jueves, 20 de julio de 2017

Primero de enero (2012). Solemnidad de la Virgen María Madre de Dios. Por su maternidad recibimos a Cristo “autor de la vida”, comienza nuestra salvación que un día llegará a su plenitud. Con el nacimiento del Hijo de Dios, el rostro de Dios toma un rostro humano, dejándose ver y reconocer en el hijo de la Virgen María. María nos muestra a Jesús, "la luz del mundo", que da el verdadero sentido a la vida y el pleno significado a la existencia. La bendición de Dios: para poder avanzar por el camino de la paz, los hombres y los pueblos necesitan ser iluminados por el “rostro” de Dios. Con Jesús la humanidad inicia un camino nuevo, una “revolución” pacífica que requiere tiempos largos recorriendo el camino de la maduración de la responsabilidad en las conciencias.



1 Primero de enero (2012). Solemnidad de la Virgen María Madre de Dios. Por su maternidad recibimos a Cristo “autor de la vida”, comienza nuestra salvación que un día llegará a su plenitud. Con el nacimiento del Hijo de Dios, el rostro de Dios toma un rostro humano, dejándose ver y reconocer en el hijo de la Virgen María. María nos muestra a Jesús, "la luz del mundo", que da el verdadero sentido a la vida y el pleno significado a la existencia. La bendición de Dios: para poder avanzar por el camino de la paz, los hombres y los pueblos necesitan ser iluminados por el “rostro” de Dios. Con Jesús la humanidad inicia un camino nuevo, una “revolución” pacífica que requiere tiempos largos recorriendo el camino de la maduración de la responsabilidad en las conciencias. . Cfr. 1 de enero de 2012, Año B. Números 6, 22-27; Gálatas 4, 4-7; Lucas 2, 16-21 [Años B y A] Números 6, 22-27: 22 El Señor habló a Moisés diciendo: 23 Habla a Aarón y a sus hijos y diles: «Así habéis de bendecir a los israelitas. Les diréis: 24 El Señor te bendiga y te guarde, 25 el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te conceda su gracia; 26 el Señor alce su rostro hacia ti y te conceda la paz.» 27 Así invocarán mi nombre sobre los hijos de Israel y Yo los bendeciré.» Gálatas 4, 4-7: 4 Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, 5 para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. 6 La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! 7 De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios. Lucas 2, 16-21: 16 Y vinieron presurosos y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. 17 Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño; 18 y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían. 19 María guardaba todas estas cosas ponderándolas [o meditándolas] en su corazón. 20 Los pastores regresaron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según les fue dicho. 21 Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, le pusieron por nombre Jesús, como le había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno. [Biblia de Jerusalén]: [Gal 4,4] Pero al llegar la plenitud de los tiempos: Expresión que designa la llegada de los tiempos mesiánicos o escatológicos que dan cumplimiento a una larga espera de siglos, como algo que colma finalmente una medida (cf. Mc 1,15, At 1,7+, Rm 13,11+, 1Cor 10,11, 2Cor 6,2+, Ef 1,10, Eb 1,2, Eb 9,26, 1Pt 1,20). 1. La Maternidad divina de María a) El título de Madre de Dios es, juntamente con el de Virgen santa, el más antiguo y constituye el fundamento de todos los demás títulos con los que María ha sido venerada y sigue siendo invocada de generación en generación. Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Misa de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, 1 de enero de 2008. • El título de Madre de Dios es, juntamente con el de Virgen santa, el más antiguo y constituye el fundamento de todos los demás títulos con los que María ha sido venerada y sigue siendo invocada de generación en generación, tanto en Oriente como en Occidente. Al misterio de su maternidad divina hacen referencia muchos himnos y numerosas oraciones de la tradición cristiana, como por ejemplo una antífona mariana del tiempo navideño, el Alma Redemptoris Mater, con la que oramos así: "Tu quae genuisti, natura mirante, tuum sanctum Genitorem, Virgo prius ac posterius", "Tú, ante el asombro de toda la creación, engendraste a tu Creador, Madre siempre virgen". 