martes, 18 de julio de 2017

Domingo de Ramos 2011, año A. La celebración de la entrada de Jesús en Jerusalén y la celebración de la Pasión del Señor. El borrico y las aclamaciones de la muchedumbre que se une al cortejo. «¡Hosanna!» y «¡Crucifícale!». Jesús se humilla voluntariamente, y por tanto Dios Padre lo ha exaltado. Se canta la humillación y la exaltación de Cristo. Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: «¡Jesucristo es el Señor!,» para gloria de Dios Padre.


1 Domingo de Ramos 2011, año A. La celebración de la entrada de Jesús en Jerusalén y la celebración de la Pasión del Señor. El borrico y las aclamaciones de la muchedumbre que se une al cortejo. «¡Hosanna!» y «¡Crucifícale!». Jesús se humilla voluntariamente, y por tanto Dios Padre lo ha exaltado. Se canta la humillación y la exaltación de Cristo. Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: «¡Jesucristo es el Señor!,» para gloria de Dios Padre. Cfr. Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, Ciclo A, 17 abril 2011 Mateo 26,14 – 27,66; Isaías 50, 4-7; Filipenses 2, 6-11: Salmo 21 (22), 8-9; 17-18a; 19-20; 23-24. Isaías 50, 4-7 : 4 El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo, para saber alentar al abatido una palabra de aliento. Cada mañana incita mi oído, para que escuche como los discípulos. 5 El Señor me ha abierto el oído, yo no resistí ni me eché atrás: 6 ofrecí la espalda a los que me golpeaban, y mis mejillas a los que me arrancaban la barba. No he ocultado mi rostro a las afrentas y salivazos. 7 El Señor me sostiene, por eso no me siento avergonzado; por eso he endurecido mi rostro como el pedernal, y sé que no quedaré avergonzado. Filipenses 2, 6-11: 6 Cristo, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios, 7 sino que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y mostrándose igual que los demás hombres, 8 se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. 9 Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; 10 para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, 11 y toda lengua confiese: «¡Jesucristo es el Señor!,» para gloria de Dios Padre. Salmo Responsorial 22 (21): 8 Al verme se burlan de mí, tuercen los labios, mueven la cabeza: 9 «Confió en el Señor: que lo salve Él; que lo libre si es que lo ama». 17 Me rodea una jauría de perros, me asedia una banda de malhechores. Han taladrado mis manos y mis pies, 18 Puedo contar mis huesos. 19 Se reparten mis ropas, y echan a suertes mi túnica. 20 Pero tú, Señor, no te alejes. Fuerza mía, date prisa en socorrerme. 23 Anunciaré tu Nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. 24 Los que teméis al Señor, alabadle; estirpe toda de Jacob, glorificadle, temedlo, estirpe toda de Israel. 1. En la celebración litúrgica de hoy, hay dos aspectos principales: • Por una parte, al inicio de la celebración, se conmemora el solemne ingreso de Cristo en Jerusalén, y por otra, en la celebración de la Eucaristía, se proclama la Pasión del Señor, según san Mateo. Las palmas y las aclamaciones («¡Hosanna!», que quiere decir «sálvanos» «danos tu salvación») con que acompañan al Señor son señal del triunfo. Cristo es aclamado como el rey de Israel, que llega en nombre del Señor. Esta aclamación es recogida por la Iglesia en el «Sanctus» de la liturgia eucarística. o Estos dos aspectos no son un contrasentido. • Juan Pablo II, 8 de abril de 2001: "¡Hosanna!", "¡crucifícale!". Con estas dos palabras, gritadas probablemente por la misma multitud a pocos días de distancia, se podría resumir el significado de los dos acontecimientos que recordamos en esta liturgia dominical. Con la aclamación: "Bendito el que viene", en un arrebato de entusiasmo, la gente de Jerusalén, agitando ramos de palma, acoge a Jesús que entra en la ciudad montado en un borrico. Con la palabra: "¡Crucifícale!", gritada dos veces con creciente vehemencia, la multitud reclama del gobernador romano la condena del acusado que, en silencio, está de pie en el pretorio. Por tanto, nuestra celebración comienza con un "¡Hosanna!" y concluye con un "¡Crucifícale!". La palma del triunfo y la cruz de la Pasión: no es un contrasentido; es, más bien, el centro del misterio que queremos proclamar. Jesús se entregó voluntariamente