jueves, 6 de julio de 2017
Sobre el amor humano: el cuerpo banalizado, sacralizado o absolutizado
1 Sobre el amor humano: el cuerpo banalizado, sacralizado o absolutizado José Pedro Manglano, El amor y otras idioteces, Guía práctica para no perder a quien tú quieres, Ed. Planeta 2007 Capítulo 4 El cuerpo: ¿carne o misterio? - ¿Tengo cuerpo, lo soy, o también lo soy? SOBRE EL AMOR HUMANO: EL CUERPO BANALIZADO, SACRALIZADO O ABSOLUTIZADO ........................... 1 Capítulo 4 El cuerpo: ¿carne o misterio? - ¿Tengo cuerpo, lo soy, o también lo soy? .............. 1 o El cuerpo banalizado pp. 80-83 ............................................................................................................. 1 o El cuerpo sacralizado pp. 83-91 ............................................................................................................ 3 a) Importa que sea él, más que su estado pp. 85-86 .......................................................................... 4 b) Hablamos con el cuerpo pp. 87-91 ............................................................................................... 4 o El cuerpo absolutizado pp. 92-95 ......................................................................................................... 6 La modernidad viene acompañada de un progresivo dominio del hombre sobre la materia. También la realidad corporal ha ido siendo controlada en mayor medida. Este control ha permitido al hombre disminuir la dependencia respecto a su cuerpo, llegando a manipulaciones que le enseñorean sobre él de modo formidable. Pero, ¿también en las relaciones amorosas se ha disminuido la dependencia del cuerpo? ¿Pretenden acaso prescindir de la materia? ¿Quién ejerce dominio sobre quién? ¿Amor y cuerpo son rivales o aliados? La importancia de la cuestión es enorme. En último término, la respuesta a estas preguntas está condicionada al modo en que entendamos la identidad del yo. Las posibilidades que se nos presentan son éstas: o yo tengo cuerpo, o yo soy cuerpo; y si yo soy cuerpo, puedo entender que yo soy solo cuerpo o que yo soy también cuerpo. Tres posibilidades que nos introducen en tres mundos distintos –sí, absolutamente distintos- que la literatura recrea. La presencia del cuerpo en toda relación amorosa es evidente. El cuerpo tiene mucho que ver en cualquier historia de amor. Su protagonismo es de primer orden. Ahora bien: ¿qué tiene que ver con el amor? ¿Qué valor tiene el cuerpo? ¿Cuál es su papel? o El cuerpo banalizado pp. 80-83 Una forma de entender la realidad corporal del ser humano es ‘yo tengo cuerpo’. En consonancia con el yo atomizado propuesto por la filosofía moderna, el cuerpo es parte de uno mismo, pero no es uno mismo. Corporalidad –en su sentido más amplio, incluida su dimensión sexual- es una realidad de la que uno dispone, algo con lo que uno cuenta. Son realidades mías. No en el sentido de que sean partes de mí, sino en el sentido de que me pertenecen sin condicionarme. De la misma forma que tengo unos zapatos y hago con ellos lo que mejor me venga, con mi cuerpo también: si se quiere se mantiene el género, por ejemplo; si no, se cambia. Cada uno, único propietario de su cuerpo y sexualidad, dispone de él como le apetezca o como piense que mejor le pueda servir. Por decirlo de otra forma: el cuerpo es extrínseco a mi persona, es ajeno. El cuerpo está para uno, y –en el mejor sentido de la expresión- uno no le debe nada. Entonces, ¿exigen los cuerpos un respeto? Por supuesto. Afortunadamente nuestra cultura ha alcanzado una sensibilidad ecologista que vela por relaciones respetuosas con el cuerpo... como con las aguas fluviales, los valles amenazados por la continua expansión de kilómetros de asfalto que lo invaden todo, la especie de monos en extinción o la contaminación ambiental. Esto es, se respeta el propio cuerpo como algo bueno, valioso, que merece ser cuidado y protegido, al tiempo que se considera como algo ajeno a lo que uno es, de lo que se dispone, con lo que cuento... y que más me vale cuidarlo. En cierto modo, es una vuelta a los