8 de Diciembre del 2016
Alegría
para los pobres
Llueve
desde hace días.
Con
la lluvia, la vida de los chicos en el bosque de Beliones se te
vuelve memoria obsesiva como una melodía que hubieras oído
demasiadas veces.
Bajo
el aguacero, subimos a la montaña porque ellos nos esperaban.
El
coche iba lleno de todo, que, en aquellas circunstancias, es como
decir que iba lleno de nada, pues mantas y ropas y calzado, recibidos
como se recibe lo indispensable para vivir, todo, seguramente todo,
llegó empapado de agua, si no de fango, al compasivo refugio que
ofrecen los plásticos.
Aquella
tarde, sólo abracé hijos pasmados de frío y mojados.
Entonces,
te invade un sentimiento de culpa y se te vuelve losa insoportable el
sentimiento de impotencia: No puedes cambiar el sistema económico
que va llenando de pobres el mundo para que haya un puñado de ricos.
No puedes cambiar el sistema político que a unos pocos los hace
dueños del destino de todos. No puedes cambiar el sistema de poder
que determina quién en la sociedad es sujeto de derechos y quién es
sólo objeto de dominio. Ni siquiera puedes aliviar con una
manta caliente el frío de tus hijos, porque no habrá para ellos un
lugar donde guarecerse de la lluvia y el viento. No puedes, no
puedes, no puedes… porque un mundo de gente importante ha decidido
que no puedas, han decidido por ti, y lo que es mucho peor, han
decidido por hombres, mujeres y niños a los que han declarado
indocumentados, ilegales, sin papeles, irregulares. A las puertas del
sistema nunca sufren y mueren personas de carne y hueso; por
allí sólo se mueven abstracciones, predicados y adjetivos.
Hoy,
solemnidad de la Inmaculada Concepción, en lo más hondo de esa
memoria angustiada de hijos que sufren, resuena como un desafío
la voz del profeta: “Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con
mi Dios, porque me ha vestido un traje de gala me ha envuelto
en un manto de triunfo como novia que se adorna con sus joyas”.
La
liturgia guarda esas palabras en el corazón de María de Nazaret, la
mujer de alma traspasada por una espada de dolor, la Madre que sólo
puede compartir y no aliviar el dolor de su Hijo crucificado, la
bendecida por la que a todos nos vino la bendición, la llena de
gracia que es la causa de nuestra alegría.
Aquellas
palabras, la comunidad eclesial las escucha pronunciadas por Cristo
resucitado, alegría del mundo, resplandor de la gloria del Padre.
En
realidad, son palabras que sólo tienen sentido dichas para hijos
crucificados y madres al pie de la cruz. Son palabras testimonio del
compromiso de Dios con la vida de los pobres. Son palabras para
gritar en todas las montañas donde la legalidad vigente atormenta el
cuerpo de Cristo: “Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con
mi Dios, porque me ha vestido un traje de gala me ha envuelto
en un manto de triunfo como novia que se adorna con sus joyas”.
Hoy,
Iglesia amada de Dios, formando un cuerpo con Cristo en la eucaristía
y con Cristo en el calvario de Beliones, haces tuya la profecía y
desafías con tu debilidad la arrogancia de los poderosos, con tu
esperanza su idolatría del dinero, con tu amor la frialdad de su
indiferencia; y mantienes en el corazón de los pobres la certeza de
que hay reservada para ellos una herencia de alegría.
Te
lo ha dicho el profeta, lo has oído en tu eucaristía: Dios mantiene
abiertas para los pobres las puertas del futuro.
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