Ø Santuario de Nuestra Señora de Fátima (Portugal). Peregrinación del Papa Francisco con ocasión
del centenario de las apariciones de la Virgen María en la Cova de Iría. Homilía en la Misa con el rito de la Canonización de los beatos Francisco Marto y Jacinta Marto (13 de mayo de 2017).
1. Fátima es sobre todo este manto de Luz que nos cubre, tanto aquí como en cualquier otra parte de la tierra, cuando nos refugiamos bajo la protección de la Virgen Madre para pedirle, como enseña la Salve Regina, «muéstranos a Jesús».
«Un gran signo apareció en el cielo: una
mujer vestida del sol», dice el vidente de Patmos en el Apocalipsis (12,1), señalando además que ella
estaba a punto de dar a luz a un hijo. Después, en el Evangelio, hemos
escuchado cómo Jesús le dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27). Tenemos una Madre, una «Señora
muy bella», comentaban entre ellos los videntes de Fátima mientras regresaban a
casa, en aquel bendito 13 de mayo de hace cien años. Y, por la noche, Jacinta
no pudo contenerse y reveló el secreto a su madre: «Hoy he visto a la Virgen».
Habían visto a la Madre del cielo. En la estela de luz que seguían con sus
ojos, se posaron los ojos de muchos, pero…estos no la vieron. La Virgen Madre
no vino aquí para que nosotros la viéramos: para esto tendremos toda la
eternidad, a condición de que vayamos al cielo, por supuesto.
Pero ella, previendo y advirtiéndonos sobre el peligro del
infierno al que nos lleva una vida ―a menudo propuesta e impuesta― sin Dios y
que profana a Dios en sus criaturas, vino a recordarnos la Luz de Dios que mora
en nosotros y nos cubre, porque, como hemos escuchado en la primera lectura,
«fue arrebatado su hijo junto a Dios» (Ap 12,5). Y, según las palabras de Lucía,
los tres privilegiados se encontraban dentro de la Luz de Dios que la Virgen
irradiaba. Ella los rodeaba con el manto de Luz que Dios le había dado. Según
el creer y el sentir de muchos peregrinos —por no decir de todos—, Fátima es
sobre todo este manto de Luz que nos cubre, tanto aquí como en cualquier otra
parte de la tierra, cuando nos refugiamos bajo la protección de la Virgen Madre
para pedirle, como enseña la Salve
Regina, «muéstranos a Jesús».
2. Tenemos una madre. Aferrándonos a ella como hijos, vivamos la esperanza que se apoya en Jesús quien, cuando subió al cielo, llevó al Padre celeste a la humanidad.
v Como un ancla, fijemos nuestra esperanza en esa humanidad colocada en el cielo a la derecha del Padre (cf. Ef 2,6). Que esta esperanza sea el impulso de nuestra vida. Una esperanza que nos sostenga siempre, hasta el último suspiro.
o Con esta esperanza, nos hemos reunido aquí para dar gracias por las innumerables bendiciones que el Cielo ha derramado en estos cien años, y que han transcurrido bajo el manto de Luz que la Virgen, desde este Portugal rico en esperanza.
§ Tenemos ante los ojos a san Francisco Marto y a santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el mar inmenso de la Luz de Dios, para que lo adoraran.
De ahí recibían ellos la fuerza para superar las contrariedades y los sufrimientos
Queridos Peregrinos, tenemos una Madre, tenemos una Madre!
Aferrándonos a ella como hijos, vivamos de la esperanza que se apoya en Jesús,
porque, como hemos escuchado en la segunda lectura, «los que reciben a raudales
el don gratuito de la justificación reinarán en la vida gracias a uno solo,
Jesucristo» (Rm 5,17).
Cuando Jesús subió al cielo, llevó junto al Padre celeste a la humanidad
―nuestra humanidad― que había asumido en el seno de la Virgen Madre, y que
nunca dejará. Como un ancla, fijemos nuestra esperanza en esa humanidad
colocada en el cielo a la derecha del Padre (cf. Ef 2,6). Que esta esperanza sea el
impulso de nuestra vida. Una esperanza que nos sostenga siempre, hasta el
último suspiro.
