sábado, 8 de julio de 2017

La Navidad (1988). Predicación de Juan Pablo II en la Solemnidad de la Madre de Dios, el 1 de enero. Dios entra en el tiempo del pasar terreno. La plenitud del tiempo: “Envió Dios a su Hijo..., para que recibiéramos el ser hijos por adopción”. El Creador nos ha levantado desde el “polvo de la tierra” hasta hacernos a su imagen y semejanza”.


1 La Navidad (1988). Predicación de Juan Pablo II en la Solemnidad de la Madre de Dios, el 1 de enero. Dios entra en el tiempo del pasar terreno. La plenitud del tiempo: “Envió Dios a su Hijo..., para que recibiéramos el ser hijos por adopción”. El Creador nos ha levantado desde el “polvo de la tierra” hasta hacernos a su imagen y semejanza”. Cfr. Juan Pablo II, Homilía en la Misa de la solemnidad de la Madre de Dios, 1 de enero de 1988. Números 6, 26-27; Gálatas 4, 4-7; Lucas 2, 16-21 o La plenitud del tiempo. “Cuando se cumplió el tiempo” (Gálatas 4,4). Saludamos a esta nueva fase del tiempo humano, fijando la mirada en el misterio que indica la plenitud del tiempo. Este misterio lo anunció el Apóstol en la Carta a los Gálatas, con las palabras siguientes: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer” (Gal 4,4). El tiempo humano del calendario no tiene una plenitud propia. Significa sólo el hecho de pasar. Sólo Dios es plenitud, plenitud también del tiempo humano. Esta se realiza en el momento en que Dios entra en el tiempo del pasar terreno. ¡Año Nuevo: Te saludamos a la luz del misterio del nacimiento divino! Este misterio hace que tú, tiempo humano, al pasar, seas partícipe de lo que no pasa. De lo que tiene por medida la eternidad. El Apóstol ha manifestado todo eso en su Carta de una forma quizá más sintética y penetrante. “Envió Dios a su Hijo..., para que recibiéramos el ser hijos por adopción” (Gal 4,4-5). Ésta es la primera dimensión del misterio, que indica la plenitud del tiempo. Y después está la segunda dimensión, unida orgánicamente a la primera: “Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá! (Padre)” (Gal 4,6). Precisamente este “Abbá, Padre”, este grito del Hijo, que es consustancial al Padre, esta invocación dictada por el Espíritu Santo a los corazones de los hijos y de las hijas de esta tierra, es signo de la plenitud del tiempo. El reino de Dios se manifiesta ya en este grito, en esta palabra “Abbá, Padre”, pronunciada desde la profundo del corazón humano en virtud del Espíritu de Cristo. Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: “Abbá, Padre”. Los que puedan hablar así -los que tengan el mismo Padre- ¿acaso no son una sola familia?. El Creador nos ha levantado desde el “polvo de la tierra” hasta hacernos a su imagen y semejanza”. Y permanece fiel a este “soplo” que marcó el “comienzo” del hombre en el cosmos. Y cuando, en virtud del Espíritu de Cristo, clamamos a Dios “Abbá, Padre”, entonces, en ese grito, en el umbral del año nuevo, la Iglesia expresa por medio de nosotros también el deseo de la paz en la tierra. Ella reza así: “El Señor se fija en ti -familia humana de todos los continentes- y te conceda la paz” (cfr. Num 6,26). “Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer”. Desde el comienzo de la historia terrena del hombre, camina la mujer por la tierra. Su primer nombre es Eva, madre de los vivientes. Su segundo nombre queda unido a la promesa del Mesías en el Protoevangelio. o Maternidad de María El segundo nombre, el de la Mujer eterna, atraviesa los caminos de la historia espiritual del hombre y es revelado solamente en la plenitud del tiempo. El nombre es “Myriam”, María de Nazaret. Desposada con un hombre cuyo nombre era José, de la casa de David. María, ¡Esposa mística del