sol no puede ser iluminado ni calentado.
A la luz de este maravilloso don de Dios, quisiera señalar
tres exigencias: vivir el Sacramento como medio para educar en la misericordia;
dejarse educar por lo que celebramos; y mantener la visión sobrenatural.
1. Vivir el Sacramento como medio para educar en la
misericordia, significa ayudar a nuestros hermanos a experimentar
la paz y la comprensión humana y cristiana. La Confesión no puede ser una tortura,
sino que todos debemos salir del confesionario con felicidad en el corazón, con
el rostro radiante de esperanza, aunque alguna vez −lo sabemos− bañado por las lágrimas
de la conversión y la alegría que se derivan (cfr. Evangelii gaudium, 44).
El Sacramento, con todos los actos del penitente, no implica que sea un interrogatorio
pesado, fastidioso e invasivo. Al contrario, debe ser un encuentro liberador y lleno
de humanidad, a través del cual poder educar en la misericordia, que no excluye,
es más, comprende también el justo compromiso de reparar, cuanto sea posible, el
mal cometido. Así, el fiel se sentirá invitado a confesarse frecuentemente, y aprenderá
a hacerlo mejor, con esa delicadeza de ánimo que hace tanto bien al corazón, ¡también
al corazón del confesor! De este modo, los sacerdotes hacemos crecer el trato personal
con Dios, de modo que se dilate en los corazones su Reino de amor y de paz.
Muchas veces se confunde la misericordia con ser confesor
de manga ancha. Pensad esto: ni el confesor de manga ancha, ni el confesor rígido
son misericordiosos. ¡Ninguno de los dos! El primero, porque dice: ¡Bueno, no
pasa nada, eso no es pecado, venga, venga! El otro, porque dice: ¡No, la
ley dice…! ¡Ninguno de los dos trata al penitente como hermano, le cogen de
la mano y le acompañan en su camino de conversión! Uno dice: ¡Vete tranquilo,
Dios lo perdona todo! El otro dice: ¡No, la ley dice que no! En cambio,
el misericordioso lo escucha, lo perdona, pero se hace cargo y le acompaña, porque
la conversión quizá empieza hoy, pero tiene que continuar con perseverancia. Lo
toma consigo, como el Buen Pastor que va a buscar la oveja perdida y la carga a
cuestas. Así que no confundirse: es muy importante. Misericordia significa hacerse
cargo del hermano o de la hermana y ayudarle a caminar. Ni manga ancha, ni
rigidez. Esto es muy importante. ¿Y quién puede hacer eso? El confesor que reza,
el confesor que llora, el confesor que sabe que es más pecador que el penitente,
y que si no ha hecho eso tan feo que dice el penitente, es por simple gracia de
Dios. Misericordioso es estar cerca y acompañar durante el proceso de la conversión.
2. Precisamente a vosotros confesores os digo:
¡dejaos educar por el Sacramento de la Reconciliación! Segundo punto.
¡Cuántas veces nos sucede oír confesiones que nos edifican! Hermanos y hermanas
que viven una auténtica comunión personal y eclesial con el Señor y un amor sincero
a los hermanos. Almas sencillas, almas pobres de espíritu, que se abandonan
totalmente en el Señor, que se fían de la Iglesia y, por eso, también del confesor.
También nos pasa a menudo que asistimos a auténticos milagros de conversión. Personas
que desde meses, a veces años, están bajo el dominio del pecado y que, como el hijo
pródigo, recapacitan y deciden levantarse y volver a la casa del Padre (cfr.
Lc 15,17) para implorar perdón. ¡Qué bonito es acoger a esos hermanos y hermanas
arrepentidos con el abrazo del Padre misericordioso, que nos quiere tanto y que
celebra de todo el corazón cada vez que un hijo regresa a Él!
¡Cuánto podemos aprender de la conversión y del arrepentimiento
de nuestros hermanos! Nos empujan a que hagamos también nosotros examen de conciencia:
¿yo, sacerdote, amo así al Señor, como esta viejecita? ¿Yo sacerdote, constituido
ministro de su misericordia, soy capaz de tener la misericordia que hay en el corazón
de este penitente? ¿Yo, confesor, estoy dispuesto a cambiar, a la conversión, como
este penitente, del que estoy a su servicio? Tantas veces nos edifican estas
personas, ¡nos edifican!
3. Cuando se escuchan las confesiones sacramentales
de los fieles, hay que tener siempre la mirada interior dirigida al Cielo,
a lo sobrenatural. Debemos ante todo reavivar en nosotros la conciencia
de que ninguno está puesto en el ministerio por mérito propio; ni por nuestras competencias
teológicas o jurídicas, ni por nuestro trato humano o psicológico. Todos hemos sido
constituidos ministros de la reconciliación por pura gracia de Dios, gratuitamente
y por amor, es más, precisamente por misericordia. Yo, que he hecho esto, aquello
y lo otro, ahora debo perdonar. Me viene a la cabeza aquel texto final de Ezequiel
(cfr. Ez 16), cuando el Señor reprocha con términos muy fuertes la infidelidad
de su pueblo. Pero al final dice: ¿Haré yo contigo como tú hiciste, que menospreciaste
el juramento para invalidar el pacto? Yo mantendré el pacto que concerté contigo
en los días de tu juventud, y confirmaré un pacto sempiterno. Y te acordarás de
tus caminos y te avergonzarás, cuando recibas a tus hermanas, las mayores que tú
con las menores que tú, las cuales yo te daré por hijas, mas no por tu pacto. Y
confirmaré mi pacto contigo, y sabrás que yo soy el Señor, para que te acuerdes
y te avergüences, y nunca más abras la boca a causa de tu vergüenza (Ez
16,59-63).
La experiencia de la vergüenza: ¿yo, al escuchar
este pecado, a esta alma que se arrepiente con tanto dolor o con tanta delicadeza
de ánimo, soy capaz de avergonzarme de mis pecados? ¡Es la gracia! Somos ministros
de la misericordia, gracias a la misericordia de Dios; no debemos perder nunca esta
visión sobrenatural, que nos hace humildes de verdad, acogedores y misericordiosos
con cada hermano y hermana que pide confesarse. Y si yo no lo hago, si no he caído
en ese pecado tan feo, o no estoy en la cárcel, es por pura gracia de Dios, ¡solo
por eso! ¡No por mérito propio! Esto debemos sentirlo en el momento de la administración
del Sacramento. Hasta el modo de escuchar cómo acusan sus pecados debe ser sobrenatural:
escuchar de modo sobrenatural, de modo divino; respetuoso de la dignidad y de la
historia personal de cada uno, de modo que pueda comprender lo que Dios quiere de
él o de ella. Por eso, la Iglesia está llamada a iniciar a sus hermanos −sacerdotes,
religiosos y laicos− en este «arte del acompañamiento», para que todos aprendan
siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5)
(cfr. Evangelii gaudium, 169). Hasta el pecador más grande que viene ante
Dios a pedir perdón es tierra sagrada, y también yo, que debo perdonarlo
en nombre de Dios, puedo hacer cosas más feas que las que él haya hecho. Cada fiel
penitente que se acerca al confesionario es tierra sagrada, tierra sagrada
que hay que cultivar con dedicación, cuidado y atención pastoral.
Espero, queridos hermanos, que aprovechéis el tiempo
cuaresmal para la conversión personal y para dedicaros generosamente a escuchar
confesiones, de modo que el pueblo de Dios pueda llegar purificado a la fiesta de
la Pascua, que representa la victoria definitiva de la Divina Misericordia sobre
todo el mal del mundo. Confiémonos a la intercesión de María, Madre de Misericordia
y Refugio de los pecadores. Ella sabe cómo ayudarnos a nosotros pecadores. Me
gusta mucho leer las historias de san Alfonso María de Ligorio en cada capítulo
de su libro Las glorias de María. Historias de la Virgen, que es siempre
refugio de los pecadores y busca el camino para que el Señor nos perdone todo. Que
Ella nos enseñe este arte. Os bendigo de todo corazón y, por favor, os pido que
recéis por mí. Gracias.
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Ninguno puede ser
excluido de la misericordia de Dios
CELEBRACIÓN DE LA PENITENCIA
Rito para la Reconciliación con la Confesión y la Absolución
individual
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Anuncio del Año Santo de
la Misericordia
Basílica Vaticana
Viernes 13 de marzo de
2015
También este año, en las
vísperas del Cuarto domingo de Cuaresma, nos hemos reunido para celebrar la
liturgia penitencial. Estamos unidos a tantos cristianos que, hoy en cada parte
del mundo, han recibido la invitación a vivir este momento como signo de la
bondad del Señor. El Sacramento de la Reconciliación, de hecho, permite
acercarnos con confianza al Padre por tener la certeza de su perdón. Él es
verdaderamente “rico de misericordia” y la extiende con abundancia sobre
aquellos que recurren a Él con corazón sincero.
