martes, 18 de julio de 2017
Jueves Santo (2008). Homilía de Benedicto XVI en la misa de la Cena del Señor. Cristo nos purifica con su palabra y con su sangre (entrega). Si acogemos las palabras de Jesús con una actitud de meditación, de oración y de fe, desarrollan en nosotros su fuerza purificadora. Jesús nos purifica también con la fuerza sagrada de su sangre, con su entrega «hasta el extremo». El cristianismo es, ante todo, un don: Dios se da a nosotros, no sólo en el momento de la conversión sino siempre en nuestra vida. El acto central del ser cristianos es la Eucaristía. El «mandamiento nuevo» no consiste en una norma nueva y difícil, que hasta entonces no existía. Lo nuevo es el don de una nueva vida que nos introduce en la mentalidad de Cristo.
1
Jueves Santo (2008). Homilía de Benedicto XVI en la misa de la Cena del Señor. Cristo
nos purifica con su palabra y con su sangre (entrega). Si acogemos las palabras de Jesús con una
actitud de meditación, de oración y de fe, desarrollan en nosotros su fuerza purificadora. Jesús nos
purifica también con la fuerza sagrada de su sangre, con su entrega «hasta el extremo». El
cristianismo es, ante todo, un don: Dios se da a nosotros, no sólo en el momento de la conversión
sino siempre en nuestra vida. El acto central del ser cristianos es la Eucaristía. El «mandamiento
nuevo» no consiste en una norma nueva y difícil, que hasta entonces no existía. Lo nuevo es el don
de una nueva vida que nos introduce en la mentalidad de Cristo.
Cfr. Benedicto XVI, Misa «In Cena Domini», Jueves Santo 20 de marzo de
2008
Queridos hermanos y hermanas:
o La hora de Jesús: San Juan describe con dos palabras el contenido de esa
hora: «paso» [transformación] (metabainein, metabasis) y «amor» (agape)
San Juan comienza su relato de cómo Jesús lavó los pies a sus discípulos con un lenguaje especialmente
solemne, casi litúrgico. «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de
este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1).
Ha llegado la «hora» de Jesús, hacia la que se orientaba desde el inicio todo su obrar.
San Juan describe con dos palabras el contenido de esa hora: paso (metabainein, metabasis) y amor (agape).
Esas dos palabras se explican mutuamente: ambas describen juntamente la Pascua de Jesús: cruz y resurrección,
crucifixión como elevación, como «paso» a la gloria de Dios, como un «pasar» de este mundo al Padre. No es
como si Jesús, después de una breve visita al mundo, ahora simplemente partiera y volviera al Padre. El paso es
una transformación. Lleva consigo su carne, su ser hombre. En la cruz, al entregarse a sí mismo, queda como
fundido y transformado en un nuevo modo de ser, en el que ahora está siempre con el Padre y al mismo tiempo
con los hombres.
o Transforma la cruz, el hecho de darle muerte a él, en un acto de entrega, de
amor hasta el extremo.
Transforma la cruz, el hecho de darle muerte a él, en un acto de entrega, de amor hasta el extremo. Con
la expresión «hasta el extremo» san Juan remite anticipadamente a la última palabra de Jesús en la cruz: todo se
ha realizado, «todo está cumplido» (Jn 19, 30). Mediante su amor, la cruz se convierte en metabasis,
transformación del ser hombre en el ser partícipe de la gloria de Dios.
o Esta transformación nos implica a todos. Nos purifica: a) mediante su palabra,
b) y mediante su amor, mediante el don de sí mismo.
En esta transformación Cristo nos implica a todos, arrastrándonos dentro de la fuerza transformadora de
su amor hasta el punto de que, estando con él, nuestra vida se convierte en «paso», en transformación. Así
recibimos la redención, el ser partícipes del amor eterno, una condición a la que tendemos con toda nuestra
existencia.
En el lavatorio de los pies este proceso esencial de la hora de Jesús está representado en una especie de
acto profético simbólico. En él Jesús pone de relieve con un gesto concreto precisamente lo que el gran himno
cristológico de la carta a los Filipenses describe como el contenido del misterio de Cristo. Jesús se despoja de las
vestiduras de su gloria, se ciñe el «vestido» de la humanidad y se hace esclavo. Lava los pies sucios de los
discípulos y así los capacita para acceder al banquete divino al que los invita.
En lugar de las purificaciones cultuales y externas, que purifican al hombre ritualmente, pero dejándolo tal como
está, se realiza un baño nuevo: Cristo nos purifica mediante su palabra y su amor, mediante el don de sí mismo.
a) Las palabras de Jesús, si las acogemos con una actitud de
meditación, de oración y de fe, desarrollan en nosotros su fuerza
purificadora.
