17 de Abril del 2016
No
lloréis por los pobres: llorad por sus verdugos
Mi
hermana me lo comunicó así: “Hoy, con Regis, hemos ido a Ben
Junes; al llegar al primer grupo que nos esperaba, nos hemos "topado"
con la furgoneta del Ejército; estaba metiendo a los emigrantes...
Ellos, pidiéndonos ayuda; nosotros dos, atónitos... Se nos han
llevado a nuestros hijos, delante de nuestras narices, y nosotros sin
poder hacer nada. Después, piensas: quizás podías haber
intercedido por ellos, hacer parar la furgoneta... Sólo hemos
llorado y rezado. Hemos llegado a Tánger con el corazón
encogido”...
Mi
hermana, con Regis, iba a llevar alimentos a los emigrantes que, en
el bosque de Beliones, sobreviven mientras esperan una oportunidad
para entrar en la ciudad vallada de Ceuta. Si queremos encontrarnos
con ellos, hemos de hacerlo manteniendo contacto permanente a través
del teléfono, y no puedo dejar de pensar que los militares se han
servido de esas llamadas para localizar y arrestar a quienes la
caridad pide que se hagan visibles para coger el pedazo de pan que
les llevamos.
En
la misa del próximo domingo de Pascua, domingo del Buen Pastor, con
Regis y con toda la comunidad eclesial, mi hermana escuchará las
palabras del salmista: “La misericordia del Señor llena la tierra;
la palabra del Señor hizo el cielo”. Y habrá de conjugar, con el
corazón encogido, su experiencia de llanto en el bosque y la
confesión de fe que se hace en la asamblea litúrgica: habrá de
conjugar lágrimas de víctimas y misericordia de Dios, impotencia
del creyente y memoria del poder creador de Dios.
Esa
síntesis admirable, propia del Reino de Dios, la hará en ti,
Iglesia amada del Señor, el Espíritu de Cristo. Sólo él sabe
aunar lágrimas y alegría, debilidad y victoria, abajamiento y
enaltecimiento.
Fíjate
en tu Señor, en tu Pastor. Si lo reconoces en Jesús de Nazaret, ves
que se hizo siervo de todos y dio la vida por sus ovejas. Si lo
contemplas en la Eucaristía, su servicio y su vida entregada se te
revelan en un pan consagrado, fraccionado, repartido y comulgado. Si
lo ves en ti misma, ves que todavía hace suya tu debilidad, hace
suyas tus lágrimas, hace suyos tus deseos de liberación. Si lo ves
en los pobres, ves que en unos es olvidado, en otros perseguido, en
todos menospreciado. Si lo ves en los emigrantes, el corazón se te
encoge de pena porque, en ellos, todavía continuamos atormentado y
crucificando a nuestro Señor. Es tu Señor el que, en Beliones, ha
sido empujado a las furgonetas del ejército para ser desplazado
lejos de las fronteras de un país de epulones, de amos, de dueños;
una vez más tu Señor habrá sido humillado y vejado y abandonado
como un no hombre, como un sin derechos, como uno de quien Dios se ha
olvidado. Pero tú sabes que, en su debilidad, él es siempre tu
Señor, él es siempre tu Pastor, él es el Resucitado a quien se ha
dado para siempre todo poder.
Por
eso hoy confiesas con las víctimas y se lo recuerdas a los verdugos:
“Sabed que el Señor es Dios, que él nos hizo y somos suyos”.
Por
eso hoy tú y tus pobres cantaréis con el salmista: “El Señor es
bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades”.
Vuestro salmo resonará en la catedral y en las furgonetas del
ejército; resonará en la asamblea del débil rebaño del Hijo de
Dios, y en el corazón de aquellos a quienes el poder priva del
derecho a un futuro digno del hombre. Esa misma bondad, la misma
misericordia, la misma fidelidad, que son la esperanza de los pobres,
serán el infierno de quienes los condenan a morir en la pobreza.
No
llores, hermana mía, por los pobres: llora por sus verdugos.
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