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La infancia espiritual. Homilía de Papa Francisco en el Estado M. Meskhi, Tiflis, Georgia (1 de
octubre 2016). El consuelo que necesitamos, en medio de las vicisitudes turbulentas de la vida, es la
presencia de Dios en el corazón. Como una madre consuela, así os consolaré yo. Si queremos ser
consolados, tenemos que dejar que el Señor entre en nuestra vida. Cuando hay comunión entre nosotros
obra el consuelo de Dios. Podemos preguntarnos: Yo, que estoy en la Iglesia, ¿soy portador del consuelo
de Dios? ¿Sé acoger al otro como huésped y consolar a quien veo cansado y desilusionado? Una condición
fundamental para recibir el consuelo de Dios, y que hoy nos recuerda su Palabra: hacerse pequeños como
niños. Dios realiza cosas grandes en quien no le ofrece resistencia, en quien es simple y sincero, sin
dobleces. Somos, siempre y ante todo, hijos suyos: no dueños de la vida, sino hijos del Padre; no adultos
autónomos y autosuficientes, sino niños que necesitan ser siempre llevados en brazos, recibir amor y
perdón.
La infancia espiritual, ser como niños,
para recibir el consuelo de Dios.
(Papa Francisco, Homilía, en el Estadio M. Meskhi, Tiflis (Georgia)
Cfr. Papa Francisco, Homilía en la Santa Misa, Viaje a Georgia y Azarbaiyán,
sábado 1 de octubre de 2016
En el Estadio M. Meskhi, Tiflis (Georgia)
1. El valor que representan las mujeres
Como una madre toma sobre sí el peso y el cansancio de sus hijos, así quiere
Dios cargar con nuestros pecados e inquietudes.
o Como una madre consuela, así os consolaré yo.
El consuelo que necesitamos, en medio de las vicisitudes turbulentas de
la vida, es la presencia de Dios en el corazón.
Si queremos ser consolados, tenemos que dejar que el Señor
entre en nuestra vida.
Entre los muchos tesoros de este espléndido país destaca el gran valor que representan las mujeres.
Ellas —escribía santa Teresa del Niño Jesús, cuya memoria celebramos hoy— «aman a Dios en
número mucho mayor que los hombres» (Manuscritos autobiográficos, Manuscrito A, 66). Aquí en
Georgia, hay muchas abuelas y madres que siguen conservando y transmitiendo la fe, sembrada en
esta tierra por santa Nino, y llevan el agua fresca del consuelo de Dios a muchas situaciones de
desierto y conflicto.
Esto nos ayuda a comprender la belleza de lo que el Señor dice en la primera lectura de hoy: «Como
a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo» (Is 66,13). Como una madre toma sobre
sí el peso y el cansancio de sus hijos, así quiere Dios cargar con nuestros pecados e inquietudes; él,
que nos conoce y ama infinitamente, es sensible a nuestra oración y sabe enjugar nuestras lágrimas.
Cada vez que nos mira se conmueve y se enternece con un amor entrañable, porque, más allá del
mal que podemos hacer, somos siempre sus hijos; desea tomarnos en brazos, protegernos, librarnos
de los peligros y del mal. Dejemos que resuenen en nuestro corazón las palabras que hoy nos dirige:
«Como una madre consuela, así os consolaré yo».
El consuelo que necesitamos, en medio de las vicisitudes turbulentas de la vida, es la presencia de
Dios en el corazón. Porque su presencia en nosotros es la fuente del verdadero consuelo, que
permanece, que libera del mal, que trae la paz y acrecienta la alegría. Por lo tanto, si queremos ser
consolados, tenemos que dejar que el Señor entre en nuestra vida. Y para que el Señor habite
establemente en nosotros, es necesario abrirle la puerta y no dejarlo fuera. Hay que tener siempre
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abiertas las puertas del consuelo porque Jesús quiere entrar por ahí: por el Evangelio leído cada día
y llevado siempre con nosotros, la oración silenciosa y de adoración, la Confesión y la Eucaristía. A
través de estas puertas el Señor entra y hace que las cosas tengan un sabor nuevo. Pero cuando la
puerta del corazón se cierra, su luz no llega y se queda a oscuras. Entonces nos acostumbramos al
pesimismo, a lo que no funciona bien, a las realidades que nunca cambiarán. Y terminamos por
encerrarnos dentro de nosotros mismos en la tristeza, en los sótanos de la angustia, solos. Si, por el
contrario, abrimos de par en par las puertas del consuelo, entrará la luz del Señor.
