sábado, 8 de julio de 2017
Domingo II después de Navidad. El plan divino de la salvación en Cristo. El verdadero peligro no es el pasar del tiempo, sino el desperdiciarlo, rechazando la vida eterna que Cristo nos ofrece.
1 Domingo II después de Navidad. El plan divino de la salvación en Cristo. El verdadero peligro no es el pasar del tiempo, sino el desperdiciarlo, rechazando la vida eterna que Cristo nos ofrece. Cfr. Domingo II después de Navidad, 3 de enero de 2010 Siracida o Eclesiástico 24, 1-2.8-12; Efesios 1, 3-6.15-18; Juan 1, 1-18 Juan 1, 1-18: 1 . En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. 2 . Ella estaba en el principio con Dios. 3 . Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. 4 . En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, 5 . y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. 6 . Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. 7 . Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. 8 . No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. 9 . La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. 10 . En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. 11 Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. 12 Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; 13 la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios. 14 Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. 15 Juan da testimonio de él y clama: « Este era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo. » 16 Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. 17 Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. 18 A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado. Efesios 1, 3-6.15-18: 3 . Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; 4 . por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; 5 . eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, 6 . para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. 15 Por eso, también yo, al tener noticia de vuestra fe en el Señor Jesús y de vuestra caridad para con todos los santos, 16 no ceso de dar gracias por vosotros recordándoos en mis oraciones, 17 para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; 18 iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos. Para vivir la Navidad la liturgia de hoy nos propone dos textos fundamentales: A) el prólogo del Evangelio según San Juan; B) el himno o canto de bendición del inicio de la carta a los Efesios. Los dos hacen referencia al proyecto de salvación de nuestro Padre Dios, que se centra en Jesucristo. A) Prólogo del evangelio según San Juan: “Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros”. (Jn 1, 1. 14). o Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general del miércoles 10 de diciembre de 1997 (…) El nacimiento de Jesús hace visible el misterio de la Encarnación. El nacimiento de Jesús hace visible el misterio de la Encarnación, que se realizó ya en el seno de la Virgen en el momento de la Anunciación. En efecto, nace el niño que ella, instrumento dócil y responsable del plan divino, concibió por obra del Espíritu Santo. A través de la humanidad que tomó en el seno de María, el Hijo eterno de Dios comienza a vivir como niño y crece «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). Así se manifiesta como verdadero hombre. San Juan, en el prólogo de su evangelio, subraya esta misma verdad, cuando dice: «El Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 14). Al decir «se hizo carne», el evangelista quiere aludir a la naturaleza humana, no sólo en su condición mortal, sino también en su totalidad. Todo lo que es humano, excepto el pecado, fue asumido por el Hijo de Dios. La Encarnación es fruto de un inmenso amor, que impulsó a Dios a querer compartir plenamente nuestra condición humana. El hecho de la Encarnación produce una transformación que afecta al destino de toda la humanidad. Vino a ofrecer a todos la participación en su vida divina. El hecho de que el Verbo de Dios se hiciera hombre produjo un cambio fundamental en la condición misma del tiempo. Podemos decir que, en Cristo, el tiempo humano se colmó de eternidad. 