a la Pasión, no fue oprimido por fuerzas mayores que él. Afrontó libremente la muerte en la cruz, y en la muerte triunfó. Jesús ciertamente está siguiendo el designio de Dios Padre. En este designio hay ciertamente un tiempo breve de exaltación, al que seguirá la pasión hasta la cruz, y después vendrá la resurrección. En la introducción 2 se nos pide que «acompañemos con fe y devoción a nuestro Salvador en su entrada triunfal a la ciudad santa, para que, participando ahora de su cruz, podamos participar un día, de su gloriosa resurrección y de su vida». o Diversos aspectos sobre la entrada de Jesús en Jerusalén recogidos por el Catecismo de la Iglesia Católica. No conquista a su pueblo por la astucia o por la violencia, sino por la humildad. Aquel día los súbditos de su reino fueron los niños y los «pobres de Dios». • n. 559: La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén - ¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey (Cf Juan 6, 15), pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de «David, su padre» (Lc 1, 32) (Cf Mateo 21, 1-11). Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación («Hosanna» quiere decir «¡sálvanos!», «¡Danos la salvación!»). Pues bien, el «Rey de la Gloria» (Salmo 24, 7-10) entra en su ciudad «montado en un asno» (Zacarías 9, 9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad (Cf Juan 18, 37). Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños (Cf Mateo 21, 15-16; Salmo 8, 3) y los «pobres de Dios», que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores (Cf Lucas 19, 38; 2, 14). Su aclamación, «Bendito el que viene en el nombre del Señor» (Salmo 118, 26), ha sido recogida por la Iglesia en el «Sanctus» de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del Señor. Con Jesús llegó el Reino de Dios: Dios reinó desde el madero de la Cruz. n. 550: La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (Cf Mt 12, 26). «Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Mt 12, 28). (...) Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: «Regnavit a ligno Deus» («Dios reinó desde el madero de la Cruz») (Himno «Vexilla Regis»). 2. Comentarios a la celebración de la entrada de Jesús en Jerusalén y a cada una de las lecturas de la Misa. A. Comentarios a la celebración de la entrada de Jesús en Jerusalén. o Cfr. Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Ediciones Encuentro 2011, capítulo 1 La entrada en Jerusalén, pp. 11-22. La peregrinación desde Galilea hasta Jerusalén. • El Evangelio de Juan refiere que Jesús celebró tres fiestas de Pascua durante el tiempo de su vida pública: una primera en relación con la purificación del templo (2,13-25); otra con ocasión de la multiplicación de los panes (6,4); y, finalmente, la Pascua de la muerte y resurrección (p. ej. 12,1; 13,1), que se ha convertido en «su» gran Pascua, en la cual se funda la fiesta cristiana, la Pascua de los cristianos. Los Sinópticos han transmitido información solamente de una Pascua: la de la cruz y la resurrección; para Lucas, el camino de Jesús se describe casi como un único subir en peregrinación desde Galilea hasta Jerusalén. Esa peregrinación es una «subida» en sentido geográfico cuya última meta es la entrega de sí mismo en la cruz. Es ante todo una «subida» en sentido geográfico: el Mar de Galilea está aproximadamente a 200 metros bajo el nivel del mar, mientras que la altura media de Jerusalén es de 760 metros sobre el nivel del mar. Como peldaños de esta subida, cada uno de los Sinópticos nos ha transmitido tres profecías de Jesús sobre su Pasión, aludiendo con ello también a la subida interior, que se va desarrollando a lo largo del camino exterior: el ir caminando hacia el templo como el lugar donde Dios quiso «establecer» su nombre, como se describe en el Libro del Deuteronomio (12,11; 14,23). La última meta de esta «subida» de Jesús es la entrega de sí mismo en la cruz, una entrega que reemplaza los sacrificios antiguos; es la subida que la Carta a los Hebreos califica como un ascender, no ya a una tienda hecha por mano de hombre, sino al cielo mismo, es decir, a la presencia de Dios (9,24). Esta ascensión 3 hasta la presencia de Dios pasa por la cruz, es la subida hacia el «amor hasta el