Espíritu Santo! En efecto, su maternidad no proviene “ni de amor carnal ni de amor humano” (cfr Jn 1,13) sino del Espíritu Santo. La maternidad de María es la Maternidad divina, que celebramos durante toda la octava de Navidad, pero de modo particular hoy, día 1 de enero. Vemos esta maternidad de María a través del “Niño acostado en el pesebre” (Lc 2,16), en Belén, durante la visita de los pastores: los primeros que fueron llamados a acercarse al misterio que marca la plenitud del tiempo. El Niño de pecho que está acostado en el pesebre había de recibir el nombre de “Jesús”. Con este nombre lo llamó el Ángel en la Anunciación “antes de su concepción” (Lc 2,21). Y con este nombre es llamado hoy, el octavo día después del nacimiento, el día prescrito por la ley de Israel. Pues el Hijo de Dios “ha nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley”. Así escribe el Apóstol (cfr Gal 4,4-5). 2 Esa sumisión a la ley -herencia de la Antigua Alianza- debía abrir el camino a la Redención por medio de la sangre de Cristo, abrir el camino a la herencia de la Nueva Alianza. María está en el centro de estos acontecimientos. Permanece en el corazón del misterio divino. Unida más de cerca a esa plenitud del tiempo, que se une a su maternidad. Ella permanece al mismo tiempo como el signo de todo lo que es humano. ¿Quién es signo de lo humano más que la mujer? En ella es concebido, y por ella viene al mundo el hombre. Ella, la mujer, en todas las generaciones humanas lleva en sí la memoria de cada hombre. Porque cada uno ha pasado por su seno materno. Sí. La mujer es la memoria del mundo humano. Del tiempo humano, que es tiempo de nacer y de morir. El tiempo del pasar. Y María también es memoria. Escribe el Evangelista: “Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19). Ella es la memoria originaria de esos problemas que vive la familia humana en la plenitud de los tiempos. Ella es la memoria de la Iglesia. Y la Iglesia asume por Ella las primicias de lo que incesantemente conserva en su memoria y hace presente. La Iglesia aprende de la Madre de Dios la memoria “de las grandes obras de Dios” hechas en la historia del hombre. Sí. La Iglesia aprende de María a ser Madre: “Mater Ecclesiae!”. Ahora el día de su Maternidad, nos dirigimos a Ella, a la Madre de Dios, para que “conserve y medite en su corazón” “todos los problemas” de estos pueblos. o La filiación divina, base de la humanidad Dios mandó a su Hijo “nacido de mujer”. Mediante el nacimiento de Dios en la tierra participamos en la plenitud del tiempo. Y esta plenitud la lleva a cabo en nuestros corazones el Espíritu del Hijo, que confirma en nosotros la certeza de la adopción como hijos. Y así, desde la profundidad de esta certeza desde la profundidad de la humanidad renovada con la “deificación”, como proclama y profesa la rica tradición de la Iglesia Oriental, desde esta profundidad clamamos, bajo el ejemplo de Cristo: “Abbá, Padre”. Y al clamar así, cada uno de nosotros se da cuenta de que “ya no es esclavo sino hijo”. “Y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios” (Gal 4,7). ¿Sabes tú, familia humana, lo sabes, hombre de todos los países y continentes, de todas las lenguas naciones y razas..., sabes tú de esta herencia? ¿Sabes que está en la base de la humanidad? ¿Y de la herencia de la libertad filial? ¡Cristo Jesús! ¡Hijo del Eterno Padre, Hijo de la Mujer, Hijo de María, no nos dejes a merced de nuestra debilidad y de nuestra soberbia! ¡Plenitud encarnada! ¡Permanece en el hombre, en cada una de las fases de su tiempo terreno! ¡Sé Tú nuestro Pastor! ¡Sé nuestra paz! www.parroquiasantamonica.com

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