19 de Junio del 2016
En
mi cayuco, para encontrarte conmigo:
La
vida –“pobre barquilla mía”-, se nos arena lastrada de
lágrimas, dudas y humanidad.
Es
ahí, Señor, en mi cayuco, donde resuena hoy tu pregunta: “Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?”
Me
enseñaron a pensarte con palabras venerables, palabras que,
humildes, me han guiado en tu busca y me han acercado a ti, palabras
que, si endiosadas, dejan frío el corazón, ciegos los ojos y secas
las manos para el encuentro contigo.
Como
Pedro, tu apóstol, aprendí a decir de ti: “Tú eres el Mesías de
Dios”. Aprendí a llamarte Jesús –Dios que salva-, y Emanuel
–Dios con nosotros-. Tú me enseñaste a llamarte camino, verdad y
vida. Tú dijiste de ti mismo: “Yo soy la puerta de las ovejas; yo
soy el buen pastor; el buen pastor da la vida por las ovejas”. Para
mí tú eres esperanza de plenitud y plenitud de esperanza, luz que
guía mis pasos y oscuridad que me envuelve, revelación y misterio,
palabra y silencio, quietud y tormento.
Pero
aquel día, oída la confesión de Pedro y sellada por un tiempo en
el secreto, tú añadiste: “El Hijo del hombre tiene que padecer
mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados,
ser ejecutado y resucitar el tercer día”.
Entonces,
Señor, otra confesión se asomó a las riberas de nuestra fe: Tú
eres el hijo del hombre, la humanidad del cayuco, el desechado que
precede a los desechados de la tierra, ennegrecido tu cuerpo por el
sol del desierto y la sal de las aguas marinas. Tú, que para los
tuyos eres siempre Jesús y Mesías, Salvador y Señor, me dices que
te llamas también Charlotte y Víctor y Precious y Feber… Tú –me
lo revela Charlotte- eres “mujer llena de cicatrices –cicatrices
de deportaciones al desierto, cicatrices del camino, cicatrices de
todas las violaciones-; tú eres mujer de dolores, ¡y eso te ha
dejado señales en el cuerpo y en el alma!”
Ahora,
Cristo Jesús, las palabras de la revelación acogen en su entraña
nuevos significados:
“Me
mirarán a mí, a quien traspasaron, harán llanto como llanto por el
hijo único”. Los ojos se vuelven hacia ti, a la cruz de tu
Calvario, a las cruces de nuestros caminos y fronteras. En todas
miramos al que traspasamos; en todas lloramos al hijo que amamos.
“Mi
alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío… mi carne tiene ansia
de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua”. Esta sed que el
alma padece, es sed que se apaga y se acrecienta en la escucha
creyente de la divina palabra, en la comunión contigo, Señor, a la
mesa eucarística, en la comunión con los pobres a la mesa de la
vida.
“El
que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida
por mi causa, la salvará”. No basta perder la vida para salvarla;
la salva quien la pierde por ti, Señor: por tu palabra, por tu pan y
por tus pobres.
En
la vida, en mi cayuco lastrado de lágrimas, dudas y humanidad, los
pobres, como palabras venerables y humildes, son mensajeros que me
acercan a ti, Señor, son el cuerpo que has escogido para encontrarte
conmigo.
Feliz
comunión. Feliz domingo.
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