miércoles, 19 de julio de 2017
Homilía de Benedicto XVI en la Plaza del Obradoiro, Santiago de Compostela. (2010)Los cristianos somos invitados a servir a los hermanos, como parte esencial de nuestro ser, para hacer presente el amor de Dios a todos los hombres. Dejadme que proclame desde aquí la gloria del hombre, que advierta de las amenazas a su dignidad. No se puede dar culto a Dios sin velar por el hombre su hijo y no se sirve al hombre sin preguntarse por quién es su Padre. Esto es lo que la Iglesia desea aportar a Europa: velar por Dios y velar por el hombre, desde la comprensión que de ambos se nos ofrece en Jesucristo.
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Homilía de Benedicto XVI en la Plaza del Obradoiro, Santiago de Compostela. (2010)Los
cristianos somos invitados a servir a los hermanos, como parte esencial de nuestro ser, para hacer
presente el amor de Dios a todos los hombres. Dejadme que proclame desde aquí la gloria del
hombre, que advierta de las amenazas a su dignidad. No se puede dar culto a Dios sin velar por el
hombre su hijo y no se sirve al hombre sin preguntarse por quién es su Padre. Esto es lo que la
Iglesia desea aportar a Europa: velar por Dios y velar por el hombre, desde la comprensión que de
ambos se nos ofrece en Jesucristo.
Cfr. Benedicto XVI, Viaje a Santiago de Compostela y a Barcelona. 6-7 noviembre
2010.
Agradezco las gentiles palabras de bienvenida de Monseñor Julián Barrio Barrio, Arzobispo de esta Iglesia
particular, y la amable presencia de Sus Altezas Reales los Príncipes de Asturias, de los Señores Cardenales, así como
de los numerosos Hermanos en el Episcopado y el Sacerdocio. Vaya también mi saludo cordial a los Parlamentarios
Europeos, miembros del intergrupo "Camino de Santiago", así como a las distinguidas Autoridades Nacionales,
Autonómicas y Locales que han querido estar presentes en esta celebración. Todo ello es signo de deferencia para con
el Sucesor de Pedro y también del sentimiento entrañable que Santiago de Compostela despierta en Galicia y en los
demás pueblos de España, que reconoce al Apóstol como su Patrón y protector. Un caluroso saludo igualmente a las
personas consagradas, seminaristas y fieles que participan en esta Eucaristía y, con una emoción particular, a los
peregrinos, forjadores del genuino espíritu jacobeo, sin el cual poco o nada se entendería de lo que aquí tiene lugar.
o En el punto de partida de la historia del cristianismo no se haya una gesta o
proyecto humano, sino Dios.
Una frase de la primera lectura afirma con admirable sencillez: «Los apóstoles daban testimonio de
la resurrección del Señor con mucho valor» (Hechos 4,33). En efecto, en el punto de partida de todo lo que el
cristianismo ha sido y sigue siendo no se halla una gesta o un proyecto humano, sino Dios, que declara a
Jesús justo y santo frente a la sentencia del tribunal humano que lo condenó por blasfemo y subversivo; Dios,
que ha arrancado a Jesucristo de la muerte; Dios, que hará justicia a todos los injustamente humillados de la
historia.
o A nosotros nos toca, siguiendo el ejemplo de los Apóstoles, conocer al Señor
cada día más y dar testimonio claro y valiente del Evangelio.
«Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen» (Hechos
5,32), dicen los apóstoles. Así pues, ellos dieron testimonio de la vida, muerte y resurrección de Cristo Jesús,
a quien conocieron mientras predicaba y hacía milagros. A nosotros, queridos hermanos, nos toca hoy seguir
el ejemplo de los apóstoles, conociendo al Señor cada día más y dando un testimonio claro y valiente de su
Evangelio. No hay mayor tesoro que podamos ofrecer a nuestros contemporáneos. Así imitaremos también a
San Pablo que, en medio de tantas tribulaciones, naufragios y soledades, proclamaba exultante: «Este tesoro
lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que esa fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de
nosotros» (2 Corintios 4,7).
o Los cristianos somos invitados a servir a los hermanos – viviendo desde la
humildad de Cristo -, como parte esencial de nuestro ser, para hacer
presente el amor de Dios a todos los hombres.
Es el mensaje de Jesús también para los «jefes de los pueblos», porque
donde no hay entrega por los demás surgen formas de prepotencia y
explotación que no dejan espacio para una auténtica promoción humana
integral. Y para los jóvenes, para que renuncien a un modo de pensar
egoísta.