2 o Aprendamos de ella a acoger al Niño que por nosotros nació en Belén. Si en el Niño nacido de ella reconocemos al Hijo eterno de Dios y lo acogemos como nuestro único Salvador, podemos ser llamados, y seremos realmente, hijos de Dios: hijos en el Hijo. • Queridos hermanos y hermanas, contemplemos hoy a María, Madre siempre virgen del Hijo unigénito del Padre. Aprendamos de ella a acoger al Niño que por nosotros nació en Belén. Si en el Niño nacido de ella reconocemos al Hijo eterno de Dios y lo acogemos como nuestro único Salvador, podemos ser llamados, y seremos realmente, hijos de Dios: hijos en el Hijo. El Apóstol escribe: "Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4-5). La Virgen meditaba silenciosamente esos acontecimientos extraordinarios en los que Dios la había implicado. • El evangelista san Lucas repite varias veces que la Virgen meditaba silenciosamente esos acontecimientos extraordinarios en los que Dios la había implicado. Lo hemos escuchado también en el breve pasaje evangélico que la liturgia nos vuelve a proponer hoy. "María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón" (Lc 2, 19). El verbo griego usado, sumbállousa, en su sentido literal significa "poner juntamente", y hace pensar en un gran misterio que es preciso descubrir poco a poco. En la fe, en la escuela de María, podemos captar con el corazón el misterio de la encarnación del Verbo y la maternidad divina de María. Sólo conservando en el corazón, es decir, poniendo juntamente y encontrando una unidad de todo lo que vivimos, podemos entrar, siguiendo a María, en el misterio de un Dios que por amor se hizo hombre. • El Niño que emite vagidos en el pesebre, aun siendo en apariencia semejante a todos los niños del mundo, al mismo tiempo es totalmente diferente: es el Hijo de Dios, es Dios, verdadero Dios y verdadero hombre. Este misterio - la encarnación del Verbo y la maternidad divina de María - es grande y ciertamente no es fácil de comprender con la sola inteligencia humana. Sin embargo, en la escuela de María podemos captar con el corazón lo que los ojos y la mente por sí solos no logran percibir ni pueden contener. En efecto, se trata de un don tan grande que sólo con la fe podemos acoger, aun sin comprenderlo todo. Y es precisamente en este camino de fe donde María nos sale al encuentro, nos ayuda y nos guía. Ella es madre porque engendró en la carne a Jesús; y lo es porque se adhirió totalmente a la voluntad del Padre. San Agustín escribe: "Ningún valor hubiera tenido para ella la misma maternidad divina, si no hubiera llevado a Cristo en su corazón, con una suerte mayor que cuando lo concibió en la carne" (De sancta Virginitate 3, 3). Y en su corazón María siguió conservando, "poniendo juntamente", los acontecimientos sucesivos de los que fue testigo y protagonista, hasta la muerte en la cruz y la resurrección de su Hijo Jesús. Queridos hermanos y hermanas, sólo conservando en el corazón, es decir, poniendo juntamente y encontrando una unidad de todo lo que vivimos, podemos entrar, siguiendo a María, en el misterio de un Dios que por amor se hizo hombre y nos llama a seguirlo por la senda del amor, un amor que es preciso traducir cada día en un servicio generoso a los hermanos. b) Glorificando al Hijo se honra a la Madre y honrando a la Madre se glorifica al Hijo. Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Misa de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, 1 de enero de 2011. o El título de «Madre de Dios» subraya la misión única de la Virgen en la historia de la salvación. En ella Dios dio a los hombres la salvación eterna: su Hijo Jesucristo. Ella que dio la vida terrena al Hijo de Dios, sigue dando a los hombres la vida divina que es Jesús mismo y su santo Espíritu. María no recibió el don de Dios sólo para ella, sino para llevarlo al mundo. • Esta atención predominante que las lecturas de hoy dedican al «Hijo», a Jesús, no reduce el 3 papel de la Madre; más aún, la sitúa en la perspectiva correcta: en efecto, María es verdadera Madre de Dios precisamente en virtud de su relación total con Cristo. Por tanto, glorificando al Hijo se honra a la Madre y honrando a la Madre se glorifica al Hijo. El título de «Madre de Dios», que hoy la liturgia pone de relieve, subraya la misión única de la Virgen santísima en la historia de la salvación: misión que está en la base del culto y de la devoción que el pueblo cristiano le profesa. En efecto, María no recibió el don de Dios sólo para ella, sino para llevarlo al mundo: en su virginidad fecunda, Dios dio a los hombres los bienes de la salvación eterna (cf. Oración Colecta). Y María ofrece continuamente su mediación al pueblo de Dios peregrino en la historia hacia la eternidad, como en otro tiempo la ofreció a los pastores de Belén. Ella, que dio la vida terrena al Hijo de Dios, sigue dando a los hombres la vida divina, que es Jesús mismo y su Santo Espíritu. Por esto es considerada madre de todo hombre que nace a la Gracia y a la vez se la invoca como Madre de la Iglesia. • Las oraciones de la Misa nos hablan también del sentido de la fiesta de hoy. Por la maternidad de la Virgen hemos recibido a Jesucristo «autor de la vida» (Oración colecta). «Nos llena de gozo celebrar el comienzo de la salvación» y nos alegramos porque un día alcanzaremos «su plenitud» (Oración sobre las ofrendas). 2. Las Lecturas Primera lectura (Números 6, 22-27). o a) Nos presenta la solemne bendición que pronunciaban los sacerdotes sobre los israelitas en las grandes fiestas religiosas Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Misa de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, 1 de enero de 2011. • La primera lectura nos presenta la solemne bendición que pronunciaban los sacerdotes sobre los israelitas en las grandes fiestas religiosas: está marcada precisamente por el nombre del Señor, que se repite tres veces, como para expresar la plenitud y la fuerza que deriva de esa invocación. En efecto, este texto de bendición litúrgica evoca la riqueza de gracia y de paz que Dios da al hombre, con una disposición benévola respecto a este, y que se manifiesta con el «resplandecer» del rostro divino y el «dirigirlo» hacia nosotros. Hoy también pedimos al Señor que bendiga el nuevo año; sólo Él puede tocar profundamente el alma humana y asegurar esperanza y paz. • La Iglesia vuelve a escuchar hoy estas palabras, mientras pide al Señor que bendiga el nuevo año que acaba de comenzar, con la conciencia de que, ante los trágicos acontecimientos que marcan la historia, ante las lógicas de guerra que lamentablemente todavía no se han superado totalmente, sólo Dios puede tocar profundamente el alma humana y asegurar esperanza y paz a la humanidad. De hecho, ya es una tradición consolidada que en el primer día del año la Iglesia, presente en todo el mundo, eleve una oración coral para invocar la paz. Es bueno iniciar un emprendiendo decididamente la senda de la paz. Hoy, queremos recoger el grito de tantos hombres, mujeres, niños y ancianos víctimas de la guerra, que es el rostro más horrendo y violento de la historia. Hoy rezamos a fin de que la paz, que los ángeles anunciaron a los pastores la noche de Navidad, llegue a todos los rincones del mundo: «Super terram pax in hominibus bonae voluntatis» (Lc 2, 14). Por esto, especialmente con nuestra oración, queremos ayudar a todo hombre y a todo pueblo, en particular a cuantos tienen responsabilidades de gobierno, a avanzar de modo cada vez más decidido por el camino de la paz. o b) La bendición de Dios. Para poder avanzar por el camino de la paz, los hombres y los pueblos necesitan ser iluminados por el ”rostro” de Dios. Con Jesús la humanidad inicia un camino nuevo, una “revolución” pacífica que requiere tiempos largos recorriendo el camino de la maduración de la responsabilidad en las conciencias. Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Misa de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, 1 de enero de 2009. 