«Vosotros ya estáis limpios gracias a la palabra que os he anunciado», dirá a los discípulos en el
discurso sobre la vid (Jn 15, 3). Nos lava siempre con su palabra. Sí, las palabras de Jesús, si las acogemos con
una actitud de meditación, de oración y de fe, desarrollan en nosotros su fuerza purificadora. Día tras día nos
cubrimos de muchas clases de suciedad, de palabras vacías, de prejuicios, de sabiduría reducida y alterada; una
múltiple semi-falsedad o falsedad abierta se infiltra continuamente en nuestro interior. Todo ello ofusca y
contamina nuestra alma, nos amenaza con la incapacidad para la verdad y para el bien.
Las palabras de Jesús, si las acogemos con corazón atento, realizan un auténtico lavado, una
purificación del alma, del hombre interior. El evangelio del lavatorio de los pies nos invita a dejarnos lavar
continuamente por esta agua pura, a dejarnos capacitar para participar en el banquete con Dios y con los
2
hermanos. Pero, después del golpe de la lanza del soldado, del costado de Jesús no sólo salió agua, sino también
sangre (cf. Jn 19, 34; 1 Jn 5, 6. 8).
b) Jesús nos purifica también con la fuerza sagrada de su sangre,
con su entrega «hasta el extremo»
Jesús no sólo habló; no sólo nos dejó palabras. Se entrega a sí mismo. Nos lava con la fuerza sagrada de
su sangre, es decir, con su entrega «hasta el extremo», hasta la cruz. Su palabra es algo más que un simple
hablar; es carne y sangre «para la vida del mundo» (Jn 6, 51). En los santos sacramentos, el Señor se arrodilla
siempre ante nuestros pies y nos purifica. Pidámosle que el baño sagrado de su amor verdaderamente nos penetre
y nos purifique cada vez más.
El lavatorio de los pies: don y ejemplo de Cristo; su fuerza sanadora y
santificadora, que nos transforma en una nueva forma de ser, en la apertura a
Dios y en la comunión con él.
Si escuchamos el evangelio con atención, podemos descubrir en el episodio del lavatorio de los pies dos
aspectos diversos. El lavatorio de los pies de los discípulos es, ante todo, simplemente una acción de Jesús, en la
que les da el don de la pureza, de la «capacidad para Dios». Pero el don se transforma después en un ejemplo, en
la tarea de hacer lo mismo unos con otros.
Para referirse a estos dos aspectos del lavatorio de los pies, los santos Padres utilizaron las palabras
sacramentum y exemplum. En este contexto, sacramentum no significa uno de los siete sacramentos, sino el
misterio de Cristo en su conjunto, desde la encarnación hasta la cruz y la resurrección. Este conjunto es la fuerza
sanadora y santificadora, la fuerza transformadora para los hombres, es nuestra metabasis, nuestra
transformación en una nueva forma de ser, en la apertura a Dios y en la comunión con él.
o Ese binomio, don y ejemplo, explica la naturaleza del cristianismo que no es
una especie de moralismo, un simple sistema ético. El cristianismo es, ante
todo, un don: Dios se da a nosotros, no sólo en el momento de la conversión
sino siempre en nuestra vida. El acto central del ser cristianos es la Eucaristía.
Pero este nuevo ser que él nos da simplemente, sin mérito nuestro, después en nosotros debe
transformarse en la dinámica de una nueva vida. El binomio don y ejemplo, que encontramos en el pasaje del
lavatorio de los pies, es característico para la naturaleza del cristianismo en general. El cristianismo no es una
especie de moralismo, un simple sistema ético. Lo primero no es nuestro obrar, nuestra capacidad moral. El
cristianismo es ante todo don: Dios se da a nosotros; no da algo, se da a sí mismo. Y eso no sólo tiene lugar al
inicio, en el momento de nuestra conversión. Dios sigue siendo siempre el que da. Nos ofrece continuamente sus
dones. Nos precede siempre. Por eso, el acto central del ser cristianos es la Eucaristía: la gratitud por haber
recibido sus dones, la alegría por la vida nueva que él nos da.
No somos sólo destinatarios pasivos de sus dones. Nos da la
dinámica del amar juntos: una vida nueva a partir de Dios, el
«mandamiento nuevo».
Con todo, no debemos ser sólo destinatarios pasivos de la bondad divina. Dios nos ofrece sus dones
como a interlocutores personales y vivos. El amor que nos da es la dinámica del «amar juntos», quiere ser en
nosotros vida nueva a partir de Dios. Así comprendemos las palabras que dice Jesús a sus discípulos, y a todos
nosotros, al final del relato del lavatorio de los pies: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los
otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). El
«mandamiento nuevo» no consiste en una norma nueva y difícil, que hasta entonces no existía. Lo nuevo es el
don que nos introduce en la mentalidad de Cristo.
Si tenemos eso en cuenta, percibimos cuán lejos estamos a menudo con nuestra vida de esta novedad
del Nuevo Testamento, y cuán poco damos a la humanidad el ejemplo de amar en comunión con su amor. Así no
le damos la prueba de credibilidad de la verdad cristiana, que se demuestra con el amor. Precisamente por eso,
queremos pedirle con más insistencia al Señor que, mediante su purificación, nos haga maduros para el
mandamiento nuevo.