extremo» (cf.Juan 13,1), que es el verdadero monte de Dios. Naturalmente, la meta inmediata de la peregrinación de Jesús es Jerusalén, la Ciudad Santa con su templo y la «Pascua de los judíos», como la llama Juan (2,13). Jesús se había puesto en camino junto con los Doce, pero poco a poco se fue uniendo a ellos un grupo creciente de peregrinos; Mateo y Marcos nos dicen que, ya al salir de Jericó, había una «gran muchedumbre» que seguía a Jesús (Mateo 20,29; cf. Marcos 10,46). El borrico en el que se montó Jesús, los mantos que echaron los discípulos encima del borrico y las aclamaciones de júbilo de la muchedumbre que se une al cortejo. Los mantos Cuando se lleva el borrico a Jesús, ocurre algo inesperado: los discípulos echan sus mantos encima del borrico; mientras Mateo (21,7) y Marcos (11,7) dicen simplemente que «Jesús se montó», Lucas escribe: «Y le ayudaron a montar» (19,35). Ésta es la expresión usada en el Primer Libro de los Reyes cuando narra el acceso de Salomón al trono de David, su padre. Allí se lee que el rey David ordena al sacerdote Zadoc, al profeta Natán y a Benaías: «Tomad con vosotros los veteranos de vuestro señor, montad a mi hijo Salomón sobre mi propia mula y bajadle a Guijón. El sacerdote Zadoc y el profeta Natán lo ungirán allí como rey de Israel...» (1,33s). También el echar los mantos tiene su sentido en la realeza de Israel (cf. 2 R 9,13). Lo que hacen los discípulos es un gesto de entronización en la tradición de la realeza davídica y, así, también en la esperanza mesiánica que se ha desarrollado a partir de ella. Los peregrinos que han venido con Jesús a Jerusalén se dejan contagiar por el entusiasmo de los discípulos; ahora alfombran con sus mantos el camino por donde pasa. Cortan ramas de los árboles y gritan palabras del Salmo 118, palabras de oración de la liturgia de los peregrinos de Israel que en sus labios se convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el Reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11,9s; cf. Sal 118,25s). Las aclamaciones de júbilo: «¡Hosanna!» y «bendito el que viene en el nombre del Señor». Esta aclamación la han transmitido los cuatro evangelistas, aunque con sus variantes específicas. Estas diferencias no son irrelevantes para la historia de la transmisión y la visión teológica de cada uno de los evangelistas, pero no es necesario que nos ocupemos aquí de ellas. Tratamos solamente de comprender las líneas esenciales de fondo, teniendo en cuenta, además, que la liturgia cristiana ha acogido este saludo, interpretándolo a la luz de la fe pascual de la Iglesia. Ante todo, aparece la exclamación: «¡Hosanna!». Originalmente, ésta era una expresión de súplica, como: «¡Ayúdanos!». En el séptimo día de la fiesta de las Tiendas, los sacerdotes, dando siete vueltas en torno al altar del incienso, la repetían monótonamente para implorar la lluvia. Pero, así como la fiesta de las Tiendas se transformó de fiesta de súplica en una fiesta de alegría, la súplica se convirtió cada vez más en una exclamación de júbilo (cf. Lohse, ThWNT, IX, p. 682). La palabra había probablemente asumido también un sentido mesiánico ya en los tiempos de Jesús. Así, podemos reconocer en la exclamación «¡Hosanna!» una expresión de múltiples sentimientos, tanto de los peregrinos que venían con Jesús como de sus discípulos: una alabanza jubilosa a Dios en el momento de aquella entrada; la esperanza de que hubiera llegado la hora del Mesías, y al mismo tiempo la petición de que fuera instaurado de nuevo el reino de David y, con ello, el reinado de Dios sobre Israel. La palabra siguiente del Salmo 118, «bendito el que viene en el nombre del Señor», perteneció en un primer tiempo, como se ha dicho, a la liturgia de Israel para los peregrinos y con ella se los saludaba a la entrada de la ciudad o del templo. Lo demuestra también la segunda parte del versículo: «Os bendecimos desde la casa del Señor». Era una bendición que los sacerdotes dirigían y casi imponían sobre los peregrinos a su llegada. Pero con el tiempo la expresión «que viene en el nombre del Señor» había adquirido un sentido mesiánico. Más aún, se había convertido incluso en la denominación de Aquel que había sido prometido por Dios. De este modo, de una bendición