Junto a estas palabras del Apóstol de los gentiles, están las propias palabras del Evangelio que
acabamos de escuchar, y que invitan a vivir desde la humildad de Cristo que, siguiendo en todo la voluntad
del Padre, ha venido para servir, «para dar su vida en rescate por muchos» (Mateo 20,28). Para los discípulos
que quieren seguir e imitar a Cristo, el servir a los hermanos ya no es una mera opción, sino parte esencial de
su ser. Un servicio que no se mide por los criterios mundanos de lo inmediato, lo material y vistoso, sino
porque hace presente el amor de Dios a todos los hombres y en todas sus dimensiones, y da testimonio de Él,
incluso con los gestos más sencillos. Al proponer este nuevo modo de relacionarse en la comunidad, basado
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en la lógica del amor y del servicio, Jesús se dirige también a los «jefes de los pueblos», porque donde no
hay entrega por los demás surgen formas de prepotencia y explotación que no dejan espacio para una
auténtica promoción humana integral. Y quisiera que este mensaje llegara sobre todo a los jóvenes:
precisamente a vosotros, este contenido esencial del Evangelio os indica la vía para que, renunciando a un
modo de pensar egoísta, de cortos alcances, como tantas veces os proponen, y asumiendo el de Jesús, podáis
realizaros plenamente y ser semilla de esperanza.
o Esto es lo que viven tantos peregrinos que caminan a Santiago de
Compostela al abrirse a lo más profundo y común que nos une a los
humanos: seres en búsqueda, necesitados de verdad y de belleza, de caridad
y de paz, de perdón y redención. En el fondo, para encontrarse con Dios en
Cristo.
Esto es lo que nos recuerda también la celebración de este Año Santo Compostelano. Y esto es lo
que en el secreto del corazón, sabiéndolo explícitamente o sintiéndolo sin saber expresarlo con palabras,
viven tantos peregrinos que caminan a Santiago de Compostela para abrazar al Apóstol. El cansancio del
andar, la variedad de paisajes, el encuentro con personas de otra nacionalidad, los abren a lo más profundo y
común que nos une a los humanos: seres en búsqueda, seres necesitados de verdad y de belleza, de una
experiencia de gracia, de caridad y de paz, de perdón y de redención. Y en lo más recóndito de todos esos
hombres resuena la presencia de Dios y la acción del Espíritu Santo. Sí, a todo hombre que hace silencio en
su interior y pone distancia a las apetencias, deseos y quehaceres inmediatos, al hombre que ora, Dios le
alumbra para que le encuentre y para que reconozca a Cristo. Quien peregrina a Santiago, en el fondo, lo
hace para encontrarse sobre todo con Dios que, reflejado en la majestad de Cristo, lo acoge y bendice al
llegar al Pórtico de la Gloria.
o La aportación de la Iglesia a Europa se centra en una realidad tan sencilla y
decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida.
Desde aquí, como mensajero del Evangelio que Pedro y Santiago rubricaron con su sangre, deseo
volver la mirada a la Europa que peregrinó a Compostela. ¿Cuáles son sus grandes necesidades, temores y
esperanzas? ¿Cuál es la aportación específica y fundamental de la Iglesia a esa Europa, que ha recorrido en el
último medio siglo un camino hacia nuevas configuraciones y proyectos? Su aportación se centra en una
realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Solo Él es
absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y
bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre. Bien
comprendió esto Santa Teresa de Jesús cuando escribió: “Sólo Dios basta”.
Es una tragedia que en Europa se afirmase la convicción de que Dios es
el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad. Seis preguntas y
cinco necesidades.
Es una tragedia que en Europa, sobre todo en el siglo XIX, se afirmase y divulgase la convicción de
que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad. Con esto se quería ensombrecer la
verdadera fe bíblica en Dios, que envió al mundo a su Hijo Jesucristo, a fin de que nadie perezca, sino que
todos tengan vida eterna (cf. Juan 3,16).