4 Para poder avanzar por el camino de la paz, los hombres y los pueblos necesitan ser iluminados por el "rostro" de Dios y ser bendecidos por su "nombre". Esto se realizó definitivamente con la Encarnación: la venida del Hijo. Así se realiza la antigua tradición judía de la bendición (cf. Números 6, 22-27): los sacerdotes de Israel bendecían al pueblo "invocando sobre él el nombre" del Señor. Con una fórmula ternaria —presente en la primera lectura— el Nombre sagrado se invocaba tres veces sobre los fieles, como auspicio de gracia y de paz. Esta antigua costumbre nos lleva a una realidad esencial: para poder avanzar por el camino de la paz, los hombres y los pueblos necesitan ser iluminados por el "rostro" de Dios y ser bendecidos por su "nombre". Precisamente esto se realizó de forma definitiva con la Encarnación: la venida del Hijo de Dios en nuestra carne y en la historia ha traído una bendición irrevocable, una luz que ya no se apaga nunca y ofrece a los creyentes y a los hombres de buena voluntad la posibilidad de construir la civilización del amor y de la paz. La historia terrena de Jesús es el inicio de un mundo nuevo, porque inauguró realmente una nueva humanidad, capaz de llevar a cabo una "revolución" pacífica, siempre y sólo con la gracia de Cristo. Esta revolución no es ideológica, sino espiritual; no es utópica, sino real; y por eso requiere infinita paciencia, tiempos quizás muy largos, evitando todo atajo y recorriendo el camino más difícil: el de la maduración de la responsabilidad en las conciencias. El concilio Vaticano II dijo, a este respecto, que "el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (Gaudium et spes, 22). Esta unión ha confirmado el plan original de una humanidad creada a "imagen y semejanza" de Dios. En realidad, el Verbo encarnado es la única imagen perfecta y consustancial del Dios invisible. Jesucristo es el hombre perfecto. "En él —afirma asimismo el Concilio— la naturaleza humana ha sido asumida (...); por eso mismo, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime" (ib.). Por esto, la historia terrena de Jesús, que culminó en el misterio pascual, es el inicio de un mundo nuevo, porque inauguró realmente una nueva humanidad, capaz de llevar a cabo una "revolución" pacífica, siempre y sólo con la gracia de Cristo. Esta revolución no es ideológica, sino espiritual; no es utópica, sino real; y por eso requiere infinita paciencia, tiempos quizás muy largos, evitando todo atajo y recorriendo el camino más difícil: el de la maduración de la responsabilidad en las conciencias. o c) el Rostro del Señor: "El Señor ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor" (Nm 6, 25). Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Misa de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, 1 de enero de 2010. Un progresivo desvelamiento del Rostro del Señor Hemos escuchado, tanto en la primera lectura —tomada del Libro de los Números— como en el Salmo responsorial, algunas expresiones que contienen la metáfora del rostro referida a Dios: "El Señor ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor" (Nm 6, 25); "El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros: conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación" (Sal 66, 2-3). El rostro es la expresión por excelencia de la persona, lo que la hace reconocible; a través de él se muestran los sentimientos, los pensamientos y las intenciones del corazón. Dios, por su naturaleza, es invisible; sin embargo, la Biblia le aplica también a él esta imagen. Mostrar el rostro es expresión de su benevolencia, mientras que ocultarlo indica su ira e indignación. El Libro del Éxodo dice que "el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo" (Ex 33, 11), y también a Moisés el Señor promete su cercanía con una fórmula muy singular: "Mi rostro caminará contigo y te daré descanso" (Ex 33, 14). Los Salmos nos presentan a los creyentes como los que buscan el rostro de Dios (cf. Sal 26, 8; 104, 4) y que en el culto aspiran a verlo (cf. Sal 42, 3), y nos dicen que "los buenos verán su rostro" (Sal 10, 7). En la plenitud de los tiempos, con el nacimiento