20 de Noviembre del 2016
“Vamos
a la casa del Señor”:
Queridos:
La solemnidad de Cristo Rey del Universo cierra las celebraciones de
nuestro Año Litúrgico. A lo largo de muchos domingos hemos
acompañado a Jesús en su camino hacia la ciudad santa de Jerusalén.
Hoy, llegados con él a la meta de su peregrinación, lo contemplamos
crucificado y rey.
Todavía
recordamos la voz del cielo que nos trajo la revelación sobre Jesús
en el tiempo de su bautismo: “Tú eres mi hijo, el amado, el
predilecto”. Ahora, en el tiempo de su descenso a las aguas de la
muerte, la revelación sobre Jesús se nos hace con un letrero en
escritura griega, latina y hebrea: “Éste es el rey de los judíos”.
Entonces, en aquel hombre bautizado como pecador, acogimos al Hijo de
Dios. Ahora, en este crucificado como criminal, reconocemos a nuestro
Rey y Señor.
La
alegría de la Iglesia en la fiesta de su Rey es alegría
multiplicada por la certeza de que Dios Padre “nos ha sacado del
dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo
querido”.
Si
consideramos de dónde nos han sacado, he de recordad el despotismo
de la mentira, el poder del egoísmo, el imperio de la injusticia, la
opresión del pecado, la tiranía del miedo, el yugo de la muerte,
“el dominio de las tinieblas”.
Si
consideramos a dónde nos han trasladado, he de pediros que miréis a
vuestro Rey: Lo veréis en su trono, en la cruz, y, viéndole a él,
contemplaréis la nueva Jerusalén, admiraréis la “casa del Señor”
hacia la que peregrináis, y podréis decir a una con el salmista:
“Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén”.
Contemplando a Cristo en el trono de su realeza, contempláis la
verdadera Jerusalén, fundada como ciudad bien compacta, hacia la que
suben las tribus del Señor. Contemplando a Cristo, contempláis la
ciudad santa que Dios ha levantado con la fuerza de su Espíritu: En
ella están los tribunales de justicia, en los que habéis sido
juzgados y santificados, redimidos y salvados.
“¡Qué
alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!” Así
cantaban los peregrinos cuando subían a la Jerusalén terrestre. Así
cantamos los que hoy subimos a la Jerusalén del cielo, hasta Cristo
el Señor, en quien habita la plenitud de la divinidad.
Ahora,
queridos, volved los ojos hacia otra cruz. No es la del Rey, sino la
del ladrón que está crucificado con él, a su lado. En realidad es
mi cruz, y también la vuestra. Todos nos reconocemos en aquel
ladrón. Todos, con verdad, hacemos nuestra su confesión: “Lo
nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos”;
nosotros estamos en el lugar que nos corresponde, “en cambio, éste
–el Rey- no ha faltado en nada”. Todos, con verdad, nos unimos a
aquel ladrón en su petición: “Jesús, acuérdate de mí cuando
llegues a tu reino”. Y todos hemos experimentado la gracia de las
palabras de Jesús: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ahora,
ese ladrón que ha sido escuchado, acogido, amado, es el que hace
suyas las palabras del salmista: “¡Qué alegría cuando me
dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!”; verdaderamente en ti,
Jesús, están los tribunales de justicia, las fuentes de la gracia,
la casa de la paz. No dejemos, sin embargo, que sea él solo quien
cante, pues si hemos hecho nuestras su confesión y su petición, ha
de ser nuestro también su canto, ya que también para nosotros se ha
pronunciado la palabra del Señor: “Hoy estarás conmigo en el
paraíso”. En efecto, ahora estamos con el Señor en la asamblea
santa, participando en el banquete de su reino. Hoy estamos con el
Señor, pues escuchamos su palabra y le recibimos en santa comunión.
“¡Qué
alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!”
Jesús,
cuántos son los crucificados que no te conocen y tienen necesidad de
ti. También para ellos son tus palabras de Rey que ofrece, con su
justicia, su paz. Todos son llamados a tu reino. Tu Iglesia anhela
que todos te conozcan, que tengan ya ahora el consuelo de tu palabra,
que todos puedan cantar la alegría de haberte conocido y haber
entrado en tu reino.
¡Ven,
Señor Jesús!
¡Venga
a nosotros tu reino!
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