martes, 18 de julio de 2017
Domingo de Ramos, procesión. Imitemos a los que salieron a su encuentro en la solemne entrada en Jerusalén, pero no para extender por el suelo a su paso ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos, revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo.
Domingo de Ramos, procesión. Imitemos a los que salieron a su encuentro en la solemne entrada en Jerusalén, pero no para extender por el suelo a su paso ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos, revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo. De los sermones de san Andrés de Creta, Padre de la Iglesia, nacido en Damasco (Siria) (660-740), Arzobispo de Gortina (Creta), (Sermón 9 sobre el Domingo de Ramos: PG 97, 990-994). o Bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres. Porque el que va libremente hacia Jerusalén es el mismo que por nosotros, los hombres, bajó del cielo, para levantar consigo a los que yacíamos en lo más profundo y colocarnos, como dice la Escritura, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido (cfr. Efesios1, 21). Y viene, no como quien busca su gloria por medio de la fastuosidad y de la pompa. No porfiará —dice—, no gritará, no voceará por las calles (Cfr. Mateo 12, 19), sino que será manso y humilde, y se presentará sin espectacularidad alguna. Ea, pues, corramos a una con quien se apresura a su pasión, e imitemos a quienes salieron a su encuentro. Y no para extender por el suelo, a su paso, ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos, con la disposición más humillada de que seamos capaces y con el más limpio propósito, de manera que acojamos al Verbo que viene, y así logremos captar a aquel Dios que nunca puede ser totalmente captado por nosotros. Alegrémonos, pues, porque se nos ha presentado mansamente el que es manso y que asciende sobre el ocaso de nuestra ínfima vileza, para venir hasta nosotros y convivir con nosotros, de modo que pueda, por su parte, llevarnos hasta la familiaridad con él. Ya que, si bien se dice que, habiéndose incorporado a las primicias de nuestra condición, ascendió, con ese botín, sobre los cielos, hacia el oriente (cfr. Salmo 67,34), es decir, se me parece, hacia su propia gloria y divinidad, no abandonó, con todo, su propensión hacia el género humano hasta haber sublimado al hombre, elevándolo progresivamente desde lo más ínfimo de la tierra hasta lo más alto los cielos. Así es como nosotros deberíamos prosternarnos a los pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, que muy pronto perderían verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo, pues los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os ha revestido de Cristo (Cfr. Gálatas 3,27). Así debemos ponernos a sus pies como si fuéramos unas túnicas. Y sí antes, teñidos como estábamos de la escarlata del pecado, volvimos a encontrar la blancura de la lana gracias al saludable baño del bautismo, ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: Bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor. www.parroquiasantamonica.com
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