Estar aquí para tener la
experiencia de su amor, es sobre todo fruto de su gracia. Como nos ha recordado
el apóstol Pablo, Dios nunca deja de mostrar la riqueza de su misericordia en
el curso de los siglos. La transformación del corazón que nos lleva a confesar
nuestros pecados es “don de Dios”: nosotros solos no podemos. El poder confesar
nuestros pecados es un don de Dios, es un regalo, es “obra suya” (cfr Ef
2,8-10). Ser tocados con ternura de su mano y plasmados de su gracia nos
permite, por lo tanto, acercarnos al sacerdote sin miedo por nuestras culpas,
sino con la certeza de ser recibidos en el nombre de Dios, y comprendidos a
pesar de nuestras miserias. Y, también, dirigirnos sin un abogado defensor:
tenemos sólo uno, que ha dado la vida por nuestros pecados. Es Él que, con el
Padre, nos defiende siempre. Al salir del confesionario, sentiremos su fuerza
que restaura la vida y devuelve el entusiasmo de la fe. Después de la confesión
seremos renacidos.
El Evangelio que hemos
escuchado (cfr Lc 7,36-50) nos abre un camino de esperanza y de consolación. Es
bueno sentir sobre nosotros la misma mirada compasiva de Jesús, así como lo ha
percibido la mujer pecadora en la casa del fariseo. En este pasaje vuelven con
insistencia dos palabras: amor y juicio.
Está el amor de la mujer
pecadora que se humilla delante el Señor; pero antes está el amor
misericordioso de Jesús por ella, que la empuja a acercarse. Su llanto de
arrepentimiento y de gozo lava los pies del Maestro, y sus cabellos los secan
con gratitud; los besos son expresión de su afecto puro; y el perfume derramado
en abundancia atestigua qué tan valioso es Él a sus ojos.
Cada gesto de esta mujer
habla de amor y expresa su deseo de tener una certeza firme en su vida: la de
haber sido perdonada. ¡Y esta certeza es bellísima! Y Jesús le da esta certeza:
acogiéndola le demuestra el amor de Dios por ella, ¡justamente a ella!, ¡una
pecadora pública! El amor y el perdón son simultáneos: Dios le perdona mucho,
le perdona todo, porque «ha amado mucho» (Lc 7,47); y ella adora Jesús porque
siente que en Él hay misericordia y no condena. Siente que Jesús la entiende
con amor. A ella, que es una pecadora…Gracias a Jesús, sus muchos pecados Dios
se los carga en la espalda, no los recuerda más (cfr Is 43, 25). Porque esto
también es verdad, ¿eh? Cuando Dios perdona, olvida. Olvida. ¡Y es grande el
perdón de Dios! Para ella ahora inicia una nueva estación; ha renacido en el amor
a una vida nueva.
Esta mujer ha
verdaderamente encontrado el Señor. En el silencio, le ha abierto su corazón;
en el dolor, le ha mostrado el arrepentimiento por sus pecados; con su llanto,
ha llamado a la bondad divina para recibir el perdón. Para ella no habrá ningún
juicio que no sea el que viene de Dios, y esto es el juicio de la misericordia.
El protagonista de este encuentro es ciertamente el amor, la misericordia que
va más allá de la justicia.
Simón, el patrón de casa,
el fariseo, al contrario, no consigue encontrar el camino del amor. Todo está
calculado, todo pensado… Permanece detenido en el umbral de las formalidades.
Es una cosa fea, el amor formal, no se entiende. No es capaz de cumplir el paso
siguiente para ir al encuentro de Jesús que le trae la salvación. Simón se ha
limitado a invitar a Jesús al almuerzo, pero no lo ha recibido verdaderamente.
En sus pensamientos invoca sólo la justicia y haciendo así se equivoca.
Su juicio sobre la mujer lo
aleja de la verdad y no le permite ni siquiera comprender que es su huésped. Se
ha detenido en la superficie –a la formalidad- no ha sido capaz de mirar el
corazón. Ante la palabra de Jesús y a la pregunta sobre qué siervo había amado
más, el fariseo responde correctamente:
«Aquel a quien le ha perdonado
más». Y Jesús no deja de hacerle ver: «Has juzgado bien» (Lc 7,43). Sólo cuando
el juicio de Simón es dirigido al amor, entonces él está en lo justo.
La llamada de Jesús empuja
a cada uno de nosotros a no detenernos nunca en la superficie de las cosas,
sobre todo cuando somos ante una persona. Estamos llamados a mirar más allá, a
centrarse en el corazón para ver de cuánta generosidad cada uno es capaz.
Ninguno puede ser excluido de la misericordia de Dios: ninguno puede ser
excluido de la misericordia de Dios. Todos conocen el camino para acceder y la
Iglesia es la casa que recibe a todos y a ninguno rechaza. Sus puertas
permanecen abiertas, para que quienes son tocados por la gracia puedan
encontrar la certeza de su perdón. Más grande es el pecado, más grande debe ser
el amor que la Iglesia expresa hacia aquellos que se convierten. ¡Con cuánto
amor nos mira Jesús! ¡Con cuánto amor cura nuestro corazón pecador! ¡Nunca se
asusta de nuestros pecados! Pensemos en el hijo pródigo que, cuando decide de
volver donde el padre, piensa en decirle un discurso, pero no le deja hablar,
el Padre: Lo abraza. Así es Jesús con nosotros: “Padre tengo tantos pecados” –
“Pero Él estará contento si tú vas: te abrazará con tanto amor! No tengas
miedo…
Queridos hermanos y hermanas,
he pensado frecuentemente en cómo la Iglesia pueda hacer más evidente su misión
de ser testigo de su misericordia. Es un camino que inicia con una conversión
espiritual. Y tenemos que andar este camino. Por eso, he decidido convocar un Jubileo
extraordinario que tenga en el centro la misericordia de Dios. Será
un Año Santo de la Misericordia. Lo queremos vivir a la luz de la palabra
del Señor: “Sean misericordiosos como el Padre” (cfr Lc 6,36). Y esto
especialmente para los confesores, ¿eh? ¡Tanta misericordia!
Este Año Santo iniciará en
la próxima solemnidad de la Inmaculada Concepción y concluirá el 20 de
noviembre de 2016, domingo de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo y
rostro vivo de la misericordia del Padre. Confío la organización de este Jubileo
al Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, para que
pueda animarlo como una nueva etapa del camino de la Iglesia en su misión de
llevar a cada persona el Evangelio de la misericordia.
Estoy convencido que toda
la Iglesia, que tiene tanta necesidad de recibir misericordia, porque
somos pecadores, podrá encontrar en este Jubileo la alegría para redescubrir y
hacer más fecunda la misericordia de Dios, con la cual todos estamos llamados a
dar consolación a cada hombre y a cada mujer de nuestro tiempo. No olvidemos
que Dios perdona todo, y Dios perdona siempre. No nos cansemos de pedir perdón.
Confiemos este año desde ahora a la Madre de la Misericordia, para que dirija a
nosotros su mirada y vele sobre nuestro camino: Nuestro camino penitencial,
nuestro camino con el corazón abierto, durante un año a recibir la indulgencia
de Dios, a recibir la misericordia de Dios.
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Los confesores están llamados a ser el signo del primado de la
misericordia.
Misericordiae Vultus, Bula de
convocación del Jubileo de la Misericordia
11
de abril de 2015
17. (…) La iniciativa “24 horas para el Señor”,
de celebrarse durante el viernes y sábado que anteceden el IV domingo de
Cuaresma, se incremente en las Diócesis. Muchas personas están volviendo a
acercarse al sacramento de la Reconciliación y entre ellas muchos jóvenes,
quienes en una experiencia semejante suelen reencontrar el camino para volver
al Señor, para vivir un momento de intensa oración y redescubrir el sentido de
la propia vida. De nuevo ponemos convencidos en el centro el sacramento de la
Reconciliación, porque nos permite experimentar en carne propia la grandeza de
la misericordia. Será para cada penitente fuente de verdadera paz interior.
Nunca me cansaré de insistir en que los confesores
sean un verdadero signo de la misericordia del Padre. Ser confesores no se
improvisa. Se llega a serlo cuando, ante todo, nos hacemos nosotros penitentes
en busca de perdón. Nunca olvidemos que ser confesores significa participar de
la misma misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad de un amor
divino que perdona y que salva. Cada uno de nosotros ha recibido el don del
Espíritu Santo para el perdón de los pecados, de esto somos responsables.