Pedro en el lavatorio de los pies: la grandeza de Dios consiste en la humildad
del servicio, en el despojamiento de sí mismo.
En el pasaje evangélico del lavatorio de los pies, la conversación de Jesús con Pedro presenta otro
aspecto de la práctica de la vida cristiana, en el que quiero centrar, por último, la atención. En un primer
momento, Pedro no quería dejarse lavar los pies por el Señor. Esta inversión del orden, es decir, que el maestro,
Jesús, lavara los pies, que el amo realizara la tarea del esclavo, contrastaba totalmente con su temor reverencial
hacia Jesús, con su concepto de relación entre maestro y discípulo. «No me lavarás los pies jamás» (Jn 13, 8),
dice a Jesús con su acostumbrada vehemencia. Su concepto de Mesías implicaba una imagen de majestad, de
grandeza divina. Debía aprender continuamente que la grandeza de Dios es diversa de nuestra idea de grandeza;
3
que consiste precisamente en abajarse, en la humildad del servicio, en la radicalidad del amor hasta el
despojamiento total de sí mismo. Y también nosotros debemos aprenderlo sin cesar, porque sistemáticamente
deseamos un Dios de éxito y no de pasión; porque no somos capaces de caer en la cuenta de que el Pastor viene
como Cordero que se entrega y nos lleva así a los pastos verdaderos.
El baño (bautismo) y el lavatorio de los pies (confesión)
Cuando el Señor dice a Pedro que si no le lava los pies no tendrá parte con él, Pedro inmediatamente
pide con ímpetu que no sólo le lave los pies, sino también la cabeza y las manos. Jesús entonces pronuncia unas
palabras misteriosas: «El que se ha bañado, no necesita lavarse excepto los pies» (Jn 13, 10). Jesús alude a un
baño que los discípulos ya habían hecho; para participar en el banquete sólo les hacía falta lavarse los pies.
Pero, naturalmente, esas palabras encierran un sentido muy profundo. ¿A qué aluden? No lo sabemos con
certeza. En cualquier caso, tengamos presente que el lavatorio de los pies, según el sentido de todo el capítulo,
no indica un sacramento concreto, sino el sacramentum Christi en su conjunto, su servicio de salvación, su
abajamiento hasta la cruz, su amor hasta el extremo, que nos purifica y nos hace capaces de Dios.
Con todo, aquí, con la distinción entre baño y lavatorio de los pies, se puede descubrir también una alusión a la
vida en la comunidad de los discípulos, a la vida de la Iglesia. Parece claro que el baño que nos purifica
definitivamente y no debe repetirse es el bautismo, por el que somos sumergidos en la muerte y resurrección de
Cristo, un hecho que cambia profundamente nuestra vida, dándonos una nueva identidad que permanece, si no la
arrojamos como hizo Judas.
Pero también en la permanencia de esta nueva identidad, dada por el bautismo, para la comunión con
Jesús en el banquete, necesitamos el «lavatorio de los pies». ¿De qué se trata? Me parece que la primera carta de
san Juan nos da la clave para comprenderlo. En ella se lee: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos
y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos —si confesamos— nuestros pecados, fiel y justo es él para
perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1Jn 1, 8-9).
Necesitamos el «lavatorio de los pies», necesitamos ser lavados de los pecados de cada día; por eso,
necesitamos la confesión de los pecados, de la que habla san Juan en esta carta. Debemos reconocer que incluso
en nuestra nueva identidad de bautizados pecamos. Necesitamos la confesión tal como ha tomado forma en el
sacramento de la Reconciliación. En él el Señor nos lava sin cesar los pies sucios para poder así sentarnos a la
mesa con él.
El mandato de lavarnos los pies unos a otros
Pero de este modo también asumen un sentido nuevo las palabras con las que el Señor ensancha el
sacramentum convirtiéndolo en un exemplum, en un don, en un servicio al hermano: «Si yo, el Señor y el
Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 14). Debemos
lavarnos los pies unos a otros en el mutuo servicio diario del amor. Pero debemos lavarnos los pies también en el
sentido de que nos perdonamos continuamente unos a otros.
La deuda que el Señor nos ha condonado, siempre es infinitamente más grande que todas las deudas que
los demás puedan tener con respecto a nosotros (cf. Mt 18, 21-35). El Jueves santo nos exhorta a no dejar que, en
lo más profundo, el rencor hacia el otro se transforme en un envenenamiento del alma. Nos exhorta a purificar
continuamente nuestra memoria, perdonándonos mutuamente de corazón, lavándonos los pies los unos a los
otros, para poder así participar juntos en el banquete de Dios.
El Jueves santo es un día de gratitud y de alegría por el gran don del amor hasta el extremo, que el
Señor nos ha hecho. Oremos al Señor, en esta hora, para que la gratitud y la alegría se transformen en nosotros
en la fuerza para amar juntamente con su amor. Amén.
www.parroquiasantamonica.com
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.