para los peregrinos la expresión se transformó en una alabanza a Jesús, al que se saluda como al que viene en nombre de Dios, como el Esperado y el Anunciado por todas las promesas. La referencia específicamente davídica, que se encuentra solamente en el texto de Marcos, nos presenta tal vez en su modo más originario la expectativa de los peregrinos en aquellos momentos. Lucas, que escribe para los cristianos procedentes del paganismo, ha omitido completamente el «Hosanna» y la referencia a David, 4 reemplazándola con una exclamación que alude a la Navidad: «¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!» (19,38; cf. 2,14). De los tres Evangelios sinópticos, pero también de Juan, se deduce claramente que la escena del homenaje mesiánico a Jesús tuvo lugar al entrar en la ciudad, y que sus protagonistas no fueron los habitantes de Jerusalén, sino los que acompañaban a Jesús entrando con Él en la Ciudad Santa. Mateo lo da a entender de la manera más explícita, añadiendo después de la narración del Hosanna dirigido a Jesús, hijo de David, el comentario: «Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: "¿Quién es éste?". La gente que venía con él decía: "Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea"» (21,10s). El paralelismo con el relato de los Magos de Oriente es evidente. Tampoco entonces se sabía nada en la ciudad de Jerusalén sobre el rey de los judíos que acababa de nacer; esta noticia había dejado a Jerusalén «trastornada» (Mt 2,3). Ahora se «alborota»: Mateo usa la palabra eseísthe (seíö), que expresa el estremecimiento causado por un terremoto. Algo se había oído hablar del profeta que venía de Nazaret, pero no parecía tener ninguna relevancia para Jerusalén, no era conocido. La multitud que homenajeaba a Jesús en la periferia de la ciudad no es la misma que pediría después su crucifixión. En esta doble noticia sobre el no reconocimiento de Jesús —una actitud de indiferencia y de inquietud a la vez—, hay ya una cierta alusión a la tragedia de la ciudad, que Jesús había anunciado repetidamente, y de modo más explícito en su discurso escatológico. B. Comentarios a las lecturas de la Misa o 1. Primera Lectura, Isaías 50, 4-7. La docilidad del siervo a la palabra del Señor. Su fortaleza del siervo: si sufre en silencio no es por cobardía, sino porque Dios le ayuda y le hace más fuerte que sus verdugos. • Libros proféticos, Eunsa 2002, Isaías 50, 4-9: La primera estrofa (v. 4) subraya la docilidad del siervo a la palabra del Señor; es decir, no es presentado como un maestro autodidacta y original sino como un discípulo obediente. La segunda (vv. 5-6) señala los sufrimientos que esa docilidad le ha acarreado y que el siervo a aceptado sin rechistar. La tercera (vv. 7-8) destaca la fortaleza del siervo: si sufre en silencio no es por cobardía, sino porque Dios le ayuda y le hace más fuerte que sus verdugos. o 2. El salmo responsorial, n. 22: Las gentes movían la cabeza al verle colgado del madero y decían que Dios era el que debía salvarlo retándole a bajar de la cruz. • Libros poéticos y sapienciales, Eunsa 2001, Sal 22. vv. 7-9: El dolor del salmista se acentúa porque quienes le contemplan en aquel estado afirman que Dios no lo ama (v. 9). Jesús en la pasión sufrió el oprobio y el desprecio del pueblo (v. 7) al soportar los insultos y las burlas (cfr. Mt 27, 39-44; Mc 15, 29; Lc 23, 35). Las gentes movían la cabeza (v. 8) al verle colgado del madero (cfr. Mt 27, 39; Mc 15, 29; Lc 23, 35), y decían que Dios era el que debía salvarlo (v. 9) retándole a bajar de la cruz (cfr. Mt 27, 43). vv. 17-19: Como víctima de una cacería, el salmista se siente acorralado y herido - «han taladrado» puede entend erse también como «han atado» - en sus manos y en sus pies, e incapaz ya, por tanto, de defenderse o huir (v. 17). Las heridas dejan todos los huesos de su cuerpo al descubierto (cfr. Jb 19.20; Sal 69, 27) y los enemigos le consideran ya muerto, por lo que se reparten sus vestidos (vv. 18-19). vv. 23-25: El rápido cambio en el tono del salmo indica que el salmista está seguro de la respuesta divina, y por eso hace votos de alabanza. (…) En la narración de la Pasión del Señor se dan detalles que ya aparecen en el salmista: la agonía, el carácter