2. Dios no nos consuela sólo en el corazón.
Cuando estamos unidos, cuando hay comunión entre nosotros obra el consuelo
de Dios.
o Podemos preguntarnos: Yo, que estoy en la Iglesia, ¿soy portador del
consuelo de Dios? ¿Sé acoger al otro como huésped y consolar a quien veo
cansado y desilusionado?
Pero Dios no nos consuela sólo en el corazón; por medio del profeta Isaías, añade: «En Jerusalén
seréis consolados» (66,13). En Jerusalén, en la comunidad, es decir en la ciudad de Dios: cuando
estamos unidos, cuando hay comunión entre nosotros obra el consuelo de Dios. En la Iglesia se
encuentra consuelo, es la casa del consuelo: aquí Dios desea consolar. Podemos preguntarnos: Yo,
que estoy en la Iglesia, ¿soy portador del consuelo de Dios? ¿Sé acoger al otro como huésped y
consolar a quien veo cansado y desilusionado? El cristiano, incluso cuando padece aflicción y
acoso, está siempre llamado a infundir esperanza a quien está resignado, a alentar a quien está
desanimado, a llevar la luz de Jesús, el calor de su presencia y el alivio de su perdón. Muchos
sufren, experimentan pruebas e injusticias, viven preocupados. Es necesaria la unción del corazón,
el consuelo del Señor que no elimina los problemas, pero da la fuerza del amor, que ayuda a llevar
con paz el dolor. Recibir y llevar el consuelo de Dios: esta misión de la Iglesia es urgente. Queridos
hermanos y hermanas, sintámonos llamados a esto; no a fosilizarnos en lo que no funciona a nuestro
alrededor o a entristecernos cuando vemos algún desacuerdo entre nosotros. No está bien que nos
acostumbremos a un «microclima» eclesial cerrado, es bueno que compartamos horizontes de
esperanza amplios y abiertos, viviendo el entusiasmo humilde de abrir las puertas y salir de nosotros
mismos.
3. Una condición fundamental para recibir el consuelo de Dios, y que hoy nos
recuerda su Palabra: hacerse pequeños como niños.
La verdadera grandeza del hombre consiste en hacerse pequeño ante Dios.
Porque a Dios no se le conoce con elevados pensamientos y muchos estudios,
sino con la pequeñez de un corazón humilde y confiado.
o Dios realiza cosas grandes en quien no le ofrece resistencia, en quien es
simple y sincero, sin dobleces.
Somos, siempre y ante todo, hijos suyos: no dueños de la vida, sino
hijos del Padre; no adultos autónomos y autosuficientes, sino niños que
necesitan ser siempre llevados en brazos, recibir amor y perdón.
Pero hay una condición fundamental para recibir el consuelo de Dios, y que hoy nos recuerda su
Palabra: hacerse pequeños como niños (cf. Mt 18,3-4), ser «como un niño en brazos de su madre»
(Sal 130,2). Para acoger el amor de Dios es necesaria esta pequeñez del corazón: en efecto, sólo los
pequeños pueden estar en brazos de su madre.
Quien se hace pequeño como un niño —nos dice Jesús— «es el más grande en el reino de los
cielos» (Mt 18,4). La verdadera grandeza del hombre consiste en hacerse pequeño ante Dios.
Porque a Dios no se le conoce con elevados pensamientos y muchos estudios, sino con la pequeñez
de un corazón humilde y confiado. Para ser grande ante el Altísimo no es necesario acumular
honores y prestigios, bienes y éxitos terrenales, sino vaciarse de sí mismo. El niño es precisamente
aquel que no tiene nada que dar y todo que recibir. Es frágil, depende del papá y de la mamá. Quien
se hace pequeño como un niño se hace pobre de sí mismo, pero rico de Dios.