antiguos dualismos filosóficos: espíritu y cuerpo, dos elementos yuxtapuestos; como el preso encerrado en la prisión, así el alma en el cuerpo. Si bien el pensamiento moderno, más que un dualismo, supone un ‘pluralismo’: no es que cuerpo y 2 espíritu sean dos realidades yuxtapuestas, sino que todo en el hombre moderno se encuentra yuxtapuesto: sentimientos, razón, cuerpo, tiempo, relaciones sociales, compromisos profesionales... Cada realidad tiene su propia autonomía, y la libertad es la que centraliza, sin tener que armonizar más allá de lo que exija la mera supervivencia. Las consecuencias de esta interpretación de la realidad corporal son muchas. Una de ellas, que el cuerpo se puede usar como si nada tuviese que ver con el amor. El cuerpo es carne, en el sentido de que las únicas leyes que le regirán con indiscutible autoridad serán las leyes físicas, químicas y biológicas. El sexo queda liberado de todo aquello que sea ajeno al sagrado código de la salud. Octavio Paz ha tratado el tema con lucidez en La llama doble, y delata que la licencia sexual, la moral permisiva ha degradado a Eros, ha corrompido a la imaginación humana, ha resecado las sensibilidades y ha hecho de la libertad sexual la máscara de la esclavitud de los cuerpos1 . El sexo se acerca más a la práctica de un deporte que a un lenguaje humano. No hay transgresiones de tipo moral. Se aconseja ganar en insensibilidad, pues no sería conveniente ligarse personalmente por el mero hecho de tener contactos corporales, igual que no se liga uno a otro por dejarle el coche. Los límites son evidentes: que no me estropee el cuerpo... ni el coche. Lógicamente, la sexualidad se trata con soltura, desenfado y ‘naturalidad’. Alguien comentaba la sorpresa que le supuso ver en el New York Times una fotografía de dos jóvenes sonrientes que exhibían unos condones en la mano. Se quejaba de la falta de intimidad natural. Habría que preguntarle: ¿Intimidad? Tratar la sexualidad no requiere mayor complejidad. ¿Por qué rodear de misterio la biología? Hablar abiertamente de cualquier cosa con cualquiera, o en público, supone pasos adelante en esta liberación. Hacer lo que sea con quien se pueda es alcanzar el derecho al placer sexual, como se puede ejercer el derecho a entrar en las salas de juego, a practicar un deporte o a fumarse un puro. Esta despersonalización del cuerpo llena páginas de literatura de nuestro siglo. En ocasiones no hacen más que reflejar una realidad cultural y social. El protagonista de Albert Camus, el extranjero, exponente del nihilismo más rotundo, experimenta y reconoce este deseo despersonalizado de sexualidad durante su estancia en la prisión; no lo combate, sino que lo acepta: Me atormentaba, por ejemplo, el deseo de una mujer. Era natural, dada mi juventud. No pensaba nunca particularmente en Marie. Pero pensaba con tal intensidad en una mujer, en las mujeres, en todas las que había conocido, en todas las circunstancias en que las había amado, que mi celda se llenaba de todos los rostros y se poblaba de todos mis deseos. Ese pensamiento me desequilibraba en un sentido. Pero en otros, mataba el tiempo. Había terminado por ganar la simpatía del guardián jefe que, a la hora de las comidas, acompañaba al mozo de cocina. Fue él quien, primero, me habló de mujeres. Me dijo que ésa era la primera cosa de la que se quejaban los otros. Le dije que yo era como ellos y que consideraba este tratamiento injusto.2 Otros autores crean situaciones en las que el cuerpo es banalizado -carne, frío objetopara delatar este comportamiento como algo lejano y opuesto a la verdad de la experiencia amorosa. Divakaruni lo expresa con densidad y fuerza –esta vez referido al amor a su hijo-: Conteniendo la respiración, estrecho a Bijoy entre mis brazos. ‘Mi talismán.’ En el mismo instante en que formulo ese pensamiento, una terrible objetividad se apodera de mí. Por primera vez veo a mi hijo como lo hará un desconocido: un niño delgado de 1 La llama doble, pág. 154 2 El extranjero, pág. 81 3 piel oscura, bastante anodino, con un resto de ketchup de la comida ensuciándole la barbilla. (97) Angustiada, beso a Bijoy varias veces. Eres el mejor niño del mundo, susurro a modo de ardiente disculpa. De todas formas, en la boca me queda un tenue regusto amargo, como de agua de mar.3 o El cuerpo sacralizado pp. 83-91 C. S. Lewis nos introduce en otra forma de relacionarse con el cuerpo. Entiende que el cuerpo no es carne, sino algo más. En una de sus observaciones en torno a la pena de la ausencia de su mujer -recientemente aniquilada por el cáncer-, escribe: Tiempo, espacio y cuerpo eran los verdaderos elementos que nos unían, los hilos de teléfono a través de los cuales nos comunicábamos. Si se corta uno de ellos o los dos al mismo tiempo, para el caso es lo mismo, ¿cómo no va a interrumpirse la comunicación?4 Tiempo, espacio y cuerpo. Lógico. Aquel a quien se ama no es una idea, ni una sombra: es un yo encarnado en un físico concreto. Cada uno es también su cuerpo. El yo y el tú son una realidad espiritual y carnal a un mismo tiempo. La persona es corporal, y el cuerpo personal. Una gran unidad. Cuando uno habla, el cuerpo se vuelve voz, algo sensible, y el otro se bebe sus palabras. Cuando uno pone sus labios en la mejilla del otro, el alma besa. El anciano protagonista de Vergílio Ferreira habla a su mujer, rememorando momentos de su juventud: Yo inventaba tu cuerpo, me gustaría contártelo. Inventaba su eternidad, tu cuerpo salía entero a la superficie, se hacía perfectamente visible. No quedabas tú a un lado y tu cuerpo al otro. Era la alegría, la vida entera estaba allí. Entera perfecta, pero no eras sólo tú. Tu cuerpo no era sólo tú. En él estaba el mar y la arena y todo lo que convergía para que tu vitalidad se desbordara. Porque un cuerpo perfecto, querida, necesita mucho espacio a su alrededor para irradiar su perfección. Dios está en todas partes por eso. Existía un vínculo entre tú y las cosas, hasta con las más distantes, para que se cumpliera tu divinidad. Había un pacto entre tú y lo que existe, que es lo que se ve y lo que no se ve de eso que se ve. Espíritu carnal, se debe de llamar así. Y era allí donde me parecías más comprensible. Trascendente corpórea. Sencilla y enorme verdad de ser tú. Y si no consigo explicártelo, a ver si alguien te ayuda un poco. Sobre una roca contra el sol. De la materia de la roca y de la luz. Cuerpo triunfante, es lo que mejor recuerdo. Cuerpo denso y ágil. Furtivo. Tenías el alma toda hacia fuera como los animales.5 Ciertamente se trata de un texto de enorme carga poética. Aunque recurre a imágenes fantasiosas, quiere expresar una rotunda convicción: el cuerpo humano escapa a la mera biología. El yo personal espiritualiza el cuerpo, lo ilumina. El cuerpo, entonces, reclama cierta sacralidad. La misma sacralidad que reclama el tú: ...venías de dentro de ti y llegabas al límite de los dedos, de las uñas, del pelo. Estabas en todo el cuerpo y yo te reconocía. En la piel, en los gestos. En los ojos eléctricos vivísimos.6 3 Chitra Divakaruni, El nombre de las estrellas, Ediciones B, Barcelona 2002, págs. 96-97 4 Una pena en observación, pág. 23 5 Vergílio Ferreira, En nombre de la Tierra, Acantilado, Barcelona 2003, pág. 51 6 Vergílio Ferreira, En nombre de la Tierra, Acantilado, Barcelona 2003, pág. 123 4 El racionalismo tiene cerrada la puerta a esta literatura que espiritualiza la carne. Como uno recurre a las gafas de sol cuando la claridad es tanta que le daña, así el hombre es tentado a ponerse los anteojos de la razón cuando la formidable riqueza de lo real es tanta que le supera. Las lentes filtran, y los ojos ya se sienten cómodos con esa luminosidad rebajada; el racionalista experimenta cierta seguridad cuando simplifica una realidad demasiado rica para ser analizada. Encontramos toda una literatura que sacraliza el cuerpo, que lo advierte misterioso. Como afirma Octavio Paz, “para los amantes el cuerpo piensa y el alma se toca, es palpable”7 . Las relaciones que se originan por esta sacralización del cuerpo son portentosas, inimaginables e inconcebibles para quien no las ha vivido. La literatura nos