infamante del suplicio, los miembros dislocados, la sangre que mana de pies y manos, el golpe de gracia con la lanza, las vestiduras dadas a los verdugos según la costumbre, los insultos de los acusadores... Se trata del género «lamentación», donde se expresa un sufrimiento, con un llamativo realismo, y en el cual podemos admirar la belleza de este «hombre de dolores» y en el que, a diferencia de las lamentaciones de Jeremías, no encontramos rabia, ni maldiciones contra sus verdugos. Llega a invitar a los fieles a alabar al Señor. o 3. Segunda Lectura: Carta de San Pablo a los Filipenses 2, 6-11 Es como un eco de la primera lectura. Jesús se humilla voluntariamente, y por tanto Dios Padre lo ha exaltado. Se canta la humillación y la exaltación de Cristo. • «Esta expresión “le exaltó” no pretende significar que haya sido exaltada la naturaleza del Verbo (…) 5 Términos como “humillado” y “exaltado” se refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente, sólo lo que es humilde es susceptible de ser ensalzado» (S. Atanasio, Contra Arianos 1,41). • Nuevo Testamento, Universidad de Navarra 1999, pp. 771-772: “Es uno de los textos más antiguos del Nuevo Testamento sobre la divinidad de Jesucristo. Quizá es un himno utilizado por los primeros cristianos que San Pablo retoma. En él se canta la humillación y la exaltación de Cristo. El Apóstol, teniendo presente la divinidad de Cristo, centra su atención en la muerte de cruz como ejemplo supremo de humildad y de obediencia. Los vv. 6-8 evocan el contraste entre Jesucristo y Adán, que siendo hombre ambicionó ser como Dios (cfr Génesis 3,5). Por el contrario, Jesucristo, siendo Dios, «se anonadó a sí mismo» (v 7). La obediencia de Cristo hasta la cruz repara así la desobediencia del primer hombre, y por eso Dios le exaltó sobre todos los seres creados. El v. 9 expresa que Dios Padre, al resucitar a Jesús y sentarlo a su derecha, concedió a su Humanidad el poder manifestar la gloria de la divinidad que le corresponde - «el nombre que está sobre todo nombre» - , es decir, el nombre de Dios.«Esta expresión “le exaltó” no pretende significar que haya sido exaltada la naturaleza del Verbo (...) Términos como “humillado” y “exaltado” se refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente, sólo lo que es humilde es susceptible de ser ensalzado» ( S. Atanasio, Or. Contr. Arian. 1,41). Todas las criaturas quedaron sometidas a su poder, y los hombres deberán confesar la verdad fundamental de la doctrina cristiana: «Jesucristo es el Señor», es decir, Jesucristo es Dios”. Toda lengua confiese: «¡Jesucristo es el Señor!» (v. 11) Significa entrar libremente en el ámbito de su dominio • R. Cantalamessa, La fuerza de la Cruz, Monte Carmelo 2000, p. 16: “Decir «¡Jesús es el Señor!» significa entrar libremente en el ámbito de su dominio. Es como decir: Jesucristo es «mi» Señor; él es la razón de mi vida; yo vivo «para él», y ya no «para mí». «Ninguno de nosotros – escribía Pablo a los Romanos – vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor» (Rom 14, 7-8). (...) Ahora la contradicción más radical no se da entre el vivir y el morir, sino entre el vivir «para el Señor» y el vivir «para sí mismos». Vivir para sí mismos es el nuevo nombre de la muerte.” (R. Cantalamessa, La fuerza de la Cruz, Monte Carmelo 2000, p. 16). Conocer el día del Señor, levantar a Jesús en alto en las actividades humanas, seguir a Jesús. • Josemaría Escrivá, Via Crucis 1ª Estación: Quedan lejanos aquellos días en que la palabra del HombreDios ponía luz y esperanza en los corazones, aquellas largas procesiones de enfermos que eran curados, los clamores triunfales de Jerusalén cuando llegó el Señor montado en un manso pollino. ¡Si los hombres hubieran querido dar otro curso al amor de Dios! ¡Si tú y yo hubiésemos conocido el día del Señor! • Ibidem, Estación 11: Jesús quiere ser levantado en alto, ahí: en el ruido de las fábricas y de los talleres, en el silencio de las bibliotecas, en el fragor de las calles, en la quietud de los campos, en la intimidad de las familias, en las asambleas, en los estadios... Allí donde un cristiano gaste su vida honradamente, debe poner con su amor la Cruz de Cristo, que atrae a Sí todas las cosas. o 4. La