Ninguno de nosotros es dueño del Sacramento, sino fiel servidor del perdón de
Dios. Cada confesor deberá acoger a los fieles como el padre en la parábola del
hijo pródigo: un padre que corre al encuentro del hijo no obstante hubiese
dilapidado sus bienes. Los confesores están llamados a abrazar ese hijo
arrepentido que vuelve a casa y a manifestar la alegría por haberlo encontrado.
No se cansarán de salir al encuentro también del otro hijo que se quedó afuera,
incapaz de alegrarse, para explicarle que su juicio severo es injusto y no
tiene ningún sentido delante de la misericordia del Padre que no conoce
confines. No harán preguntas impertinentes, sino como el padre de la parábola
interrumpirán el discurso preparado por el hijo pródigo, porque serán capaces
de percibir en el corazón de cada penitente la invocación de ayuda y la súplica
de perdón. En fin, los confesores están llamados a ser siempre, en todas
partes, en cada situación y a pesar de todo, el signo del primado de la
misericordia.
18. Durante la Cuaresma de este Año Santo tengo la
intención de enviar los Misioneros de la Misericordia. Serán un signo de
la solicitud materna de la Iglesia por el Pueblo de Dios, para que entre en
profundidad en la riqueza de este misterio tan fundamental para la fe. Serán
sacerdotes a los cuales daré la autoridad de perdonar también los pecados que
están reservados a la Sede Apostólica, para que se haga evidente la amplitud de
su mandato. Serán, sobre todo, signo vivo de cómo el Padre acoge cuantos están
en busca de su perdón. Serán misioneros de la misericordia porque serán los
artífices ante todos de un encuentro cargado de humanidad, fuente de
liberación, rico de responsabilidad, para superar los obstáculos y retomar la
vida nueva del Bautismo. Se dejarán conducir en su misión por las palabras del
Apóstol: “Dios sometió a todos a la desobediencia, para tener misericordia de
todos” (Rm 11,32). Todos entonces, sin excluir a nadie, están llamados a
percibir el llamamiento a la misericordia. Los misioneros vivan esta llamada
conscientes de poder fijar la mirada sobre Jesús, “sumo sacerdote
misericordioso y digno de fe” (Hb 2,17).
Pido a los hermanos Obispos que inviten y acojan
estos Misioneros, para que sean ante todo predicadores convincentes de la
misericordia. Se organicen en las Diócesis “misiones para el pueblo” de modo
que estos Misioneros sean anunciadores de la alegría del perdón. Se les pida
celebrar el sacramento de la Reconciliación para los fieles, para que el tiempo
de gracia donado en el Año jubilar permita a tantos hijos alejados encontrar el
camino de regreso hacia la casa paterna. Los Pastores, especialmente durante el
tiempo fuerte de Cuaresma, sean solícitos en el invitar a los fieles a
acercarse “al trono de la gracia, a fin de obtener misericordia y alcanzar la
gracia” (Hb 4,16).
19. La palabra del perdón pueda llegar a todos y la
llamada a experimentar la misericordia no deje a ninguno indiferente. Mi
invitación a la conversión se dirige con mayor insistencia a aquellas personas
que se encuentran lejanas de la gracia de Dios debido a su conducta de vida.
Pienso en modo particular a los hombres y mujeres que pertenecen a algún grupo
criminal, cualquiera que éste sea. Por vuestro bien, os pido cambiar de vida.
Os lo pido en el nombre del Hijo de Dios que si bien combate el pecado nunca
rechaza a ningún pecador. No caigáis en la terrible trampa de pensar que la
vida depende del dinero y que ante él todo el resto se vuelve carente de valor
y dignidad. Es solo una ilusión. No llevamos el dinero con nosotros al más
allá. El dinero no nos da la verdadera felicidad. La violencia usada para
amasar fortunas que escurren sangre no convierte a nadie en poderoso ni
inmortal. Para todos, tarde o temprano, llega el juicio de Dios al cual ninguno
puede escapar.
La misma llamada llegue también a todas las personas
promotoras o cómplices de corrupción. Esta llaga putrefacta de la sociedad es
un grave pecado que grita hacia el cielo pues mina desde sus fundamentos la
vida personal y social. La corrupción impide mirar el futuro con esperanza
porque con su prepotencia y avidez destruye los proyectos de los débiles y
oprime a los más pobres. Es un mal que se anida en gestos cotidianos para
expandirse luego en escándalos públicos. La corrupción es una obstinación en el
pecado, que pretende sustituir a Dios con la ilusión del dinero como forma de
poder. Es una obra de las tinieblas, sostenida por la sospecha y la intriga.
Corruptio optimi pessima, decía con razón san Gregorio Magno, para indicar
que ninguno puede sentirse inmune de esta tentación. Para erradicarla de la vida
personal y social son necesarias prudencia, vigilancia, lealtad, transparencia,
unidas al coraje de la denuncia. Si no se la combate abiertamente, tarde o
temprano busca cómplices y destruye la existencia.
¡Este es el tiempo oportuno para cambiar de vida!
Este es el tiempo para dejarse tocar el corazón. Delante a tantos crímenes
cometidos, escuchad el llanto de todas las personas depredadas por vosotros de
la vida, de la familia, de los afectos y de la dignidad. Seguir como estáis es
sólo fuente de arrogancia, de ilusión y de tristeza. La verdadera vida es algo
bien distinto de lo que ahora pensáis. El Papa os tiende la mano. Está
dispuesto a escucharos. Basta solamente que acojáis la llamada a la conversión
y os sometáis a la justicia mientras la Iglesia os ofrece misericordia.
20. No será inútil en este contexto recordar la
relación existente entre justicia y misericordia. No son dos
momentos contrastantes entre sí, sino un solo momento que se desarrolla
progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor. La justicia es
un concepto fundamental para la sociedad civil cuando, normalmente, se hace
referencia a un orden jurídico a través del cual se aplica la ley. Con la
justicia se entiende también que a cada uno debe ser dado lo que le es debido.
En la Biblia, muchas veces se hace referencia a la justicia divina y a Dios
como juez. Generalmente es entendida como la observación integral de la ley y
como el comportamiento de todo buen israelita conforme a los mandamientos dados
por Dios. Esta visión, sin embargo, ha conducido no pocas veces a caer en el
legalismo, falsificando su sentido originario y oscureciendo el profundo valor
que la justicia tiene. Para superar la perspectiva legalista, sería necesario
recordar que en la Sagrada Escritura la justicia es concebida esencialmente
como un abandonarse confiado en la voluntad de Dios.
Por su parte, Jesús habla muchas veces de la
importancia de la fe, más bien que de la observancia de la ley. Es en este
sentido que debemos comprender sus palabras cuando estando a la mesa con Mateo
y sus amigos dice a los fariseos que lo contestaban porque comía con los
publicanos y pecadores: “Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia
y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los
pecadores” (Mt 9,13). Ante la visión de una justicia como mera
observancia de la ley que juzga, dividiendo las personas en justos y pecadores,
Jesús se inclina a mostrar el gran de don de la misericordia que busca a los
pecadores para ofrecerles el perdón y la salvación. Se comprende porque en
presencia de una perspectiva tan liberadora y fuente de renovación, Jesús haya
sido rechazado por los fariseos y por los doctores de la ley. Estos, para ser
fieles a la ley, ponían solo pesos sobre las espaldas de las persona, pero así
frustraban la misericordia del Padre. El reclamo a observar la ley no puede
obstaculizar la atención por las necesidades que tocan la dignidad de las
personas.
Al respecto es muy significativa la referencia que
Jesús hace al profeta Oseas -”yo quiero amor, no sacrificio”. Jesús afirma que
de ahora en adelante la regla de vida de sus discípulos deberá ser la que da el
primado a la misericordia, como Él mismo testimonia compartiendo la mesa con
los pecadores. La misericordia, una vez más, se revela como dimensión
fundamental de la misión de Jesús. Ella es un verdadero reto para sus
interlocutores que se detienen en el respeto formal de la ley. Jesús, en
cambio, va más allá de la ley; su compartir con aquellos que la ley consideraba
pecadores permite comprender hasta dónde llega su misericordia.