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Los niños, que no tienen problemas para comprender a Dios, tienen mucho que enseñarnos: nos
dicen que él realiza cosas grandes en quien no le ofrece resistencia, en quien es simple y sincero, sin
dobleces. Nos lo muestra el Evangelio, donde se realizan grandes maravillas con pequeñas cosas:
con unos pocos panes y dos peces (cf. Mt 14,15-20), con un grano de mostaza (cf. Mc 4,30-32), con
un grano de trigo que cae en tierra y muere (cf. Jn 12,24), con un solo vaso de agua ofrecido
(cf. Mt 10,42), con dos pequeñas monedas de una viuda pobre (cf. Lc 21, 1-4), con la humildad de
María, la esclava del Señor (cf. Lc 1,46-55).
He aquí la sorprendente grandeza de Dios, un Dios lleno de sorpresas y que ama las sorpresas:
nunca perdamos el deseo y la confianza en las sorpresas de Dios. Nos hará bien recordar que somos,
siempre y ante todo, hijos suyos: no dueños de la vida, sino hijos del Padre; no adultos autónomos y
autosuficientes, sino niños que necesitan ser siempre llevados en brazos, recibir amor y perdón.
Dichosa las comunidades cristianas que viven esta genuina sencillez evangélica. Pobres de recursos,
pero ricas de Dios. Dichosos los pastores que no se apuntan a la lógica del éxito mundano, sino que
siguen la ley del amor: la acogida, la escucha y el servicio. Dichosa la Iglesia que no cede a los
criterios del funcionalismo y de la eficiencia organizativa y no presta atención a su imagen.
Pequeño y amado rebaño de Georgia, que tanto te dedicas a la caridad y a la formación, acoge el
aliento que te infunde el Buen Pastor, confíate a Aquel que te lleva sobre sus hombros y te consuela.
4. Algunas palabras de santa Teresa del Niño Jesús, a quien recordamos hoy.
Quisiera resumir estas ideas con algunas palabras de santa Teresa del Niño Jesús, a quien
recordamos hoy. Ella nos señala su «pequeño camino» hacia Dios, «el abandono del niñito que se
duerme sin miedo en brazos de su padre», porque «Jesús no pide grandes hazañas, sino únicamente
abandono y gratitud» (Manuscritos autobiográficos, Manuscrito B, 1). Lamentablemente –como
escribía entonces, y ocurre también hoy–, Dios encuentra «pocos corazones que se entreguen a él
sin reservas, que comprendan toda la ternura de su amor infinito» (ibíd.). La joven santa y Doctora
de la Iglesia, por el contrario, era experta en la «ciencia del Amor» (ibíd.), y nos enseña que «la
caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de sus debilidades,
en edificarse de los más pequeños actos de virtud que les veamos practicar»; nos recuerda también
que «la caridad no debe quedarse encerrada en el fondo del corazón» (Manuscrito C, 12). Pidamos
hoy, todos juntos, la gracia de un corazón sencillo, que cree y vive en la fuerza bondadosa del amor,
pidamos vivir con la serena y total confianza en la misericordia de Dios.
www.parroquiasantamonica.com
Vida Cristiana
viernes, 23 de junio de 2017
La infancia espiritual. Homilía de Papa Francisco en el Estado M. Meskhi, Tiflis, Georgia (1 de octubre 2016). El consuelo que necesitamos, en medio de las vicisitudes turbulentas de la vida, es la presencia de Dios en el corazón. Como una madre consuela, así os consolaré yo. Si queremos ser consolados, tenemos que dejar que el Señor entre en nuestra vida. Cuando hay comunión entre nosotros obra el consuelo de Dios. Podemos preguntarnos: Yo, que estoy en la Iglesia, ¿soy portador del consuelo de Dios? ¿Sé acoger al otro como huésped y consolar a quien veo cansado y desilusionado? Una condición fundamental para recibir el consuelo de Dios, y que hoy nos recuerda su Palabra: hacerse pequeños como niños. Dios realiza cosas grandes en quien no le ofrece resistencia, en quien es simple y sincero, sin dobleces. Somos, siempre y ante todo, hijos suyos: no dueños de la vida, sino hijos del Padre; no adultos autónomos y autosuficientes, sino niños que necesitan ser siempre llevados en brazos, recibir amor y perdón.
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