proclamación del relato de la pasión del Señor, Mateo 26,14-27,66. Cfr. Juan Pablo II, Homilía, 8 de abril de 2001. En esta celebración expresamos nuestra gratitud y amor hacia Aquel que se sacrificó por nosotros, que aceptó la injusticia de ser contado entre los criminales. (Juan Pablo II, 8 abril 2001) La lectura de la página evangélica ha puesto ante nuestros ojos las escenas terribles de la pasión de Jesús: su sufrimiento físico y moral, el beso de Judas, el abandono de los discípulos, el proceso en presencia de Pilato, los insultos y escarnios, la condena, la vía dolorosa y la crucifixión. Por último, el sufrimiento más misterioso: "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?". Un fuerte grito, y luego la muerte. ¿Por qué todo esto? El inicio de la plegaria eucarística nos dará la respuesta: "El cual (Cristo), siendo inocente, se entregó a la muerte por los pecadores, y aceptó la injusticia de ser contado entre los criminales. De esta forma, al morir, destruyó nuestra culpa, y al resucitar, fuimos justificados" (Prefacio). Así pues, en esta celebración expresamos nuestra gratitud y nuestro amor a Aquel que se sacrificó por nosotros, al Siervo de Dios que, como había dicho el profeta, no se rebeló ni se echó atrás, ofreció la espalda a los que lo golpeaban, y no ocultó su rostro a insultos y salivazos (cf. Is 50, 4-7). La vida se afirma con la entrega sincera de sí 6 Pero la Iglesia, al leer el relato de la Pasión, no se limita a considerar únicamente los sufrimientos de Jesús; se acerca con emoción y confianza a este misterio, sabiendo que su Señor ha resucitado. La luz de la Pascua hace descubrir la gran enseñanza que encierra la Pasión: la vida se afirma con la entrega sincera de sí hasta afrontar la muerte por los demás, por Dios. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere … Jesús no entendió su existencia terrena como búsqueda del poder, como afán de éxito y de hacer carrera, o como voluntad de dominio sobre los demás. Al contrario, renunció a los privilegios de su igualdad con Dios, asumió la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres, y obedeció al proyecto del Padre hasta la muerte en la cruz. Y así dejó a sus discípulos y a la Iglesia una enseñanza muy valiosa: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). En la cruz vemos a Jesús: que se hizo hombre para … que es libre aunque … que es inocente a pesar de …. No le quebrantan ningún hueso porque … no rasgan su vestidura porque … su cuerpo no será enterrado porque … dio su vida pero nadie … gracias a su muerte y resurrección … (Juan Pablo II, 8 abril 2001) ¿Qué vemos en la cruz que se eleva ante nosotros y que, desde hace dos mil años, el mundo no deja de interrogar y la Iglesia de contemplar? Vemos a Jesús, el Hijo Dios que se hizo hombre para que el hombre vuelva a Dios. Él, sin pecado, está ahora ante nosotros crucificado. Es libre, aunque esté clavado al madero. Es inocente, a pesar de la inscripción que anuncia el motivo de su condena. No le han quebrantado ningún hueso (cf. Sal 34, 21), porque es la columna fundamental de un mundo nuevo. No han rasgado su túnica (cf. Jn 19, 24), porque vino para reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos por el pecado (cf. Jn 11, 52). Su cuerpo no será enterrado, sino puesto en un sepulcro excavado en la roca (cf. Lc 23, 53), porque no puede sufrir corrupción el cuerpo del Señor de la vida, que ha vencido a la muerte. (...) Jesús murió y resucitó, y ahora vive para siempre. Dio su vida. Pero nadie se la quitó; la entregó "por nosotros" (Jn 10, 18). Por medio de su cruz hemos recibido la vida. Gracias a su muerte y a su resurrección el Evangelio triunfó y nació la Iglesia. o 5. Jesús fue tratado como se trata a los últimos en la tierra. • cfr. Gianfranco Ravasi, Secondo le Scritture anno A, Piemme 1995, pp. 90-91: Un autor moderno escribe que Jesús puede ser considerado como uno de los últimos en la tierra porque se golpeaba sobre la espalda a los bufones de corte, a los estúpidos, según ciertas brutales costumbres antiguas y recientes, y también porque “fue rodeado por un desprecio agresivo, insultos y escupitajos” y “sometido a violencias y a torturas”. Y luego se pregunta: ¿acaso no se esperaba, según el