También el Apóstol Pablo hizo un recorrido
parecido. Antes de encontrar a Jesús en el camino a Damasco, su vida estaba
dedicada a perseguir de manera irreprensible la justicia de la ley (cfr Flp
3,6). La conversión a Cristo lo condujo a ampliar su visión precedente al punto
que en la carta a los Gálatas afirma: “Hemos creído en Jesucristo, para ser
justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la Ley” (2,16). Parece
que su comprensión de la justicia ha cambiado ahora radicalmente. Pablo pone en
primer lugar la fe y no más la ley. El juicio de Dios no lo constituye la
observancia o no de la ley, sino la fe en Jesucristo, que con su muerte y
resurrección trae la salvación junto con la misericordia que justifica. La
justicia de Dios se convierte ahora en liberación para cuantos están oprimidos
por la esclavitud del pecado y sus consecuencias. La justicia de Dios es su
perdón (cfr Sal 51,11-16).
21. La misericordia no es contraria a la justicia sino
que expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una
ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer. La experiencia del
profeta Oseas viene en nuestra ayuda para mostrarnos la superación de la
justicia en dirección hacia la misericordia. La época de este profeta se cuenta
entre las más dramáticas de la historia del pueblo hebreo. El Reino está
cercano de la destrucción; el pueblo no ha permanecido fiel a la alianza, se ha
alejado de Dios y ha perdido la fe de los Padres. Según una lógica humana, es
justo que Dios piense en rechazar el pueblo infiel: no ha observado el pacto
establecido y por tanto merece la pena correspondiente, el exilio. Las palabras
del profeta lo atestiguan: “Volverá al país de Egipto, y Asur será su rey,
porque se han negado a convertirse” (Os 11,5). Y sin embargo, después de
esta reacción que apela a la justicia, el profeta modifica radicalmente su
lenguaje y revela el verdadero rostro de Dios: “Mi corazón se convulsiona
dentro de mí, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas. No daré curso al
furor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no un
hombre; el Santo en medio de ti y no es mi deseo aniquilar” (11,8-9). San
Agustín, como comentando las palabras del profeta dice: “Es más fácil que Dios
contenga la ira que la misericordia”[72].
Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser
Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia
por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se
corre el riesgo de destruirla. Por esto Dios va más allá de la justicia con la
misericordia y el perdón. Esto no significa restarle valor a la justicia o
hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo
que este no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se experimenta
la ternura del perdón. Dios no rechaza la justicia. Él la engloba y la supera
en un evento superior donde se experimenta el amor que está a la base de una
verdadera justicia. Debemos prestar mucha atención a cuanto escribe Pablo para
no caer en el mismo error que el Apóstol reprochaba a sus contemporáneos
judíos: “Desconociendo la justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya
propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque el fin de la ley es
Cristo, para justificación de todo el que cree” (Rm 10,3-4). Esta
justicia de Dios es la misericordia concedida a todos como gracia en razón de
la muerte y resurrección de Jesucristo. La Cruz de Cristo, entonces, es el
juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre el mundo, porque nos ofrece la
certeza del amor y de la vida nueva.
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El confesor es instrumento de la Misericordia divina, imagen del Padre
4 de marzo de 2016, Año Santo de
la Misericordia
Queridos hermanos, ¡buenos días!
Me complace encontrarme con vosotros, durante la
Cuaresma del Año jubilar de la Misericordia, con ocasión del curso anual sobre
el fuero interno. Saludo cordialmente al cardenal Piacenza, penitenciario
mayor, y le agradezco sus amables palabras. Saludo al regente —que tiene cara
de bueno, debe ser un buen confesor—, a los prelados, a los oficiales y al
personal de la Penitenciaría, a los Colegios de los penitenciarios ordinarios y
extraordinarios de las basílicas papales —cuyas presencias fueron ampliadas con
ocasión del Jubileo— y a todos vosotros, participantes en el Curso, que se
propone ayudar a los nuevos sacerdotes y a los seminaristas ya cercanos a la
ordenación a formarse para administrar bien el Sacramento de la Reconciliación.
La celebración de este Sacramento requiere, en efecto, una adecuada y
actualizada preparación, a fin de que quienes se acercan al mismo puedan
«experimentar la grandeza de la misericordia, fuente de auténtica paz interior»
(cf. Bula Misericordiae Vultus, 17).
«El misterio de la fe cristiana parece encontrar su
síntesis en esta palabra —“misericordia”—. Ella se ha vuelto viva, visible y ha
alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret» (ibid., 1). En este sentido, la
misericordia, antes de ser una actitud o una virtud humana, es la elección
definitiva de Dios en favor de cada ser humano para su eterna salvación;
elección sellada con la sangre del Hijo de Dios.
Esta divina misericordia puede llegar gratuitamente
a todos los que la invocan. En efecto, la posibilidad del perdón está
verdaderamente abierta a todos, es más, está abierta de par en par, como la más
grande de las «puertas santas», porque coincide con el corazón mismo del Padre,
que ama y espera a todos sus hijos, de modo particular a los que más se han
equivocado y están lejos. La misericordia del Padre puede llegar a cada persona
de muchas formas: a través de la apertura de una conciencia sincera; por medio
de la lectura de la Palabra de Dios que convierte el corazón; mediante un
encuentro con una hermana o un hermano misericordiosos; en las experiencias de
la vida que nos hablan de heridas, de pecado, de perdón y de misericordia.
Está, también, la «vía cierta» de la misericordia,
recorriendo la cual se pasa de la posibilidad a la realidad, de la esperanza a
la certeza. Esta vía es Jesús, quien tiene «el poder sobre la tierra de
perdonar los pecados» (Lc 5, 24) y transmitió esta misión a la Iglesia
(cf. Jn 20, 21-23). El sacramento de la Reconciliación es, por lo tanto,
el lugar privilegiado para experimentar la misericordia de Dios y celebrar la
fiesta del encuentro con el Padre. Nosotros, con mucha facilidad, olvidamos
este último aspecto: voy, pido perdón, siento el abrazo del perdón y me olvido
de hacer fiesta. Esto no es doctrina teológica, pero yo diría, forzando un
poco, que la fiesta es parte del Sacramento: es como si de la penitencia
formase también parte la fiesta que debo hacer con el Padre que me ha
perdonado.
Cuando, como confesores, vamos al confesionario
para acoger a los hermanos y a las hermanas debemos recordarnos siempre que
para ellos somos instrumentos de la misericordia de Dios. Por lo tanto,
estemos atentos a no poner obstáculo a este don de salvación. El confesor es,
él mismo, un pecador, un hombre siempre necesitado de perdón; él, en primer
lugar, no puede renunciar a la misericordia de Dios, que lo ha «elegido» y lo
ha «constituido» (cf. Jn 15, 16) para esta gran tarea. A la cual debe
disponerse siempre con una actitud de fe humilde y generosa, teniendo como
único deseo que cada fiel pueda experimentar el amor del Padre. En esto no nos
faltan hermanos santos que podemos contemplar: pensemos en Leopoldo Mandić y
Pío de Pietrelcina, cuyos restos hemos venerado hace un mes en el Vaticano. Y
también —me permito— uno de mi familia: el padre Cappello.
Cada fiel arrepentido, después de la absolución del
sacerdote, tiene la certeza, por fe, de que sus pecados ya no existen. ¡Ya no
existen! Dios es omnipotente. A mí me gusta pensar que tiene una debilidad: una
mala memoria. Una vez que Él te perdona, se olvida. ¡Y esto es grande! Los
pecados ya no existen, fueron cancelados por la divina misericordia. Cada
absolución es, en cierto modo, un jubileo del corazón, que alegra no sólo al
fiel y a la Iglesia, sino sobre todo a Dios mismo. Jesús lo dijo: «Habrá más
alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y
nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc 15, 7). Es
importante, por lo tanto, que el confesor sea también un «canal de alegría» y
que el fiel, después de recibir el perdón, ya no se sienta oprimido por las
culpas, sino que guste la obra de Dios que lo ha liberado, viviendo en acción
de gracias, dispuesto a reparar el mal cometido y yendo al encuentro de los
hermanos con corazón bueno y disponible.
Queridos hermanos, en este tiempo nuestro, marcado
por el individualismo, por tantas heridas y la tentación de encerrarse, es un
auténtico don ver y acompañar a las personas que se acercan a la misericordia.
Esto comporta también, para todos nosotros, una obligación aún mayor de
coherencia evangélica y benevolencia paterna; somos custodios, y nunca dueños,
tanto de las ovejas como de la gracia.