2 Es una transformación que afecta al destino de toda la humanidad, ya que «el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22). Vino a ofrecer a todos la participación en su vida divina. El don de esta vida conlleva una participación en su eternidad. Jesús lo afirmó, especialmente a propósito de la Eucaristía: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna» (Jn 6, 54). El efecto del banquete eucarístico es la posesión, ya desde ahora, de esa vida. En otra ocasión, Jesús señaló la misma perspectiva a través del símbolo de un agua viva, capaz de apagar la sed, el agua viva de su Espíritu, dada con vistas a la vida eterna (cf. Jn 4, 14). La vida de la gracia revela, así, una dimensión de eternidad que eleva la existencia terrena y la orienta, en una línea de verdadera continuidad, al ingreso en la vida celestial. La eternidad que entra en nosotros es un sumo poder de amor, que quiere guiar toda nuestra vida hasta su última meta, escondida en el misterio del Padre. La comunicación de la vida eterna de Cristo significa también una participación en su actitud de amor filial hacia el Padre. En la eternidad «el Verbo estaba con Dios» (Jn 1, 1), es decir, en perfecto vínculo de comunión con el Padre. Cuando se hizo carne, este vínculo comenzó a manifestarse en todo el comportamiento humano de Jesús. En la tierra el Hijo vivía en constante comunión con el Padre, en una actitud de perfecta obediencia por amor. La entrada de la eternidad en el tiempo es el ingreso, en la vida terrena de Jesús, del amor eterno que une al Hijo con el Padre. A esto alude la carta a los Hebreos cuando habla de las disposiciones íntimas de Cristo, en el momento mismo de su entrada en el mundo: «¡He aquí que vengo (...) a hacer, oh Dios, tu voluntad!» (Hb 10, 7). El inmenso «salto » que dio el Hijo de Dios desde la vida celestial hasta el abismo de la existencia humana está motivado por el deseo de cumplir el plan del Padre, en una entrega total. Nosotros estamos llamados a tomar la misma actitud, caminando por el sendero abierto por el Hijo de Dios hecho hombre, para compartir así su camino hacia el Padre. La eternidad que entra en nosotros es un sumo poder de amor, que quiere guiar toda nuestra vida hasta su última meta, escondida en el misterio del Padre. Jesús mismo unió de forma indisoluble los dos movimientos, el descendente y el ascendente, que definen la Encarnación: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16, 28). La eternidad ha entrado en la vida humana. Ahora la vida humana está llamada a hacer con Cristo el viaje desde el tiempo hasta la eternidad. (…) El verdadero peligro no es el pasar del tiempo, sino el desperdiciarlo, rechazando la vida eterna que Cristo nos ofrece. El verdadero peligro no es el pasar del tiempo, sino el desperdiciarlo, rechazando la vida eterna que Cristo nos ofrece. Se debe despertar incesantemente en el corazón humano el deseo de la vida y de la felicidad eterna. o Cfr. Juan Pablo II, Exhortación apostólica “Catechesi tradendae” nn. 5-9, 6 de octubre 1979. “Solamente en íntima comunión con Él, los catequistas encontrarán luz y fuerza para una renovación auténtica y deseable de la catequesis”. Tenemos un solo Maestro: Jesucristo En comunión con la persona de Cristo 5. La IV Asamblea general del Sínodo de los Obispos ha insistido mucho en el cristocentrismo de toda catequesis auténtica. Podemos señalar aquí los dos significados de la palabra que ni se oponen ni se excluyen, sino que más bien se relacionan y se complementan. Hay que subrayar, en primer lugar, que en el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret, «Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad», (9) que ha sufrido y ha muerto por nosotros y que ahora, resucitado, vive para siempre con nosotros. Jesús es «el Camino, la Verdad y la Vida»,(10) y la vida cristiana consiste en seguir a Cristo, en la «sequela Christi». El objeto esencial y primordial de la catequesis es, empleando una expresión muy familiar a San Pablo y a la teología contemporánea, «el Misterio de Cristo». Catequizar es, en cierto modo, llevar a uno a escrutar ese Misterio en toda su dimensión: «Iluminar a todos acerca de la dispensación del misterio... comprender, en unión con todos los santos, cuál es la anchura, la largura, la altura y la profundidad y conocer la caridad de Cristo, que supera toda ciencia, para que seais llenos de toda la plenitud de Dios».(11) Se trata por lo tanto de descubrir en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios que se realiza en Él. Se trata de procurar comprender el significado de los gestos y de las palabras de Cristo, los signos realizados por Él mismo, pues ellos encierran y manifiestan a la vez su Misterio. En este sentido, el fin definitivo de la catequesis es poner a uno no sólo en contacto sino en comunión, en intimidad con 3 Jesucristo: sólo Él puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad. Transmitir la doctrina de Cristo 6. En la catequesis, el cristocentrismo significa también que, a través de ella se transmite no la propia doctrina o la de otro maestro, sino la enseñanza de Jesucristo, la Verdad que Él comunica o, más exactamente, la Verdad que Él es.