sábado, 8 de julio de 2017
La Navidad (2010). La Epifanía (Manifestación del Señor) en la predicación de Benedicto XVI (5). Aunque Herodes parece siempre ser más fuerte, solamente en el Niño se manifiesta la fuerza de Dios. Para reconocerle debemos ser sensibles a la novedad de Dios, y, para ello, tener la humildad auténtica, la capacidad de ser niños en el corazón y de asombrarnos.
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La Navidad (2010). La Epifanía (Manifestación del Señor) en la predicación de Benedicto
XVI (5). Aunque Herodes parece siempre ser más fuerte, solamente en el Niño se manifiesta la
fuerza de Dios. Para reconocerle debemos ser sensibles a la novedad de Dios, y, para ello, tener
la humildad auténtica, la capacidad de ser niños en el corazón y de asombrarnos.
Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Epifanía (“manifestación”) del Señor del 6 de
enero de 2010.
o Una espléndida visión del profeta Isaías
Tras las humillaciones sufridas por el pueblo de Israel por parte de los
poderes de este mundo, ve el momento en el que la gran luz de Dios,
aparentemente sin poder e incapaz de proteger a su pueblo, surgirá
sobre toda la tierra, de modo que los reyes de las naciones se inclinarán
ante él.
Hoy, solemnidad de la Epifanía, la gran luz que irradia desde la cueva de Belén, a través de los
Magos procedentes de Oriente inunda a toda la humanidad. La primera lectura, tomada del libro del profeta
Isaías, y el pasaje del Evangelio de san Mateo, que acabamos de escuchar, ponen la promesa junto a su
cumplimiento, en la tensión particular que se produce cuando se leen sucesivamente pasajes del Antiguo y
del Nuevo Testamento. Así se nos presenta la espléndida visión del profeta Isaías, el cual, tras las
humillaciones infligidas al pueblo de Israel por las potencias de este mundo, ve el momento en el que la gran
luz de Dios, aparentemente sin poder e incapaz de proteger a su pueblo, surgirá sobre toda la tierra, de modo
que los reyes de las naciones se inclinarán ante él, vendrán desde todos los confines de la tierra y depositarán
a sus pies sus tesoros más preciosos. Y el corazón del pueblo se estremecerá de alegría.
o La visión del evangelista Mateo parece pobre y andrajosa.
Llegan a Belén no los poderosos y los reyes de la tierra, sino unos
Magos, personajes desconocidos, quizás vistos con sospecha, en todo
caso indignos de particular atención.
En comparación con esa visión, la que nos presenta el evangelista san Mateo es pobre y humilde: nos
parece imposible reconocer allí el cumplimiento de las palabras del profeta Isaías. En efecto, no llegan a
Belén los poderosos y los reyes de la tierra, sino unos Magos, personajes desconocidos, tal vez vistos con
sospecha; en cualquier caso, no merecen particular atención. Los habitantes de Jerusalén son informados de
lo sucedido, pero no consideran necesario molestarse, y parece que ni siquiera en Belén hay alguien que se
preocupe del nacimiento de este Niño, al que los Magos llaman Rey de los judíos, o de estos hombres
venidos de Oriente que van a visitarlo. De hecho, poco después, cuando el rey Herodes da a entender quién
tiene efectivamente el poder obligando a la Sagrada Familia a huir a Egipto y ofreciendo una prueba de su
crueldad con la matanza de los inocentes (cf. Mt 2, 13-18), el episodio de los Magos parece haberse borrado
y olvidado. Por tanto, es comprensible que el corazón y el alma de los creyentes de todos los siglos se hayan
sentido más atraídos por la visión del profeta que por el sobrio relato del evangelista, como atestiguan
también las representaciones de esta visita en nuestros belenes, donde aparecen los camellos, los
dromedarios, los reyes poderosos de este mundo que se arrodillan ante el Niño y depositan a sus pies sus
dones en cofres preciosos. Pero conviene prestar más atención a lo que los dos textos nos comunican.
Pero estos personajes procedentes de Oriente no son los últimos, sino
los primeros de la gran procesión de aquellos que, a través de todas las
épocas de la historia, saben reconocer el mensaje de la estrella, saben
caminar por los caminos indicados por la Sagrada Escritura y saben
encontrar, así, a Aquél que es aparentemente débil y frágil, pero que en
cambio es capaz de dar la alegría más grande y más profunda al corazón
del hombre.
En realidad, ¿qué vio Isaías con su mirada profética? En un solo momento, vislumbra una realidad
destinada a marcar toda la historia. Pero el acontecimiento que san Mateo nos narra no es un breve episodio
intrascendente, que se concluye con el regreso apresurado de los Magos a sus tierras. Al contrario, es un
comienzo. Esos personajes procedentes de Oriente no son los últimos, sino los primeros de la gran procesión
de aquellos que, a lo largo de todas las épocas de la historia, saben reconocer el mensaje de la estrella, saben
avanzar por los caminos indicados por la Sagrada Escritura y saben encontrar, así, a Aquel que
aparentemente es débil y frágil, pero que en cambio puede dar la alegría más grande y más profunda al
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corazón del hombre. De hecho, en él se manifiesta la realidad estupenda de que Dios nos conoce y está cerca
de nosotros, de que su grandeza y su poder no se manifiestan en la lógica del mundo, sino en la lógica de un
niño inerme, cuya fuerza es sólo la del amor que se confía a nosotros. A lo largo de la historia siempre hay
personas que son iluminadas por la luz de la estrella, que encuentran el camino y llegan a él. Todas viven,
cada una a su manera, la misma experiencia que los Magos.
El significado profundo de los dones (oro, incienso y mirra) que llevaron
los Magos.