Con esta esperanza, nos hemos reunido aquí para dar gracias
por las innumerables bendiciones que el Cielo ha derramado en estos cien años,
y que han transcurrido bajo el manto de Luz que la Virgen, desde este Portugal
rico en esperanza, ha extendido hasta los cuatro ángulos de la tierra. Como un
ejemplo para nosotros, tenemos ante los ojos a san Francisco Marto y a santa
Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el mar inmenso de la Luz de
Dios, para que lo adoraran. De ahí recibían ellos la fuerza para superar las
contrariedades y los sufrimientos. La presencia divina se fue haciendo cada vez
más constante en sus vidas, como se manifiesta claramente en la insistente
oración por los pecadores y en el deseo permanente de estar junto a «Jesús
oculto» en el Sagrario.
3. «¿No ves muchas carreteras, muchos caminos y campos llenos de gente que lloran de hambre por no tener nada para comer? ¿Y el Santo Padre en una iglesia, rezando delante del Inmaculado Corazón de María?
v Bajo el manto de la Virgen no se pierden.
o De sus brazos vendrá la esperanza y la paz, en particular para los enfermos y los discapacitados, los encarcelados y los desocupados, los pobres y los abandonados.
§
Pidamos a Dios, con la esperanza de que nos escuchen
los hombres, y dirijámonos a los
hombres, con la certeza de que Dios nos
ayuda.
En sus Memorias (III, n.6), sor Lucía da la palabra a
Jacinta, que había recibido una visión: «¿No ves muchas carreteras, muchos
caminos y campos llenos de gente que lloran de hambre por no tener nada para
comer? ¿Y el Santo Padre en una iglesia, rezando delante del Inmaculado Corazón
de María? ¿Y tanta gente rezando con él?». Gracias por haberme acompañado. No
podía dejar de venir aquí para venerar a la Virgen Madre, y para confiarle a
sus hijos e hijas. Bajo su manto, no se pierden; de sus brazos vendrá la
esperanza y la paz que necesitan y que yo suplico para todos mis hermanos en el
bautismo y en la humanidad, en particular para los enfermos y los
discapacitados, los encarcelados y los desocupados, los pobres y los
abandonados. Queridos hermanos: pidamos a Dios, con la esperanza de que nos
escuchen los hombres, y dirijámonos a los hombres, con la certeza de que Dios
nos ayuda.
v Él nos ha creado como una esperanza para los demás, una esperanza real y realizable en el estado de vida de cada uno.
o Al «pedir» y «exigir» de cada uno de nosotros el cumplimiento de los compromisos del propio estado (Carta de sor Lucía, 28 de febrero de 1943), el cielo activa aquí una auténtica y precisa movilización general contra esa indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra miopía.
En efecto, él nos ha creado como una esperanza para los
demás, una esperanza real y realizable en el estado de vida de cada uno. Al
«pedir» y «exigir» de cada uno de nosotros el cumplimiento de los compromisos
del propio estado (Carta de sor Lucía, 28 de febrero de 1943), el cielo
activa aquí una auténtica y precisa movilización general contra esa
indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra miopía. No queremos ser
una esperanza abortada. La vida sólo puede sobrevivir gracias a la generosidad
de otra vida. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo;
pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24):
lo ha dicho y lo ha hecho el Señor, que siempre nos precede. Cuando pasamos por
alguna cruz, él ya ha pasado antes. De este modo, no subimos a la cruz para
encontrar a Jesús, sino que ha sido él el que se ha humillado y ha bajado hasta
la cruz para encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer las tinieblas del
mal y llevarnos a la luz.
Que, con la protección de María, seamos en el mundo
centinelas que sepan contemplar el verdadero rostro de Jesús Salvador, que
brilla en la Pascua, y descubramos de nuevo el rostro joven y hermoso de la
Iglesia, que resplandece cuando es misionera, acogedora, libre, fiel, pobre de
medios y rica de amor.
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