Volvamos a poner en el centro —y no sólo en este
Año jubilar— el Sacramento de la Reconciliación, verdadero espacio del Espíritu
en el cual todos, confesores y penitentes, podemos experimentar el único amor
definitivo y fiel, el amor de Dios por cada uno de sus hijos, un amor que no
decepciona jamás. San Leopoldo Mandić repetía que «la misericordia de Dios es
superior a cada una de nuestras expectativas». Acostumbraba también decir a
quien sufría: «Tenemos en el cielo el corazón de una madre. La Virgen, nuestra
Madre, que al pie de la Cruz experimentó todo el sufrimiento posible para una
criatura humana, comprende nuestros errores y nos consuela». Que sea siempre
María, Refugio de los pecadores y Madre de Misericordia, quien guíe y sostenga
el ministerio tan importante de la Reconciliación.
¿Y qué hago si me encuentro ante un problema y no
puedo dar la absolución? ¿Qué se debe hacer? Ante todo, buscar si hay un
camino, que muchas veces se lo encuentra. Segundo: no quedarse sólo en el
lenguaje hablado, sino también en el lenguaje de los gestos. Hay gente que no
puede hablar, y con el gesto expresa el arrepentimiento, el dolor. Y tercero:
si no se puede dar la absolución, hablar como un padre: «Mira, por esto yo no
puedo [absolverte], pero puedo asegurarte que Dios te ama, que Dios te espera.
Recemos juntos a la Virgen, para que te cuide; y ven, regresa, porque yo te
esperaré como te espera Dios»; y dar la bendición. Esta persona, así, sale del
confesionario y piensa: «He encontrado a un padre y no me ha apaleado». Cuántas
veces habéis escuchado gente que dice: «Yo nunca me confieso, porque una vez fui
y me reprendió». Incluso en el caso límite en el cual no puedo absolver, que
sienta la calidez de un padre, que lo bendiga, que le diga que regrese. Y que
rece un poco con él o con ella. Siempre es este el punto: allí hay un padre.
También esto es fiesta, y Dios sabe cómo perdonar las cosas mejor que nosotros.
Pero que al menos podamos ser imagen del Padre.
Doy las gracias a la Penitenciaría apostólica por
su valioso servicio, y os bendigo de corazón a todos vosotros y el ministerio
que desempeñáis como canales de misericordia, especialmente en este tiempo
jubilar. Recordaos, por favor, de rezar también por mí. Y hoy también yo iré
allí, con vuestros penitenciarios, a confesar en San Pedro.
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Los Pastores son llamados a escuchar el grito de cuantos desean encontrar al Señor
CELEBRACIÓN DE LA
PENITENCIA
Rito para la Reconciliación con la Confesión y la Absolución
individual
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Basílica Vaticana
Viernes 4 de marzo de 2016,
Año Santo de la Misericordia
«Que yo pueda ver» (Mc 10,51).
Esta es la petición que hoy queremos dirigir al Señor. Ver de nuevo después de que
nuestros pecados nos han hecho perder de vista el bien y alejado de la belleza de
nuestra llamada, haciéndonos vagar lejos de la meta.
Este pasaje del Evangelio tiene un
gran valor simbólico, porque cada uno de nosotros se encuentra en la situación de
Bartimeo. Su ceguera lo había llevado a la pobreza y a vivir en las afueras de la
ciudad, dependiendo en todo de los demás. El pecado también tiene este efecto: nos
empobrece y aísla. Es una ceguera del espíritu, que impide ver lo esencial, fijar
la mirada en el amor que da la vida; y lleva poco a poco a detenerse en lo superficial,
hasta hacernos insensibles ante los demás y ante el bien. Cuántas tentaciones tienen
la fuerza de oscurecer la vista del corazón y volverlo miope. Qué fácil y equivocado
es creer que la vida depende de lo que se posee, del éxito o la admiración que se
recibe; que la economía consiste sólo en el beneficio y el consumo; que los propios
deseos individuales deben prevalecer por encima de la responsabilidad social. Mirando
sólo a nuestro yo, nos hacemos ciegos, apagados y replegados en nosotros mismos,
vacíos de alegría y vacíos de libertad. ¡Es algo tan feo!
Y Jesús pasa; pero no pasa de largo:
«se detuvo», dice el Evangelio (v. 49). Entonces, un temblor se apodera del corazón,
porque se da cuenta de que es mirado por la Luz, por esa luz cálida que nos invita
a no permanecer encerrados en nuestra oscura ceguera. La presencia cercana de Jesús
permite sentir que, lejos de él, nos falta algo importante. Nos hace sentir necesitados
de salvación, y esto es el inicio de la curación del corazón. Luego, cuando el deseo
de ser curados se hace audaz, lleva a la oración, a gritar ayuda con fuerza e insistencia,
como ha hecho Bartimeo: «Hijo de David, ten compasión de mí» (v. 47).
Desafortunadamente, como aquellos
«muchos» del Evangelio, siempre hay alguien que no quiere detenerse, que no quiere
ser molestado por el que grita su propio dolor, prefiriendo hacer callar y regañar
al pobre que molesta (cf. v. 48). Es la tentación de seguir adelante como si nada,
pero así se queda lejos del Señor y se mantienen distantes de Jesús y de los demás.
Reconozcamos todos ser mendigos del amor de Dios, y no dejemos que el Señor pase
de largo. «Tengo miedo del Señor que pasa», decía san Agustín. Miedo a que pase
y a que yo lo deje pasar. Demos voz a nuestro deseo más profundo: «[Jesús], que
pueda ver» (v. 51). Este Jubileo de la Misericordia es un tiempo favorable para
acoger la presencia de Dios, para experimentar su amor y regresar a él con todo
el corazón. Como Bartimeo, dejemos el manto y pongámonos en pie (cf. v. 50): abandonemos
lo que impide ser ágiles en el camino hacia él, sin miedo a dejar lo que nos da
seguridad y a lo que estamos apegados; no permanezcamos sentados, levantémonos,
reencontremos nuestra dimensión espiritual —en pie—, la dignidad de hijos amados
que están ante el Señor para ser mirados por él a los ojos, perdonados y recreados.
Y la palabra que quizás hoy llega a nuestro corazón, es la misma de la creación
del hombre: «levántate». Dios nos ha creado en pie: «levántate».
Hoy más que nunca, sobre todo nosotros
los Pastores, estamos llamados a escuchar el grito, quizás escondido, de cuantos
desean encontrar al Señor. Estamos obligados a revisar esos comportamientos que
a veces no ayudan a los demás a acercarse a Jesús; los horarios y los programas
que no salen al encuentro de las necesidades reales de los que podrían acercarse
al confesionario; las reglas humanas, si valen más que el deseo de perdón; nuestra
rigidez, que puede alejar la ternura de Dios. No debemos ciertamente disminuir las
exigencias del Evangelio, pero no podemos correr el riesgo de malograr el deseo
del pecador de reconciliarse con el Padre, porque lo que el Padre espera antes que
nada es el regreso del hijo a casa (cf. Lc 15,20-32).
Que nuestras palabras sean la de
los discípulos que, repitiendo las mismas expresiones de Jesús, dicen a Bartimeo:
«Ánimo, levántate, que te llama» (v. 49). Estamos llamados a infundir ánimo, a sostener
y conducir a Jesús. Nuestro ministerio es el del acompañar, para que el encuentro
con el Señor sea personal, íntimo, y el corazón se pueda abrir sinceramente y sin
temor al Salvador. No lo olvidemos: sólo Dios es quien obra en cada persona. En
el Evangelio es él quien se detiene y pregunta por el ciego; es él quien ordena
que se lo traigan; es él quien lo escucha y lo sana. Nosotros hemos sido elegidos
—nosotros, los pastores— para suscitar el deseo de la conversión, para ser instrumentos
que facilitan el encuentro, para extender la mano y absolver, haciendo visible y
operante su misericordia. Que cada hombre y mujer que se acerca a un confesionario
encuentre un padre; encuentre un padre que le espera; encuentre el Padre que perdona.
La conclusión del relato evangélico
está cargado de significado: Bartimeo «al momento recobró la vista y lo seguía por
el camino» (v. 52). También nosotros, cuando nos acercamos a Jesús, vemos de nuevo
la luz para mirar el futuro con confianza, reencontramos la fuerza y el valor para
ponernos en camino. En efecto «quien cree ve» (Carta enc. Lumen fidei, 1)
y va adelante con esperanza, porque sabe que el Señor está presente, sostiene y
guía. Sigámoslo, como discípulos fieles, para hacer partícipes a cuantos encontramos
en nuestro camino de la alegría de su amor. Y después el abrazo del Padre, el perdón
del Padre, hagamos fiesta en nuestro corazón. Porque él hace fiesta.
