27 de Noviembre del 2016
Vamos
a la casa del Señor:
Todavía
resuena en nuestra asamblea el eco del canto en la fiesta de Cristo
Rey: “¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del
Señor»!” Cantaba el salmista, peregrino a Jerusalén, pues ya
divisaba los muros de la ciudad santa. Cantaba el ladrón,
crucificado al lado de Jesús, mientras Jesús le abría las puertas
del paraíso. Cantaba la asamblea eucarística, al entrar por la fe y
la comunión en la casa de Dios que es Cristo Jesús.
Hoy,
primer domingo de adviento, la comunidad cristiana, que emprende su
camino espiritual hacia la Navidad, ha entonado de nuevo el canto de
los que peregrinan: “¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a
la casa del Señor»!”
La
palabra de Dios ha puesto delante de nuestros ojos una realidad
misteriosa: “El monte de la casa del Señor”, “la casa del Dios
de Jacob”.
Es
un monte “en la cima de los montes”, “encumbrado sobre las
montañas”, y, sin embargo, oímos con asombro que hacia él
“confluirán los gentiles”, “caminarán pueblos numerosos”.
No los atrae el riesgo de la aventura, ni la gloria de alcanzar una
cumbre sólo accesible a los más capaces y más atrevidos. Aquella
montaña, elevada sobre todas las montañas, no está reservada, como
premio, al esfuerzo de unos pocos, sino que está llamada a ser, por
gracia, lugar de encuentro para todos. ¿Qué tiene aquella montaña
para que a todos atraiga? ¿Por qué unos a otros se animan a subir?
Suben porque allí tiene su cátedra el Señor, y “él los
instruirá en sus caminos”; suben porque tienen hambre y sed de
justicia y de paz, y de allí “saldrá la ley del Señor”; suben
porque buscan la sabiduría, y de allí saldrá “la palabra del
Señor”; suben porque buscan ser iluminados, y allí habita “la
luz del Señor”. ¡Suben y cantan! “¡Qué alegría cuando
me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!” Si sabes por qué
suben, ya sabes por qué cantan.
Pero
también nosotros hemos entonado el canto de los que suben a la
montaña del Señor, y lo hicimos con la alegría multiplicada de
quienes ya han sido iluminados por la luz de Dios. Mientras
escuchabais la palabra del profeta Isaías, los ojos de la fe se
volvían a Cristo Jesús, y veíais ya cumplido lo que el profeta
entonces había anunciado. En Cristo Jesús, Dios ha querido ser
nuestro Maestro. Subiendo por la fe hasta Cristo Jesús, nos hicimos
discípulos de Dios. De Cristo ha salido para nosotros la ley del
amor, él es la Palabra de Dios que se ha hecho hombre y ha puesto su
tienda entre nosotros, él es la luz que ilumina a todo hombre.
Hoy
subimos hasta Cristo en la asamblea eucarística, subimos para
escuchar su palabra y comulgar, junto con su Cuerpo, la paz y la
justicia, la gracia y la santidad que vienen de Dios. Y mientras
subimos, cantamos, pues es cierta nuestra esperanza, y es muy hermoso
y deseable lo que esperamos. “¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!”
Hoy
comenzamos a recorrer el camino que lleva a la celebración festiva
de la santa Navidad. Sólo los pobres se ponen en camino. Sólo los
pobres esperan una Navidad verdadera. Sólo para los pobres será
verdadera la Navidad. Nos ponemos en camino y cantamos, porque el
Señor vendrá y nos salvará. “¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!”
Y
porque sabemos que es cierta la venida del Señor, sabemos que es
necesaria nuestra atención a su llegada.
Es
necesario velar, porque “a la hora que menos penséis viene el Hijo
del hombre”. Es necesario velar, pues él viene hoy para ser
escuchado, viene hoy para ser comulgado, viene cada día como pobre
entre los pobres para ser acogido. Es necesario velar, pues él viene
a nosotros en este tiempo de gracia de la eucaristía que celebramos,
vendrá a nosotros en el tiempo de gracia de la Navidad que esperamos
celebrar, vendrá a nosotros como misericordia y salvación en el día
glorioso de su justicia.
Es
necesario velar, porque ahora nuestra salvación está más cerca que
cuando empezamos a creer. ¿Y cómo hemos de velar? Fijaos en lo que
dice el apóstol: “La noche está avanzada, el día se echa encima;
dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las
armas de la luz”. Si permanecemos en la fe, la esperanza y el amor,
estamos siempre en vela. Dejarán de velar quienes dejen de amar.
¡Ven,
Señor Jesús!
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