2 de Febrero del 2016
Aquí
estoy, mándame:
Vamos
a hablar de nosotros, de nuestra vocación, de nuestro canto para el
Señor por su misericordia y su lealtad, porque su promesa supera a
su fama, porque ha completado sus favores con nosotros, porque la
gloria de su nombre es grande; pero lo haremos fijándonos en
Isaías, a quien el Señor llamó para que fuese su profeta; y en
Simón, llamado a ser pescador de hombres.
El
profeta, “hombre de labios impuros, que habita en medio de un
pueblo de labios impuros”, vio al Señor sentado sobre un trono
alto y excelso, vio al Dios tres veces Santo, al Rey y Señor de los
ejércitos. Porque vio, se vio perdido. Porque fue tocado, se
vio purificado y perdonado. Porque había visto y fue tocado, pudo
ofrecerse para ser enviado.
En
el relato evangélico, Jesús, sentado, desde la barca de Simón
enseñaba a la gente. Ni la gente ni Simón, y puede que yo tampoco,
habían visto –habían caído en la cuenta - que, desde aquella
barca, les hablaba la misma voz que en otro tiempo había escuchado
el profeta, y que en aquella humildísima cátedra estaba sentado el
mismo Señor que el profeta había visto sentado en un trono alto y
excelso.
Para
que Simón vea, será necesaria una redada grande de peces, tan
grande que reventaba la red. Al ver eso –la redada asombrosa-, vio
mucho más; y, porque vio más, se arrojó a los pies de Jesús,
diciendo: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. ¡Había
visto al Señor! ¡Y se había visto a sí mismo! Y el que había
visto, ya podía ser llamado y enviado.
La
comunidad de fe puede ver hoy por los ojos del profeta: puede verse
perdida con él, impura como él, y también tocada como él por el
fuego de Dios, por su Espíritu, purificada, perdonada y llamada para
ser enviada.
La
comunidad puede verse a sí misma y a Jesús por los ojos de Simón:
a sí misma se verá pecadora; en Jesús verá a su Señor. Y “al
verlo”, como Simón, hará su humilde confesión de fe: “Apártate
de mí, Señor, que soy un pecador”.
Pero
puedes mirar también, Iglesia cuerpo de Cristo, por los ojos del que
es tu cabeza, Cristo Jesús. Él vio los cielos abiertos, y que el
fuego –el Espíritu Santo- bajaba sobre él, junto con una voz: “Tú
eres mi Hijo, el amado, el predilecto”. En Cristo, también tú has
visto, también a ti te ha purificado aquel fuego –también sobre
ti ha descendido el Espíritu-, también para ti ha venido aquella
voz.
Si
has visto, puede que, como Pedro en la montaña de la
transfiguración, le digas a Jesús: “Maestro, qué bien se está
aquí”.
Pero
el fuego no dejará que te quedes, la voz resonará poderosa y
humilde en la intimidad de cada corazón: “¿A quién mandaré?
¿Quién irá por mí?”
Y
tu fe responderá: “Aquí estoy, mándame”.
Feliz
domingo. Feliz encuentro con el Señor.
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