___________________
Libro-entrevista “El nombre de Dios es Misericordia”
II. El regalo
de la confesión
¿Por qué es importante confesarse? Usted
fue el primer papa en hacerlo públicamente, durante las liturgias penitenciales
de la Cuaresma, en San Pedro… Pero ¿no bastaría, en el fondo, con arrepentirse
y pedir perdón solos, enfrentarse solos con Dios?
Fue Jesús quien
les dijo a sus apóstoles: «Aquellos a quienes perdonéis los pecados, serán perdonados;
aquellos a quienes no se los perdonéis, no serán perdonados» (Jn 20, 19-23). Así
pues, los apóstoles y sus sucesores –los obispos y los sacerdotes que son sus colaboradores–
se convierten en instrumentos de la misericordia de Dios. Actúan in persona Christi.
Esto es muy hermoso. Tiene un profundo significado, pues somos seres sociales. Si
tú no eres capaz de hablar de tus errores con tu hermano, ten por seguro que no
serás capaz de hablar tampoco con Dios y que acabarás confesándote con el espejo,
frente a ti mismo. Somos seres sociales y el perdón tiene también un aspecto social,
pues también la humanidad, mis hermanos y hermanas, la sociedad, son heridos por
mi pecado. Confesarse con un sacerdote es un modo de poner mi vida en las manos
y en el corazón de otro, que en ese momento actúa en nombre y por cuenta de Jesús.
Es una manera de ser concretos y auténticos: estar frente a la realidad mirando
a otra persona y no a uno mismo reflejado en un espejo. San Ignacio, antes de cambiar
de vida y de entender que tenía que convertirse en soldado de Cristo, había combatido
en la batalla de Pamplona. Formaba parte del ejército del rey de España, Carlos
V de Habsburgo, y se enfrentaba al ejército francés. Fue herido gravemente y creyó
que iba a morir. En aquel momento no había ningún cura en el campo de batalla. Y
entonces llamó a un conmilitón suyo y se confesó con él, le dijo a él sus pecados.
El compañero no podía absolverlo, era un laico, pero la exigencia de estar frente
a otro en el momento de la confesión era tan sincera que decidió hacerlo así. Es
una bonita lección. Es cierto que puedo hablar con el Señor, pedirle enseguida perdón
a Él, implorárselo. Y el Señor perdona, enseguida. Pero es importante que vaya al
confesionario, que me ponga a mí mismo frente a un sacerdote que representa a Jesús,
que me arrodille frente a la Madre Iglesia llamada a distribuir la misericordia
de Dios. Hay una objetividad en este gesto, en arrodillarme frente al sacerdote,
que en ese momento es el trámite de la gracia que me llega y me cura. Siempre me
ha conmovido ese gesto de la tradición de las Iglesias orientales, cuando el confesor
acoge al penitente poniéndole la estola en la cabeza y un brazo sobre los hombros,
como en un abrazo. Es una representación plástica de la bienvenida y de la misericordia.
Recordemos que no estamos allí en primer lugar para ser juzgados. Es cierto que
hay un juicio en la confesión, pero hay algo más grande que el juicio que entra
en juego. Es estar frente a otro que actúa in persona Christi para acogerte y perdonarte.
Es el encuentro con la misericordia.
¿Qué puede decir de su experiencia como
confesor? Se lo pregunto porque parece una experiencia que ha marcado
profundamente su vida. En la primera misa celebrada con los fieles tras su
elección, en la parroquia de Santa Ana, el 17 de marzo de 2013, usted habló de
aquel hombre que decía: «Oiga, padre, yo he hecho cosas gordas…», y al cual
usted contestó: «Ve a ver a Jesús, que Él lo perdona y lo olvida todo». En esa
misma homilía recordaba que Dios nunca se cansa de perdonar. Poco después, en
el ángelus, recordó otro episodio, el de la viejecita que le había dicho
confesándose: «Sin la misericordia de Dios, el mundo no existiría».
Recuerdo muy bien
este episodio, que se me quedó grabado en la memoria. Me parece que aún la veo.
Era una mujer mayor, pequeñita, menuda, vestida completamente de negro, como se
ve en algunos pueblos del sur de Italia, en Galicia o en Portugal. Hacía poco que
me había convertido en obispo auxiliar de Buenos Aires y se celebraba una gran misa
para los enfermos en presencia de la estatua de la Virgen de Fátima. Estaba allí
para confesar. Hacia el final de la misa me levanté porque debía marcharme, pues
tenía una confirmación que administrar. En ese momento, llegó aquella mujer, anciana
y humilde. Me dirigí a ella llamándola abuela, como acostumbramos a hacer en Argentina.
«Abuela, ¿quiere confesarse?» «Sí», me respondió. Y yo, que estaba a punto de marcharme,
le dije: «Pero si usted no ha pecado…». Su respuesta llegó rápida y puntual: «Todos
hemos pecado». «Pero quizá el Señor no la perdone…», repliqué yo. Y ella: «El Señor
lo perdona todo». «Pero ¿usted cómo lo sabe?» «Si el Señor no lo perdonase todo
–fue su respuesta–, el mundo no existiría.»
Un ejemplo de la
fe de los sencillos, que tienen ciencia infusa aunque jamás hayan estudiado teología.
Durante ese primer ángelus dije, para que me entendieran, que mi respuesta había
sido: «¡Pero usted ha estudiado en la Gregoriana!». En realidad, la auténtica respuesta
fue: «¡Pero usted ha estudiado con Royo Marín!». Una referencia al padre dominicano
Antonio Royo Marín, autor de un famoso volumen de teología moral. Me impresionaron
las palabras de aquella mujer: sin la misericordia, sin el perdón de Dios, el mundo
no existiría, no podría existir. Como confesor, incluso cuando me he encontrado
ante una puerta cerrada, siempre he buscado una fisura, una grieta, para abrir esa
puerta y poder dar el perdón, la misericordia.
Usted una vez afirmó que el confesionario
no debe ser una «tintorería». ¿Qué significa eso? ¿Qué quería decir?
Era un ejemplo,
una imagen para dar a entender la hipocresía de cuantos creen que el pecado es una
mancha, tan sólo una mancha, que basta ir a la tintorería para que la laven en seco
y todo vuelva a ser como antes. Como cuando se lleva una chaqueta o un traje para
que le saquen las manchas: se mete en la lavadora y ya está. Pero el pecado es más
que una mancha. El pecado es una herida, hay que curarla, medicarla. Por eso usé
esa expresión: intentaba evidenciar que ir a confesarse no es como llevar el traje
a la tintorería.
Cito otro ejemplo suyo. ¿Qué significa que
el confesionario no debe ser tampoco una «sala de tortura»?
Ésas eran palabras
dirigidas más bien a los sacerdotes, a los confesores. Y se referían al hecho de
que quizá puede existir en uno un exceso de curiosidad, una curiosidad un poco enfermiza.
Una vez oí decir a una mujer, casada desde hacía años, que no se confesaba porque
cuando era una muchacha de trece o catorce años el confesor le había preguntado
dónde ponía las manos cuando dormía. Puede haber un exceso de curiosidad, sobre
todo en materia sexual. O bien una insistencia en que se expliciten detalles que
no son necesarios. El que se confiesa está bien que se avergüence del pecado: la
vergüenza es una gracia que hay que pedir, es un factor bueno, positivo, porque
nos hace humildes. Pero en el diálogo con el confesor hay que ser escuchado, no
ser interrogado. Además, el confesor dice lo que debe, aconsejando con delicadeza.
Es esto lo que quería expresar hablando de que los confesionarios no deben ser jamás
cámaras de tortura.
¿Jorge Mario Bergoglio ha sido un confesor severo o indulgente?
He intentado siempre dedicarle tiempo a las confesiones, incluso
siendo obispo o cardenal. Ahora confieso menos, pero aún lo hago. A veces
quisiera poder entrar en una iglesia y sentarme en el confesionario. Así pues,
para contestar a la pregunta: cuando confesaba siempre pensaba en mí mismo, en
mis pecados, en mi necesidad de misericordia y, en consecuencia, intentaba
perdonar mucho.
__________________
El confesionario es lugar de evangelización y por tanto de formación
17 de marzo de 2017
Queridos
hermanos:
Estoy
feliz de encontrarme con vosotros, en esta primera audiencia después del
Jubileo de la Misericordia, con ocasión del curso anual sobre el Foro Interno.
Dirijo un cordial saludo al cardenal Penitenciario mayor, y le doy las gracias
por sus corteses palabras. Saludo al Regente, a los Prelados, a los oficiales y
al personal de la Penitenciaría, a los colegas de los penitenciarios ordinarios
y extraordinarios de las Basílicas Papales in Urbe, y a todos vosotros
participantes en este curso.
