22 de Febrero del 2015
No
apartes de Cristo tus ojos:
No
sé si por opción o por necesidad, tal vez porque los años enseñan
muchas cosas, talvez porque la realidad ha perdido con el tiempo
velos que ocultaban su crueldad, el hecho es que ya sólo me interesa
hablar de Cristo y de los que sufren. Los pobres son luz que necesito
para acercarme a la verdad del hombre, y Cristo es cuanto necesito
para devolverle humanidad al hombre y para acercarme al misterio de
Dios.
“En
aquel tiempo el Espíritu empujó a Jesús al desierto”: oigo la
palabra del evangelio y se me estremecen las entrañas; no hay lugar
allí para divagaciones doctrinales sobre Dios, porque Dios no es
aquel sobre quien se discute, sino que es Espíritu, viento poderoso
y libre que, si le dejas, te agarra, te empuja y te lleva.
“El
Espíritu empujó a Jesús al desierto”. ¡Cuántas veces lo hemos
confesado en el Credo de nuestra celebración dominical!: “Creemos
en un solo Señor Jesucristo… que por nosotros los hombres y por
nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se
encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”. El Espíritu
empujó al Hijo de Dios hasta nuestra condición humana, hasta
nuestra miseria, hasta nuestro desierto, hasta nuestra vida, hasta
nuestra muerte. El Espíritu empujó a Jesús hasta el desierto donde
se pudrían los leprosos, donde yacían los enfermos, donde vagaban
los endemoniados, donde se abrasaba la dignidad de ladrones,
adúlteros y prostitutas.
Tú,
Iglesia amada de Dios, conoces de cerca a este Jesús que va por la
vida “empujado” como si tuviese prisa de amar. El Espíritu lo
empujó al desierto, hasta la cruz, hasta la última donación, hasta
su última tentación, que fue, como la primera, la de servirse del
poder de Dios en vez de abandonarse al amor de Dios.
Tú,
Iglesia santa y pecadora, contemplas a Jesús en el desierto, en su
vida, en su muerte, y, para tu asombro y tu alegría, hallas que
Jesús es la respuesta de Dios a tu oración. Tú decías: “Enséñame
tus caminos, instrúyeme en tus sendas”; y el Señor puso delante
de ti el camino que es Cristo. Y mientras el salmista cantaba su
plegaria: “Haz que camine con lealtad”, tú contemplabas a
Cristo, tu camino, al que es verdad y vida para leprosos, enfermos,
endemoniados, ladrones, adúlteros y prostitutas, y aclamabas con la
fuerza del canto y el gozo de la salvación recibida: “Tus sendas,
Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza”.
Las
palabras del salmo se llenan de sentido nuevo para la Iglesia si las
leemos a la luz del misterio de Cristo Jesús. Al ofrecernos en
Cristo la salvación, al mostrarnos en su Hijo el camino de la vida,
Dios nos ha manifestado su misericordia, su lealtad, su rectitud y su
bondad.
Un
sentido nuevo adquieren también las palabras del libro del Génesis
proclamadas en nuestra celebración: “Dios dijo a Noé y a sus
hijos: _Yo hago un pacto con vosotros y con vuestros descendientes…
Y añadió: _Ésta es la señal del pacto que hago con vosotros…
Pondré mi arco en las nubes”. En aquel arco los creyentes
reconocemos una figura de Cristo, el Hijo del Hombre enaltecido por
Dios sobre las nubes del cielo, memoria verdadera de la alianza nueva
y eterna que Dios ha sellado con la humanidad.
También
adquieren hoy significado nuevo para nosotros las palabras que oímos
cada domingo al acercarnos a comulgar. El sacerdote te dirá: “El
cuerpo de Cristo”; y tú, con sabiduría espiritual, entenderás:
Éste es el arco de Dios en las nubes, la señal de la alianza eterna
de Dios con su pueblo, el sacramento del amor que Dios nos tiene, la
memoria de su ternura y su misericordia.
No
olvides, Iglesia santa y pecadora, que estás siempre al principio de
tu camino hacia Cristo, hacia la Pascua de Cristo, y que, si quieres
llegar hasta él, has de mantener los ojos fijos en él: en la
belleza del arco iris, en la serenidad de la eucaristía, en la noche
del Calvario, en el sufrimiento de los pobres. No apartes de Cristo
tus ojos ¡y llegarás a la Pascua con él!
Feliz
domingo.
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