(12) Así pues hay que decir que en la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios y todo lo demás en referencia a Él; el único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca. La constante preocupación de todo catequista, cualquiera que sea su responsabilidad en la Iglesia, debe ser la de comunicar, a través de su enseñanza y su comportamiento, la doctrina y la vida de Jesús. No tratará de fijar en sí mismo, en sus opiniones y actitudes personales, la atención y la adhesión de aquel a quien catequiza; no tratará de inculcar sus opiniones y opciones personales como si éstas expresaran la doctrina y las lecciones de vida de Cristo. Todo catequista debería poder aplicarse a sí mismo la misteriosa frase de Jesús: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado».(13) Es lo que hace san Pablo al tratar una cuestión de primordial importancia: «Yo he recibido del Señor lo que os he transmitido».(14) ¡Qué contacto asiduo con la Palabra de Dios transmitida por el Magisterio de la Iglesia, qué familiaridad profunda con Cristo y con el Padre, qué espíritu de oración, qué despego de sí mismo ha de tener el catequista para poder decir: «Mi doctrina no es mía»! Cristo que enseña 7. Esta doctrina no es un cúmulo de verdades abstractas, es la comunicación del Misterio vivo de Dios. La calidad de Aquel que enseña en el Evangelio y la naturaleza de su enseñanza superan en todo a las de los «maestros» en Israel, merced a la unión única existente entre lo que Él dice, hace y lo que es. Es evidente que los Evangelios indican claramente los momentos en que Jesús enseña, «Jesús hizo y enseñó»:(15) en estos dos verbos que introducen al libro de los Hechos, san Lucas une y distingue a la vez dos dimensiones en la misión de Cristo. Jesús enseñó. Este es el testimonio que Él da de sí mismo: «Todos los días me sentaba en el Templo a enseñar».(16) Esta es la observación llena de admiración que hacen los evangelistas, maravillados de verlo enseñando en todo tiempo y lugar, y de una forma y con una autoridad desconocidas hasta entonces: «De nuevo se fueron reuniendo junto a Él las multitudes y de nuevo, según su costumbre, les enseñaba»;(17) «y se asombraban de su enseñanza, pues enseñaba como quien tiene autoridad»,(18) Eso mismo hacen notar sus enemigos, aunque sólo sea para acusarlo y buscar un pretexto para condenarlo. «Subleva al pueblo, enseñando por toda Judea, desde Galilea, donde empezó, hasta aquí».(19) El único «Maestro» 8. El que enseña así merece a título único el nombre de Maestro. ¡Cuántas veces se le da este título de maestro a lo largo de todo el Nuevo Testamento y especialmente en los Evangelios!(20) Son evidentemente los Doce, los otros discípulos y las muchedumbres que lo escuchan quienes le llaman «Maestro» con acento a la vez de admiración, de confianza y de ternura.(21) Incluso los Fariseos y los Saduceos, los Doctores de la Ley y los Judíos en general, no le rehúsan esta denominación: «Maestro, quisiéramos ver una señal tuya»;(22) «Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para alcanzar la vida eterna?».(23) Pero sobre todo Jesús mismo se llama Maestro en ocasiones particularmente solemnes y muy significativas: «Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque de verdad lo soy»;(24) y proclama la singularidad, el carácter único de su condición de Maestro: «Uno solo es vuestro Maestro»:(25) Cristo. Se comprende que, a lo largo de dos mil años, en todas las lenguas de la tierra, hombres de toda condición, raza y nación, le hayan dado con veneración este título repitiendo a su manera la exclamación de Nicodemo: «has venido como Maestro de parte de Dios».(26) Esta imagen de Cristo que enseña, a la vez majestuosa y familiar, impresionante y tranquilizadora, imagen trazada por la pluma de los evangelistas y evocada después, con frecuencia, por la iconografía desde la época paleocristiana,(27) —¡tan atractiva es!