del Hijo de Dios, el rostro de Dios toma un rostro humano, dejándose ver y reconocer en el hijo de la Virgen María. Todo el relato bíblico se puede leer como un progresivo desvelamiento del rostro de Dios, hasta llegar a su plena manifestación en Jesucristo. "Al llegar la plenitud de los tiempos —nos ha recordado también hoy el apóstol san Pablo—, envió Dios a su Hijo" (Ga 4, 4). Y en seguida añade: "nacido de mujer, nacido bajo la ley". El rostro de Dios tomó un rostro humano, dejándose ver y reconocer en el hijo de la 5 Virgen María, a la que por esto veneramos con el título altísimo de "Madre de Dios". Ella, que conservó en su corazón el secreto de la maternidad divina, fue la primera en ver el rostro de Dios hecho hombre en el pequeño fruto de su vientre. La madre tiene una relación muy especial, única y en cierto modo exclusiva con el hijo recién nacido. El primer rostro que el niño ve es el de la madre, y esta mirada es decisiva para su relación con la vida, consigo mismo, con los demás y con Dios; y también es decisiva para que pueda convertirse en un "hijo de paz" (Lc 10, 6). Entre las muchas tipologías de iconos de la Virgen María en la tradición bizantina, se encuentra la llamada "de la ternura", que representa al niño Jesús con el rostro apoyado —mejilla con mejilla— en el de la Madre. El Niño mira a la Madre, y esta nos mira a nosotros, casi como para reflejar hacia el que observa, y reza, la ternura de Dios, que bajó en ella del cielo y se encarnó en aquel Hijo de hombre que lleva en brazos. En este icono mariano podemos contemplar algo de Dios mismo: un signo del amor inefable que lo impulsó a "dar a su Hijo unigénito" (Jn 3, 16). Pero ese mismo icono nos muestra también, en María, el rostro de la Iglesia, que refleja sobre nosotros y sobre el mundo entero la luz de Cristo, la Iglesia mediante la cual llega a todos los hombres la buena noticia: "Ya no eres esclavo, sino hijo" (Ga 4, 7), como leemos también en san Pablo. Meditar en el misterio del Rostro de Dios y del hombre es un camino privilegiado que lleva a la paz. Sólo si tenemos a Dios en el corazón, estamos en condiciones de ver en el rostro del otro a un hermano en la humanidad; no un medio, sino un fin; no un rival o un enemigo, sino otro yo, una faceta del misterio infinito del ser humano. Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, señores embajadores, queridos amigos: meditar en el misterio del Rostro de Dios y del hombre es un camino privilegiado que lleva a la paz. En efecto, la paz comienza por una mirada respetuosa, que reconoce en el rostro del otro a una persona, cualquiera que sea el color de su piel, su nacionalidad, su lengua y su religión. ¿Pero quién, sino Dios, puede garantizar, por decirlo así, la "profundidad" del rostro del hombre? En realidad, sólo si tenemos a Dios en el corazón, estamos en condiciones de ver en el rostro del otro a un hermano en la humanidad; no un medio, sino un fin; no un rival o un enemigo, sino otro yo, una faceta del misterio infinito del ser humano. Nuestra percepción del mundo, y en particular de nuestros semejantes, depende esencialmente de la presencia del Espíritu de Dios en nosotros. Para reconocernos y respetarnos como hermanos necesitamos referirnos al rostro de un Padre común, que nos am a todos a pesar de nuestras limitaciones y errores. Es una especie de "resonancia": quien tiene el corazón vacío, no percibe más que imágenes planas, sin relieve. En cambio, cuanto más habite Dios en nosotros, tanto más sensibles seremos también a su presencia en lo que nos rodea: en todas las criaturas, y especialmente en las demás personas, aunque a veces precisamente el rostro humano, marcado por la dureza de la vida y del mal, puede resultar difícil de apreciar y de acoger como epifanía de Dios. Con mayor razón, por tanto, para reconocernos y respetarnos como realmente somos, es decir, como hermanos, necesitamos referirnos al rostro de un Padre común, que nos ama a todos, a pesar de nuestras limitaciones y nuestros errores. Es importante ser educados desde pequeños en el respeto al otro, también cuando