En
realidad, os lo confieso, este de la Penitenciaría es el tipo de tribunal ¡que
me gusta de verdad! porque es un “tribunal de la misericordia”, al cual se
dirige para obtener ¡esa indispensable medicina para nuestra alma que es la
Misericordia divina!
Vuestro
curso sobre el fuero interno, que contribuye a la formación de buenos
confesores, es lo más útil e incluso diría necesario en nuestros días. Cierto,
no se convierte en buenos confesores gracias a un curso, no: la de la confesión
es una “larga escuela”, que dura toda la vida. Pero ¿Quién es el “buen
confesor”? ¿Cómo se convierten en buenos confesores?
Querría
indicar, al respecto, tres aspectos:
1. Un
“buen confesor” es, ante todo, un verdadero amigo de Jesús Buen Pastor. Sin
esta amistad, será muy difícil madurar esa paternidad, tan necesaria en el
ministerio de la reconciliación. Ser amigos de Jesús significa ante todo
cultivar la oración. Tanto una oración personal con el Señor, pidiendo
incesantemente el don de la caridad pastoral; como una oración específica para
el ejercicio de la tarea de confesores y por los fieles, hermanos y hermanas
que se acercan a nosotros en busca de la misericordia de Dios.
Un
ministerio de la reconciliación “envuelto de oración” será reflejo creíble de
la misericordia de Dios y evitará esas asperezas e incomprensiones que, de vez
en cuando, se podrían generar incluso en el encuentro sacramental. Un confesor
que reza sabe bien que es él mismo el primer pecador y el primer perdonado. No
se puede perdonar en el sacramento sin la conciencia de haber sido perdonado
antes. Y entonces la oración es la primera garantía para evitar toda actitud de
dureza, que inútilmente juzga al pecador y no el pecado.
En la
oración es necesario implorar el don de un corazón herido, capaz de comprender
las heridas de los demás y de sanarlas con el óleo de la misericordia, lo que
el buen samaritano derramó sobre las llagas de ese desafortunado, por el cual
nadie había tenido piedad (cf. Lucas 10, 34).
En la
oración debemos pedir el precioso don de la humildad, para que aparezca siempre
claramente que el perdón es don gratuito y sobrenatural de Dios, del cual
nosotros somos simples, aunque necesarios, administradores, por voluntad misma
de Jesús; y Él se complacerá ciertamente si hacemos largo uso de su
misericordia.
En la
oración, además, invocamos siempre al Espíritu Santo, que es el Espíritu de
discernimiento y de compasión. El Espíritu permite empatizar con los
sufrimientos de las hermanas y los hermanos que se acercan al confesionario y
de acompañarlos con prudente y maduro discernimiento y con verdadera compasión
por los sufrimientos, causados por la pobreza del pecado.
2. El
buen confesor es, en segundo lugar, un hombre del Espíritu, un hombre del
discernimiento. ¡Cuánto mal viene de la falta de discernimiento! ¡Cuánto mal
viene a las almas por un actuar que no echa raíces en la escucha humilde del
Espíritu Santo y de la voluntad de Dios! El confesor no hace su propia voluntad
y no enseña una doctrina propia. Él es llamado a hacer siempre y solo la
voluntad de Dios, en plena comunión con la Iglesia, de la cual es ministro, es
decir, siervo.
El
discernimiento permite distinguir siempre, para no confundir, y para no
generalizar. El discernimiento educa la mirada y el corazón, permitiendo esa
delicadeza de alma tan necesaria ante quien abre el sagrario de la propia
conciencia para recibir luz, paz y misericordia.
El
discernimiento es necesario también porque, quien se acerca al confesionario,
puede provenir de las más disparatadas situaciones; podría tener también
trastornos espirituales, cuya naturaleza debe ser sometida al atento
discernimiento, teniendo en cuenta todas las circunstancias existenciales,
eclesiales, naturales y sobrenaturales. Allí donde el confesor se diese cuenta
de la presencia de auténticos y verdaderos trastornos espirituales —que pueden
ser incluso en gran parte psíquicos, y eso debe ser verificado a través de una
sana colaboración con las ciencias humanas—, no deberá dudar en referirlo a
quienes, en la diócesis, están encargados de este delicado y necesario
ministerio, es decir los exorcistas. Pero estos deben ser elegidos con mucho
cuidado y prudencia.
3. Por
último, el confesionario es también un auténtico y verdadero lugar de
evangelización. No hay, efectivamente, evangelización más auténtica que el
encuentro con el Dios de la misericordia, con el Dios que es Misericordia.
Encontrar la misericordia significa encontrar el verdadero rostro de Dios, así
como el Señor Jesús nos lo ha revelado.
El
confesionario es entonces lugar de evangelización y por tanto de formación.
Durante el breve diálogo que entabla con el penitente, el confesor está llamado
a discernir qué cosa es más útil y qué cosa es, incluso, necesaria para el
camino espiritual de ese hermano o de esa hermana; de vez en cuando será
necesario volver a anunciar las más elementales verdades de fe, el núcleo
incandescente, el kerigma, sin el cual la misma experiencia del amor de
Dios y de su misericordia permanecería como muda; algunas veces se intentará
indicar los fundamentos de la vida moral, siempre en relación con la verdad, el
bien y la voluntad del Señor. Se trata de una obra de preparado e inteligente
discernimiento, que puede hacer mucho bien a los fieles.
El
confesor, efectivamente, está llamado cotidianamente a dirigirse a “las
periferias del mal y del pecado” —¡esta es una fea periferia!— y su obra
representa una auténtica prioridad pastoral. Confesar es prioridad pastoral.
Por favor, que no haya esos carteles: “se confiesa solo el lunes, miércoles de
tal hora a tal hora”. Se confiesa cada vez que te lo piden. Y si tú estás ahí
[en el confesionario] rezando, estás con el confesionario abierto, que es el
corazón de Dios abierto.
Queridos
hermanos, os bendigo y os deseo que seáis buenos confesores: sumidos en la
relación con Cristo, capaces de discernimiento en el Espíritu Santo y
preparados para acoger la ocasión de evangelizar.
Rezad
siempre por los hermanos y hermanas que se acercan al sacramento del perdón. Y,
por favor, rezad también por mí.
Y no
querría finalizar sin una cosa que me vino a la mente cuando el cardenal
Prefecto ha hablado. Él ha hablado de las llaves y de la Virgen, y me ha
gustado, y diré una cosa... dos cosas. A mí me ha hecho mucho bien cuando, de
joven, leía el libro de san Alfonso María de Ligorio sobre la Virgen: «Las
glorias de María». Siempre, al final de cada capítulo, había un milagro de la
Virgen, con el cual ella entraba en medio de la vida y arreglaba las cosas. Y
la segunda cosa. Sobre la Virgen hay una leyenda, una tradición que me han
contado que existe en el sur de Italia: la Virgen de las mandarinas. Es una
tierra donde hay muchas mandarinas ¿No es verdad? Y dicen que sea la patrona de
los ladrones [ríe, ríen]. Dicen que los ladrones van a rezar allí. Y la leyenda
—así cuentan— es que los ladrones que rezan a la Virgen de las mandarinas,
cuando mueren, está la fila delante de Pedro que tiene las llaves, y abre y
deja pasar uno, después abre y deja pasar otro; y la Virgen, cuando ve a uno de
estos, les hace una señal para que se escondan; y luego, cuando han pasado
todos, Pedro cierra y llega la noche y la Virgen desde la ventana le llama y le
deja entrar por la ventana. Es una narración popular, pero es muy bonita:
perdonar con la Mamá al lado; perdonar con la Madre. Porque esta mujer, este
hombre que viene al confesionario, tiene una Madre en el Cielo que le abrirá la
puerta y le ayudará en el momento de entrar en el Cielo. Siempre la Virgen,
porque la Virgen nos ayuda también a nosotros en el ejercicio de la
misericordia. Doy las gracias al cardenal por estas dos señales: las llaves y
la Virgen. Muchas gracias.
Os
invito —es la hora— a rezar el Ángelus juntos: “Angelus Domini...”
[Bendición]
No
digáis que los ladrones van al ¡Cielo! No digáis esto [ríe, ríen].
Vida Cristiana
[1] Sal 78
[77], 38s., cf. también referencias a Dios misericordioso en los Salmos 86 [85], 15; 103 [102], 8; 111
[110], 4; 112 [111], 4; 115 [114], 5; 145 [144], 8.
[2] Cf. Jn 1, 29; Is 53, 7. 12
[3] Cf Jn 5, 27
[4] Cf. Mt 9, 2-7; Lc 5, 18-25;
7, 47-49; Mc 2, 3-12.