— deseo ahora evocarla en el umbral de estas reflexiones sobre la catequesis en el mundo actual. Enseñando con toda su vida 9. No olvido, haciendo esto, que la majestad de Cristo que enseña, la coherencia y la fuerza persuasiva únicas de su enseñanza, no se explican sino porque sus palabras, sus parábolas y razonamientos no pueden separarse nunca de su vida y de su mismo ser. En este sentido, la vida entera de Cristo fue una continua enseñanza: su silencio, sus milagros, sus gestos, su oración, su amor al hombre, su predilección por los pequeños y los pobres, la aceptación del sacrificio total en la cruz por la salvación del mundo, su resurrección son la actuación de su palabra y el cumplimiento de la revelación. De suerte que para los cristianos el Crucifijo es una de las imágenes más sublimes y populares de Jesús que enseña. Estas consideraciones, que están en línea con las grandes tradiciones de la Iglesia, reafirman en nosotros el fervor hacia Cristo, el Maestro que revela a Dios a los hombres y al hombre a sí mismo; el Maestro que salva, santifica y guía, que está vivo, que habla, exige, que conmueve, que endereza, juzga, perdona, camina diariamente con nosotros en la historia; el Maestro que viene y que vendrá en la gloria. Solamente en íntima comunión con Él, los catequistas encontrarán luz y fuerza para una renovación auténtica y deseable de la catequesis. 4 9. Jn 1, 14. 10. Jn 14, 6. 11. Ef 3, 9. 18s. 12. Cf. Jn 14, 6. 13. Jn 7, 16. Este es un tema preferido por el cuarto Evangelio: cf, Jn 3, 34; 8, 28; 12, 49 s; 14, 24; 17, 8. 14. 14. 1 Co 11, 23: la palabra «transmitir», empleada aquí por san Pablo, ha sido repetida a menudo en la Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi para describir la acción evangelizadora de la Iglesia; por ejemplo nn, 4, 15, 78, 79. 15. Act 1, 1. 16. Mt 26, 55; cf. Jn 18, 20. 17. Mc 10, 1. 18. Mc 1, 22; cf. también Mt 5, 2; 11, 1; 13, 54; 22, 16; Mc 2, 13; 4, 1; 6, 2. 6; Lc 5, 3. 17; Jn 7, 14; 8, 2; etc. 19. Lc 23, 5. 20. Aproximadamente en unos cincuenta pasajes de los cuatro Evangelios, este título, heredado por toda la Tradición judía pero adornado aquí de un significado nuevo que el mismo Cristo trata a menudo de iluminar, es atribuido a Jesús. 21. Cf., entre otros, Mt 8, 19; Mc 4, 38; 9, 38; 10, 35; 13, 1; Jn 11, 28. 22. Mt 12, 38. 23. Lc 10, 25; cf. Mt 22, 16. 24. Jn 13, 13 s.; cf. también Mt 10, 25; 26, 18 y paralelos. 25. Mt 23, 8. Ignacio de Antioquía recoge esta afirmación y la comenta así: «Nosotros hemos recibido la fe, por esto nosotros nos mantenemos a fin de ser reconocidos como discípulos de Jesucristo, nuestro único Maestro» (Epistula ad Magnesios, IX, 1: Funk 1, 239). 26. Jn 3, 2. 27. La representación de Cristo en actitud de enseñar aparece ya en las catacumbas romanas. Está usada profusamente en los mosaicos del arte romano-bizantino de los siglos III y IV. Constituirá un motivo artístico predominante en las imágines de las grandes catedrales románicas y góticas de la edad media. B) Carta a los Efesios. El himno de “bendición” del inicio”. El plan divino de la salvación en Cristo. o Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general del miércoles 18 de febrero de 2004. El plan divino de la salvación en Cristo según la Carta a los Efesios. La admirable obra de Dios, realizada a nuestro favor en Cristo 1. El espléndido himno de "bendición", con el que inicia la carta a los Efesios y que se proclama todos los lunes en la liturgia de Vísperas, será objeto de una serie de meditaciones a lo largo de nuestro itinerario. Por ahora nos limitarnos a una mirada de conjunto a este texto solemne y bien estructurado, casi como una majestuosa construcción, destinada a exaltar la admirable obra de Dios, realizada a nuestro favor en Cristo. Se comienza con un "antes" que precede al tiempo y a la creación: es la eternidad divina, en la que ya se pone en marcha un proyecto que nos supera, una "pre-destinación", es decir, el plan amoroso y gratuito de un destino de salvación y de gloria. El señorío de Cristo. Dios restablece en Cristo el orden y el sentido profundo de todas las realidades. 2. En este proyecto trascendente, que abarca la creación y la redención, el cosmos y la historia humana, Dios se propuso de antemano, "según el beneplácito de su voluntad", "recapitular en Cristo todas las cosas", es decir, restablecer en él el orden y el sentido profundo de todas las realidades, tanto las del cielo como las de la tierra (cf. Ef 1, 10). Ciertamente, él es "cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo" (Ef 1, 22-23), pero también es el principio vital de referencia del universo. Por tanto, el señorío de Cristo se extiende tanto al cosmos como al horizonte más específico que es la Iglesia. Cristo desempeña una función de "plenitud", de forma que en él se revela el "misterio" (Ef 1, 9) oculto desde los siglos y toda la realidad realiza -en su orden específico y en su grado- el plan concebido por el Padre desde toda la eternidad. La historia de la salvación es expresión de la “benevolencia”, del “beneplácito” y del amor divino. 