sentir común, que el Mesías aparecería sobre una cabalgadura real, envuelto en una aureola de luz, preparado para conducir su pueblo al triunfo? o 6. Jesús es el Hijo de Dios: el centurión así lo reconoce. El Centurión en el Catecismo de la Iglesia Católica • Evangelio (Mt 27, 54): “El centurión y los que estaban con él custodiando a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, se llenaron de gran temor y dijeron: «En verdad éste era Hijo de Dios»”. • El centurión: n. 444: Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el bautismo y la transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado» (Cf Mateo 3, 17; 17, 5). Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Unico de Dios» (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna (Cf Juan 10, 36). Pide la fe en «el Nombre del Hijo Unico de Dios» (Juan 3, 18). Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Marcos 15, 39), porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios». Fecundidad de la muerte redentora de Cristo: Juan Pablo II: 14.XII.88 • El Evangelista Marcos escribe que, cuando Jesús murió, el centurión que estaba al lado viéndolo expirar de aquella forma, dijo: 'Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios' (Marcos 15, 39). Esto significa que en aquel momento el centurión romano tuvo una intuición lúcida de la realidad de Cristo, una percepción inicial de la verdad fundamental de la fe. 7 El centurión había escuchado los improperios e insultos que habían dirigido a Jesús sus adversarios, y, en particular, las mofas sobre el título de Hijo de Dios reivindicado por aquel que ahora no podía descender de la cruz ni hacer nada para salvarse a sí mismo. Mirando al Crucificado, quizá ya durante la agonía pero de modo más intenso y penetrante en el momento de su muerte, y quizá, quién sabe, encontrándose con su mirada, siente que Jesús tiene razón. Sí, Jesús es un hombre, y muere de hecho; pero en El hay más que un hombre, es un hombre que verdaderamente, como el mismo dijo, es Hijo de Dios. Ese modo de sufrir y morir, ese poner el espíritu en manos del Padre, esa inmolación evidente por una causa suprema a la que ha dedicado toda su vida, ejercen un poder misterioso sobre aquel soldado, que quizá ha llegado al calvario tras una larga aventura militar y espiritual, como ha insinuado algún escritor, y que en ese sentido puede representar a cualquier pagano que busca algún testimonio revelador de Dios. El hecho es notable también porque en aquella hora los discípulos de Jesús están desconcertados y turbados en su fe (Cfr. Marcos 14, 50; Juan 16, 32). El centurión, por el contrario, precisamente en esa hora inaugura la serie de paganos que, muy pronto, pedirán ser admitidos entre los discípulos de aquel Hombre en el que, especialmente después de su resurrección, reconocerán al Hijo de Dios, como lo testifican los Hechos de los Apóstoles. El centurión del Calvario no espera la resurrección: le bastan aquella muerte, aquellas palabras y aquella mirada del moribundo, para llegar a pronunciar su acto de fe. ¿Cómo no ver en esto el fruto de un impulso de la gracia divina, obtenido con su Sacrificio por Cristo Salvador a aquel centurión? El Centurión no ha dejado de poner la condición indispensable para recibir la gracia de la fe: ha cedido ante la realidad de los hechos, no ha hecho cálculos sobre las ventajas de estar de parte del sanedrín, ni se ha dejado intimidar por él, como Pilato. El centurión, por su parte, no ha dejado de poner la condición indispensable para recibir la gracia de la fe: la objetividad, que es la primera forma de lealtad. El ha mirado, ha visto, ha cedido ante la realidad de los hechos y por eso se le ha concedido creer. No ha hecho cálculos sobre las ventajas de estar de parte del sanedrín, ni se ha dejado intimidar por él, como Pilato (Cfr. Jn 19, 8); ha mirado a las personas y a las cosas y ha asistido como testigo imparcial a la muerte de Jesús. Su alma en esto estaba limpia y bien dispuesta. Por eso le ha impresionado la fuerza de la verdad y ha creído. No dudó en proclamar que aquel hombre era Hijo de Dios. Era el primer signo de la redención ya acaecida. www.parroquiasantamonica.com

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