[5] Cf. Jn 3, 16 s.; 1 Jn 3, 5.
8.
[6] Jn 20,
22; Mt 18, 18; cf. también, por lo
que se refiere a Pedro, Mt 16, 19. El
B. Isaac de la Estrella subraya en un discurso la plena comunión de Cristo con
su Iglesia en la remisión de los pecados: « Nada puede perdonar la Iglesia sin
Cristo y Cristo no quiere perdonar nada sin la Iglesia. Nada puede perdonar la
Iglesia sino a quien es penitente, es decir a quien Cristo ha tocado con su
gracia; Cristo nada quiere considerar como perdonado a quien desprecia a la
Iglesia »: Sermo 11 (In dominica III post Epiphaniam, I): PL 194, 1729.
[7] Cf. Mt 12, 49 s.; Mc 3, 33
s.; Lc 8, 20 s.; Rom 8, 29: «... primogénito entre muchos hermanos».
[8] Cf. Heb 2, 17; 4, 15
[9] Cf. Mt 18, 12 s.; Lc 15, 4-6.
[10] Cf. Lc 5, 31 s.
[11] Cf. Mt 22, 16.
[12] Cf. Act 10, 42
[13] Cf. Jn 8, 16.
[14] Lo he hecho ya en numerosos
encuentros con Obispos y Sacerdotes, y especialmente en el reciente Año Santo;
cf. el Discurso a los Penitenciarios de las Basílicas Patriarcales de Roma y a
los Sacerdotes confesores al final del Jubileo de la Redención (9 julio 1984): L’Osservatore Romano edic. en lengua
española, 8 de octubre, 1984.
[15] Jn 8, 11.
[16] Cf. Tit
3, 4.
[17] Cf. Conc. Ecum. Tridentino, Sesión XIV, De sacramento Paenitentiae, cap. I y can. 1: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, ed. cit., 703s., 711 (DS 1668-1670. 1701).
[18] Const. dogm. Lumen gentium sobre la Iglesia, 11.
[19] Cf. Conc. Ecum. Tridentino, Sesión
XIV, De sacramento Paenitentiae, cap.
I y can. 1: Conciliorum Oecumenicorum
Decreta, ed. cit., 703s., 711 (DS
1668-1670. 1701).
[20] Cf. Const. Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia, 72.
[21] Cf. Rituale
Romanum ex Decreto Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II instauratum,
auctoritate Pauli VI promulgatum. Ordo Paenitentiae, Typis Polyglottis Vaticanis,
1974.
[22] El Concilio de Trento usa la
expresión atenuada «ad instar actus iudicialis» (Sesión XIV, De sacramento Paenitentiae, cap. 6: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, ed.
cit., 707 (DS 1685), para subrayar la
diferencia con los tribunales humanos. El nuevo Rito de la Penitencia alude a
esta función, nn. 6 b y 10 a.
[23] Cf. Lc 5, 31 s.: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los
enfermos», con la conclusión: «...he venido yo a llamar... a los pecadores a
penitencia»; Lc 9, 2: «Les envió a
predicar el reino de Dios y a hacer curaciones». La imagen de Cristo médico
adquiere un aspecto nuevo e impresionante si la confrontamos con la figura del
«Siervo de Yavé» del que el Libro de
Isaías profetizaba que «fue él ciertamente quien soportó nuestros
sufrimientos / y cargó con nuestros dolores» y que «en sus llagas hemos sido
curados» (Is 53, 4s.).
[24] Cf. S. Agustín, Sermo 82, 8: PL 38, 511.
[25] Cf. S. Agustín, Sermo 352, 3, 8-9: PL 39, 1558 s.
[26] Cf. Ordo Paenitentiae, 6 c.
[27] Ya los paganos —como Sófocles (Antígona, vv. 450-460) y Aristóteles (Rhetor., lib. I, cap. 15, 1375 a-b)—
reconocían la existencia de normas morales «divinas» existentes «desde
siempre», marcadas profundamente en el corazón del hombre.
[28] Sobre esta función de la
conciencia, cf. lo que dije durante la Audiencia General del 14 de Marzo de
1984, 3: L’Osservatore Romano, edic
en lengua española, 18 de marzo, 1984.
[29] Cf. Conc. Ecum. Tridentino,
Sesión XIV De sacramento Paenitentiae,
cap. IV: De contritione: Conciliorum
Oecumenicorum Decreta, ed. cit., 705 (DS
1676-1677). Como se sabe, para acercarse al sacramento de la Penitencia es
suficiente la atrición, o sea, un arrepentimiento imperfecto, debido más al
temor que al amor; pero en el ámbito del Sacramento, bajo la acción de la
gracia que recibe, el penitente « ex attrito fit contritus », de modo que la
Penitencia actúa realmente en quien está dispuesto a la conversión en el amor:
cfr. Conc. Ecum. Tridentino, ibidem, ed. cit., 705 (DS 1678).
[30] Ordo Paenitentiae, 6 c.
[31] Cf. Sal
51 (50), 14.
[32] De estos aspectos, todos
fundamentales, de la penitencia, he hablado en las Audiencias Generales del 19
de Mayo de 1982: L’Osservatore Romano,
edic. en lengua española, 23 de mayo, 1982; del 28 de febrero de 1979: Enseñanzas al Pueblo de Dios (1979), 176
ss.; del 21 de marzo de 1984: L’Osservatore
Romano, edic. en lengua española, 25 de marzo: 1984. Se recuerdan además
las normas del Código de Derecho Canónico concernientes al lugar para la
administración del Sacramento y los confesonarios (can. 964, 2-3).
[33] He tratado sucintamente del tema
en la Audiencia General del 7 de Marzo de 1984: L’Osservatore Romano, edic. en lengua española, 11 de marzo, 1984.
[34] Cf. Gén 4, 7. 15.
[35]
Cf. 2 Sam 12.
[36]
Cf. Lc 15, 17-21.
[37] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, sobre el
ministerio y vida de los presbíteros, 18.
[38] Ordo Paenitentiae, 7b.
[39] Cf. Ordo
Paenitentiae, 17.
[40] Cann. 961-963.
[41] Cf. Ez
18, 23.
[42] Cf. Is
42, 3; Mt 12, 20.
[43] Cf. Exhort. Ap. Familiaris consortio, 84.
[44] Misal Romano, Prefacio del Adviento I.
[45] Catecismo de la Iglesia Católica, 536.
[46] Cf. Conc. Ecum. de Trento, sess.
XIV, De sacramento paenitentiae, can.
3: DS 1703.
[47] N. 37: AAS 93(2001) 292.
[48] Cf. CIC, cann.213 y 843, § I.
[49] Cf. Conc. Ecum. de Trento, sess.
XIV, Doctrina de sacramento paenitentiae,
cap. 4: DS 1676.
[50] Ibíd.,
can. 7: DS 1707.
[51] Cf. ibíd.,
cap. 5: DS 1679; Conc. Ecum. de
Florencia, Decr. pro Armeniis (22
noviembre 1439): DS 1323.
[52] Cf. can. 392; Conc. Ecum. Vatic. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.27;
Decr. Christus Dominus, sobre la
función pastoral de los obispos, 16.
[53] Cf. can. 961, § 1, 2º.
[54] Cf. nn. 980-987; 1114-1134;
1420-1498.
[55] Can. 960.
[56] Can. 986, § 1.
[57] Cf. Conc. Ecum. Vatic. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el
ministerio y vida de los presbíteros, 13; Ordo
Paenitentiae, editio typica, 1974,
Praenotanda, 10,b.
[58] Cf. Congregación para el Culto divino y la
disciplina de los sacramentos, Responsa
ad dubia proposita: «Notitiae», 37(2001) 259-260.
[59] Can. 988, § 1.
[60] Cf. can. 988, § 2; Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2
diciembre 1984), 32: AAS 77(1985)
267; Catecismo de la Iglesia Católica,
1458.
[61] Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 32: AAS 77(1985) 267.
[62] Can. 961, § 1.
[63] Cf. supra nn. 1 y 2.
[64] Can. 961, § 2.
[65] Can. 962, § 1.
[66] Can. 962, § 2.
[67] Can. 989.
[68] Can. 963.
[69] Can. 964, § 1.
[70] Cf. can. 964, 3.
[71]Consejo
pontificio para la Interpretación de los textos legislativos, Responsa ad propositum dubium: de loco
excipiendi sacramentales confessiones (7 julio 1998): AAS 90 (1998) 711.
[72] Enarr. in Ps. 76, 11.
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