3. Como veremos más tarde, esta especie de salmo neotestamentario centra su atención sobre todo en la historia de la salvación, que es expresión y signo vivo de la "benevolencia" (Ef 1, 9), del "beneplácito" (Ef 1, 6) y del amor divino. He aquí, entonces, la exaltación de la "redención por su sangre" derramada en la cruz, "el perdón de los pecados", la abundante efusión "de la riqueza de su gracia" (Ef 1, 7). He aquí la filiación divina del 5 cristiano (cf. Ef 1, 5) y el "conocimiento del misterio de la voluntad" de Dios (Ef 1, 9), mediante la cual se entra en lo íntimo de la misma vida trinitaria. Comentario de San Juan Crisóstomo al Cántico de la Carta a los Efesios 4. Después de esta mirada de conjunto al himno con el que comienza la carta a los Efesios, escuchemos ahora a san Juan Crisóstomo, maestro y orador extraordinario, fino intérprete de la sagrada Escritura, que vivió en el siglo IV y fue también obispo de Constantinopla, en medio de dificultades de todo tipo, y sometido incluso a la experiencia de un doble destierro. Dios desea apasionadamente y anhela ardientemente nuestra salvación. En su Primera homilía sobre la carta a los Efesios, comentando este cántico, reflexiona con gratitud en la "bendición" con que hemos sido bendecidos "en Cristo": "¿Qué te falta? Eres inmortal, eres libre, eres hijo, eres justo, eres hermano, eres coheredero, con él reinas, con él eres glorificado. Te ha sido dado todo y, como está escrito, "¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?" (Rm 8, 32). Tu primicia (cf. 1 Co 15, 20. 23) es adorada por los ángeles, por los querubines y por los serafines. Entonces, ¿qué te falta?" (PG 62, 11). Dios hizo todo esto por nosotros -prosigue el Crisóstomo- "según el beneplácito de su voluntad". ¿Qué significa esto? Significa que Dios desea apasionadamente y anhela ardientemente nuestra salvación. "Y ¿por qué nos ama de este modo? ¿Por qué motivo nos quiere tanto? Únicamente por bondad, pues la "gracia" es propia de la bondad" (ib., 13). No sólo nos ha liberado de nuestros pecados, sino que también ha adornado nuestra alma y la ha vuelto bella, deseable y amable. Precisamente por esto -concluye el antiguo Padre de la Iglesia-, san Pablo afirma que todo se realizó "para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido hijo, redunde en alabanza suya". En efecto, Dios "no sólo nos ha liberado de nuestros pecados, sino que también nos ha hecho amables...: ha adornado nuestra alma y la ha vuelto bella, deseable y amable". Y cuando san Pablo declara que Dios lo ha hecho por la sangre de su Hijo, san Juan Crisóstomo exclama: "No hay nada más grande que todo esto: que la sangre de Dios haya sido derramada por nosotros. Más grande que la filiación adoptiva y que los demás dones es que no haya perdonado ni a su propio Hijo (cf. Rm 8, 32). En efecto, es grande que nos hayan sido perdonados nuestros pecados, pero más grande aún es que eso se haya realizado por la sangre del Señor" (ib., 14). o Cfr. Benedicto XVI, Audiencia general del Miércoles 23 de noviembre de 2005 Dios nos “elige”, en la persona de Cristo, y es la vocación a la santidad y a la filiación adoptiva. Cada semana la Liturgia de las Vísperas propone a la Iglesia orante el solemne himno de apertura de la carta a los Efesios, el texto que acaba de proclamarse. Pertenece al género de las berakot, o sea, las «bendiciones», que ya aparecen en el Antiguo Testamento y tendrán una difusión ulterior en la tradición judía. Por tanto, se trata de un constante hilo de alabanza que sube a Dios, a quien, en la fe cristiana, se celebra como «Padre de nuestro Señor Jesucristo». Por eso, en nuestro himno de alabanza es central la figura de Cristo, en la que se revela y se realiza la obra de Dios. En efecto, los tres verbos principales de este largo y compacto cántico nos conducen siempre al Hijo. Este don transforma radicalmente nuestro estado de criaturas. Dios «nos eligió en la persona de Cristo» (Ef 1,4): es nuestra vocación a la santidad y a la filiación adoptiva y, por tanto, a la fraternidad con Cristo. Este don, que transforma radicalmente nuestro estado de criaturas, se nos ofrece «por obra de Cristo» (v. 5), una obra que entra en el gran proyecto salvífico divino, en el amoroso «beneplácito de la voluntad» (v. 6) del Padre, a quien el Apóstol está contemplando con conmoción. www.parroquiasantamonica.com
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