Llevaron oro, incienso y mirra. Esos dones, ciertamente, no responden a necesidades primarias o
cotidianas. En ese momento la Sagrada Familia habría tenido mucha más necesidad de algo distinto del
incienso y la mirra, y tampoco el oro podía serle inmediatamente útil. Pero estos dones tienen un significado
profundo: son un acto de justicia. De hecho, según la mentalidad vigente en aquel tiempo en Oriente,
representan el reconocimiento de una persona como Dios y Rey: es decir, son un acto de sumisión. Quieren
decir que desde aquel momento los donadores pertenecen al soberano y reconocen su autoridad. La
consecuencia que deriva de ello es inmediata. Los Magos ya no pueden proseguir por su camino, ya no
pueden volver a Herodes, ya no pueden ser aliados de aquel soberano poderoso y cruel. Han sido llevados
para siempre al camino del Niño, al camino que les hará desentenderse de los grandes y los poderosos de este
mundo y los llevará a Aquel que nos espera entre los pobres, al camino del amor, el único que puede
transformar el mundo.
Así pues, no sólo los Magos se pusieron en camino, sino que desde aquel acto comenzó algo nuevo,
se trazó una nueva senda, bajó al mundo una nueva luz, que no se ha apagado. La visión del profeta se ha
realizado: esa luz ya no puede ser ignorada en el mundo: los hombres se moverán hacia aquel Niño y serán
iluminados por la alegría que sólo él sabe dar. La luz de Belén sigue resplandeciendo en todo el mundo. San
Agustín recuerda a cuantos la acogen: "También nosotros, reconociendo en Cristo a nuestro rey y sacerdote
muerto por nosotros, lo honramos como si le hubiéramos ofrecido oro, incienso y mirra; sólo nos falta dar
testimonio de él tomando un camino distinto del que hemos seguido para venir" (Sermo 202. In Epiphania
Domini, 3, 4).
Aunque Herodes parece siempre ser más fuerte, solamente en ese Niño
se manifiesta la fuerza de Dios.
Por consiguiente, si leemos juntamente la promesa del profeta Isaías y su cumplimiento en el
Evangelio de san Mateo en el gran contexto de toda la historia, resulta evidente que lo que se nos dice, y lo
que en el belén tratamos de reproducir, no es un sueño ni tampoco un juego vano de sensaciones y
emociones, sin vigor ni realidad, sino que es la Verdad que se irradia en el mundo, a pesar de que Herodes
parece siempre más fuerte y de que ese Niño parece que puede ser relegado entre aquellos que no tienen
importancia, o incluso pisoteado. Pero solamente en ese Niño se manifiesta la fuerza de Dios, que reúne a los
hombres de todos los siglos, para que bajo su señorío recorran el camino del amor, que transfigura el mundo.
Sin embargo, aunque los pocos de Belén se han convertido en muchos, los creyentes en Jesucristo parecen
siempre pocos. Muchos han visto la estrella, pero son pocos los que han entendido su mensaje. Los
estudiosos de la Escritura del tiempo de Jesús conocían perfectamente la Palabra de Dios. Eran capaces de
decir sin dificultad alguna qué se podía encontrar en ella acerca del lugar en el que habría de nacer el Mesías,
pero, como dice san Agustín: "Les sucedió como a los hitos (que indican el camino): mientras dan
indicaciones a los caminantes, ellos se quedan inertes e inmóviles" (Sermo 199. In Epiphania Domini, 1, 2).
o ¿Cuál es la razón por las que unos ven y encuentren, y otros no? ¿Qué
les falta a aquellos que permanecen indiferentes, a aquellos que indican
el camino pero no se mueven?
Podemos responder: no ven y no encuentran por la demasiada seguridad
en sí mismos, la pretensión de conocer perfectamente la realidad, la
presunción de haber ya formulado un juicio definitivo sobre las cosas
volviendo cerrados e insensibles sus corazones a la novedad de Dios.
Entonces podemos preguntarnos: ¿cuál es la razón por la que unos ven y encuentran, y otros no?
¿Qué es lo que abre los ojos y el corazón? ¿Qué les falta a aquellos que permanecen indiferentes, a aquellos
que indican el camino pero no se mueven? Podemos responder: la excesiva seguridad en sí mismos, la
pretensión de conocer perfectamente la realidad, la presunción de haber formulado ya un juicio definitivo
sobre las cosas hacen que su corazón se cierre y se vuelva insensible a la novedad de Dios. Están seguros de
la idea que se han hecho del mundo y ya no se dejan conmover en lo más profundo por la aventura de un
Dios que quiere encontrarse con ellos. Ponen su confianza más en sí mismos que en él, y no creen posible
que Dios sea tan grande que pueda hacerse pequeño, que se pueda acercar verdaderamente a nosotros.
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Por falta de humildad auténtica, de la capacidad de ser niños en el
corazón y de asombrarnos para emprender el camino de Dios.
Necesitamos un corazón sabio.
Al final, lo que falta es la humildad auténtica, que sabe someterse a lo que es más grande, pero
también la valentía auténtica, que lleva a creer en lo que es verdaderamente grande, aunque se manifieste en
un Niño inerme. Falta la capacidad evangélica de ser niños en el corazón, de asombrarse y de salir de sí para
avanzar por el camino que indica la estrella, el camino de Dios. Sin embargo, el Señor tiene el poder de
hacernos capaces de ver y de salvarnos. Así pues, pidámosle que nos dé un corazón sabio e inocente, que nos
permita ver la estrella de su misericordia, seguir su camino, para encontrarlo y ser inundados por la gran luz
y por la verdadera alegría que él ha traído a este mundo. Amén.
www.parroquiasantamonica.com
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