El autor sagrado afirma tajante ante un paganismo para el cual Dios es envidioso o despectivo del
hombre: ¿Cómo hubiera creado Dios todas las cosas si no las hubiera amado, Él que en su plenitud infinita
no necesita nada? (cf. Sabiduría 11,24-26). ¿Cómo se hubiera revelado a los hombres si no quisiera velar por
ellos? Dios es el origen de nuestro ser y cimiento y cúspide de nuestra libertad; no su oponente. ¿Cómo el
hombre mortal se va a fundar a sí mismo y cómo el hombre pecador se va a reconciliar a sí mismo? ¿Cómo
es posible que se haya hecho silencio público sobre la realidad primera y esencial de la vida humana? ¿Cómo
lo más determinante de ella puede ser recluido en la mera intimidad o remitido a la penumbra? Los hombres
no podemos vivir a oscuras, sin ver la luz del sol. Y, entonces, ¿cómo es posible que se le niegue a Dios, sol
de las inteligencias, fuerza de las voluntades e imán de nuestros corazones, el derecho de proponer esa luz
que disipa toda tiniebla? Por eso, es necesario que Dios vuelva a resonar gozosamente bajo los cielos de
Europa; que esa palabra santa no se pronuncie jamás en vano; que no se pervierta haciéndola servir a fines
que le son impropios. Es menester que se profiera santamente. Es necesario que la percibamos así en la vida
de cada día, en el silencio del trabajo, en el amor fraterno y en las dificultades que los años traen consigo.
Europa ha de abrirse a Dios, salir a su encuentro sin miedo, trabajar con
su gracia por aquella dignidad del hombre descubierta por las mejores
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tradiciones: además de la bíblica, las de las épocas clásica, medieval y
moderna.
Europa ha de abrirse a Dios, salir a su encuentro sin miedo, trabajar con su gracia por aquella
dignidad del hombre que habían descubierto las mejores tradiciones: además de la bíblica, fundamental en
este orden, las de las épocas clásica, medieval y moderna, de las que nacieron las grandes creaciones
filosóficas y literarias, culturales y sociales de Europa.
Ese Dios y ese hombre son los que se han manifestado concreta e
históricamente en Cristo, a quien podemos hallar en la Cruz que es signo
de amor y luz, invitación al perdón y a la reconciliación, y enseñanza
para vencer el mal con el bien.
Ese Dios y ese hombre son los que se han manifestado concreta e históricamente en Cristo. A ese
Cristo que podemos hallar en los caminos hasta llegar a Compostela, pues en ellos hay una cruz que acoge y
orienta en las encrucijadas. Esa cruz, supremo signo del amor llevado hasta el extremo, y por eso don y
perdón al mismo tiempo, debe ser nuestra estrella orientadora en la noche del tiempo. Cruz y amor, cruz y
luz han sido sinónimos en nuestra historia, porque Cristo se dejó clavar en ella para darnos el supremo
testimonio de su amor, para invitarnos al perdón y la reconciliación, para enseñarnos a vencer el mal con el
bien. No dejéis de aprender las lecciones de ese Cristo de las encrucijadas de los caminos y de la vida, en él
nos sale al encuentro Dios como amigo, padre y guía. ¡Oh Cruz bendita, brilla siempre en tierras de Europa!
o Dejadme que proclame desde aquí la gloria del hombre, que advierta de las
amenazas a su dignidad por el expolio de sus valores y riquezas originarios y
por la marginación o la muerte infligidas a los más débiles y pobres. No se
puede dar culto a Dios sin velar por el hombre su hijo y no se sirve al hombre
sin preguntarse por quién es su Padre.
Esto es lo que la Iglesia desea aportar a Europa: velar por Dios y velar
por el hombre, desde la comprensión que de ambos se nos ofrece en
Jesucristo.
Dejadme que proclame desde aquí la gloria del hombre, que advierta de las amenazas a su dignidad
por el expolio de sus valores y riquezas originarios, por la marginación o la muerte infligidas a los más
débiles y pobres. No se puede dar culto a Dios sin velar por el hombre su hijo y no se sirve al hombre sin
preguntarse por quién es su Padre y responderle a la pregunta por él. La Europa de la ciencia y de las
tecnologías, la Europa de la civilización y de la cultura, tiene que ser a la vez la Europa abierta a la
trascendencia y a la fraternidad con otros continentes, al Dios vivo y verdadero desde el hombre vivo y
verdadero. Esto es lo que la Iglesia desea aportar a Europa: velar por Dios y velar por el hombre, desde la
comprensión que de ambos se nos ofrece en Jesucristo.
Queridos amigos, levantemos una mirada esperanzadora hacia todo lo que Dios nos ha prometido y
nos ofrece. Que Él nos dé su fortaleza, que aliente a esta Archidiócesis compostelana, que vivifique la fe de
sus hijos y los ayude a seguir fieles a su vocación de sembrar y dar vigor al Evangelio, también en otras
tierras.
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