es diferente a nosotros. Es importante ser educados desde pequeños en el respeto al otro, también cuando es diferente a nosotros. Hoy en las escuelas es cada vez más común la experiencia de clases compuestas por niños de varias nacionalidades, aunque incluso cuando esto no ocurre, sus rostros son una profecía de la humanidad que estamos llamados a formar: una familia de familias y de pueblos. Cuanto más pequeños son estos niños, tanto más suscitan en nosotros la ternura y la alegría por una inocencia y una fraternidad que nos parecen evidentes: a pesar de sus diferencias, lloran y ríen de la misma manera, tienen las mismas necesidades, se comunican de manera espontánea, juegan juntos... Los rostros de los niños son como un reflejo de la visión de Dios sobre el mundo. ¿Por qué, entonces, apagar su sonrisa? ¿Por qué envenenar su corazón? Desgraciadamente, el icono de la Madre de Dios de la ternura encuentra su trágico opuesto en las dolorosas imágenes de tantos niños y de sus madres afectados por las guerras y la violencia: prófugos, refugiados, emigrantes forzados. Rostros minados por el hambre y las enfermedades, rostros desfigurados por el dolor y la desesperación. Los rostros de los pequeños inocentes son una llamada silenciosa a nuestra responsabilidad: ante su condición inerme, se desploman todas las falsas justificaciones de la guerra y de la violencia. 6 Solamente debemos convertirnos a proyectos de paz, deponer las armas de todo tipo y comprometernos todos juntos a construir un mundo más digno del hombre. o d) La paz es ante todo un don divino. cfr. Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Misa de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, 1 de enero de 2008. • En la primera lectura, tomada del libro de los Números, hemos escuchado la invocación: "El Señor te conceda la paz" (Nm 6, 26). El Señor conceda la paz a cada uno de vosotros, a vuestras familias y al mundo entero. Todos aspiramos a vivir en paz, pero la paz verdadera, la que anunciaron los ángeles en la noche de Navidad, no es conquista del hombre o fruto de acuerdos políticos; es ante todo don divino, que es preciso implorar constantemente y, al mismo tiempo, compromiso que es necesario realizar con paciencia, siempre dóciles a los mandatos del Señor. o e) En la primera lectura la salvación no es presentada como bendición. Esto nos impulsa a invocar también nosotros la bendición del Señor en el nuevo año. cfr. Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Misa de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, 1 de enero de 2006. • La salvación es don de Dios. En la primera lectura se nos presenta como bendición: "El Señor te bendiga y te proteja (...); el Señor se fije en ti y te conceda la paz" (Nm 6, 24. 26). Aquí se trata de la bendición que los sacerdotes solían invocar sobre el pueblo al final de las grandes fiestas litúrgicas, especialmente en la fiesta del año nuevo. Es un texto de contenido muy denso, marcado por el nombre del Señor que viene, repetido al inicio de cada versículo. Este texto no se limita a una simple enunciación de principio, sino que tiende a realizar lo que afirma. En efecto, como es sabido, en el pensamiento semítico la bendición del Señor produce, por su propia fuerza, bienestar y salvación, como la maldición procura desgracia y ruina. La eficacia de la bendición se concreta, después, más específicamente: el Señor te proteja (v. 24), te conceda su favor (v. 26) y te dé la paz; es decir, con otras palabras, el Señor nos da la abundancia de la felicidad. La liturgia, al presentarnos nuevamente esta antigua bendición en el inicio de un nuevo año solar, es como si quisiera impulsarnos a invocar también nosotros la bendición del Señor para el nuevo año que comienza, a fin de que sea para todos un año de prosperidad y paz. (…) Segunda Lectura (Gálatas 4, 4-7) o La predestinación de María • Catecismo de la Iglesia Católica: n. 488 "Dios envió a su Hijo" (Gálatas 4,4), pero para "formarle un cuerpo" (cf. He 10,5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a "una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María" (Lc 1,26-27): El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida (Lumen gentium 56 cf. LG 61). o Una buena noticia para el hombre. Dios cumplió las promesas hechas a Abraham y a su descendencia, enviando «a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva». • Compendio del Catecismo, n. 79: La Buena Noticia es el anuncio de Jesucristo, «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16), muerto y resucitado. En tiempos del rey Herodes y del emperador César Augusto, Dios cumplió las promesas hechas a Abraham y a su descendencia, enviando «a su Hijo, nacido de mujer, 7 nacido bajo la Ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4,4-5). o La Palabra eterna de Dios en Cristo se ha convertido en un hombre «nacido de una mujer» (Gálatas 4,4). «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».[33] • Benedicto XVI, Verbum Domini, n. 11: La Palabra eterna, que se expresa en la creación y se comunica en la historia de la salvación, en Cristo se ha convertido en un hombre «nacido de una mujer» (Gálatas 4,4). La Palabra aquí no se expresa principalmente mediante un discurso, con conceptos o normas. Aquí nos encontramos ante la persona misma de Jesús. Su historia única y singular es la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad. Así se entiende por qué «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».[ Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 1] La renovación de este encuentro y de su comprensión produce en el corazón de los creyentes una reacción de asombro ante una iniciativa divina que el hombre, con su propia capacidad racional y su imaginación, nunca habría podido inventar. Se trata de una novedad inaudita y humanamente inconcebible: «Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros» (Jn 1,14). Esta expresión no se refiere a una figura retórica sino a una experiencia viva. La narra san Juan, testigo ocular: «Y hemos contemplado su gloria; gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). La fe apostólica testifica que la Palabra eterna se hizo Uno de nosotros. La Palabra divina se expresa verdaderamente conpalabras humanas. o Es María quien nos da la Palabra que salva: ella nos muestra a Jesús, "la luz del mundo", que da el verdadero sentido a la vida y el pleno significado a la existencia. • Juan Pablo II, Catequesis, 30 de diciembre de 1992: El nacimiento del Hijo de Dios "de una mujer" (cf. Gal Gálatas 4,4) nos hace remontarnos de nuevo al proyecto salvífico: el Altísimo ha querido entrar directamente en la historia de la humanidad y nos ha dado a su Hijo unigénito como Salvador y Redentor. Eso es la Navidad, "misterio" providencial de amor, en el que María, escogida como virgen Madre del Emmanuel, se encuentra asociada a la obra de la redención. Nos detenemos en estos días a contemplar a María en Belén. La Madre, que estrecha entre sus brazos a Jesús, nos ayuda a comprender ante todo que de la gruta, iluminada por la luz divina, viene un mensaje de verdad: Dios se ha hecho hombre y, compartiendo nuestra naturaleza, nos habla con el poder de su misericordia salvadora. Sin embargo, es María quien nos da la Palabra que salva: ella nos muestra a Jesús, "la luz del mundo", que da el verdadero sentido a la vida y el pleno significado a la existencia. ¿Cómo no permanecer sorprendidos y maravillados ante tal misterio? ¿Cómo no abrir el corazón a la venida entre nosotros del Señor de la historia? El Evangelio (Lucas 2, 16-21) o El «niño envuelto en pañales es el centro del acontecimiento». Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Misa de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, 1 de enero de 2011. • Notemos que el Evangelista habla de la maternidad de María a partir del Hijo, de ese «niño envuelto en pañales», porque es él - el Verbo de Dios (Jn 1, 14) - el punto de referencia, el centro del acontecimiento que está teniendo lugar, y es él quien hace que la maternidad de María se califique como «divina». www.parroquiasantamonica.com Vida Cristiana

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