ilumina unos rincones fabulosos. Nos detenemos en los dos más básicos. a) Importa que sea él, más que su estado pp. 85-86 El mismo anciano de Vergílio Ferreira escribe a su mujer, de joven bailarina de cuerpo irresistible, ahora deteriorada por el Alzheimer: Querida. Si pudieras venir. Me gustaría tanto verte. En cualquier edad de la vida, que estarías en todas porque en todas tengo necesidad de amarte. En la edad joven de tu pelo a lo garçon, en tu edad impulsiva cuando eras más enérgica que la vida, mujer eléctrica, cuando yo me quedaba exhausto sólo con mirarte. O más tarde, a la hora de esta diosa de la primavera que tengo aquí. O incluso ya al final, cuando te llevaba de la mano, renqueante, incómoda con todas las piezas de tu ser, e íbamos a comer al restaurante que había frente a nuestra casa. Si pudieras venir. A pesar de todo.8 Por supuesto que la atracción de la belleza del cuerpo tuvo su papel en el comienzo de la mayor parte de las historias de amor. Pero pronto se sufre una transformación: lo que más interesa del cuerpo es quien es, y no los placeres que pueda proporcionar. ¿Qué amante puede resistirse a besar el cuerpo de su amado? Deforme... y le dice guapo. Hediondo... y no cobra distancia buscando aires mejores. Roto... y lo acaricia. En un estado repugnante... y deseado. El cuerpo es trascendido. Se ama la persona, y el amor enseña que la persona es corporal, allí se encuentra, en esa concreta realidad material se me tiende un puente que nos comunica, pues sabe que a través de él le llega –o mejor, que le llega llegándole al cuerpo-. Unamuno lo expresa con desgarro, referido a sí mismo: no siento nada cuando rozo las piernas de mi mujer pero me duelen las mías si a ella le duelen las suyas. b) Hablamos con el cuerpo pp. 87-91 La pareja como la fundación de un nosotros, pretende la confusión completa del yo y el tú. Completa significa eso: completa. Si bien es verdad que no resulta posible realizar esa absoluta fusión, no deja de buscarse. Procura realizar la confluencia de dos vidas, confundirse en una sola, con una compenetración integral y lo más perfecta posible. La fusión a la que aspira el ‘nosotros’ se realiza en las vidas… y en los cuerpos. La intimidad se manifiesta corporalmente. La unión se realiza espiritual, psíquica y físicamente. Esta es la razón por la que la amorosa entrega corporal necesariamente se rodea de magia y de misterio, de ternura e intimidad. Cada uno es también su cuerpo. Por eso, el cuerpo siempre habla: dice la verdad cuando manifiesta y expresa la relación existente entre amante y amado; engaña cuando no se corresponden sus actos con la relación espiritual real entre ambos. Mentir con el cuerpo daña dolorosamente el amor. Ernesto Sábato lo ha expresado magistralmente. Su protagonista advierte que no acaban de amarse María y él. Sus vidas no están unidas; es más: ella está casada, no le pertenece, no se le ha entregado. Le entrega su cuerpo buscando una garantía, y se da cuenta después de que es pernicioso. Mentir con el 7 La llama doble, pág. 119 8 En nombre de la Tierra, pág. 64 5 cuerpo -entregarlo cuando de hecho no se ha entregado la vida- perjudica porque esa unión corporal no expresa la realidad: Durante más de un mes nos vimos casi todos los días. No quiero rememorar en detalle todo lo que sucedió en ese tiempo a la vez maravilloso y horrible. Hubo demasiadas cosas tristes para que desee rehacerlas en el recuerdo. María comenzó a venir al taller. La escena de los fósforos, con pequeñas variaciones, se había reproducido dos o tres veces y yo vivía obsesionado con la idea de que su amor era, en el mejor de los casos, amor de madre o de hermana. De modo que la unión física se me aparecía como una garantía de verdadero amor. Diré desde ahora que esa idea fue una de las tantas ingenuidades mías, una de esas ingenuidades que seguramente hacían sonreír a María a mis espaldas. Lejos de tranquilizarme, el amor físico me perturbó más, trajo nuevas y torturantes dudas, dolorosas escenas de incomprensión, crueles experimentos con María. Las horas que pasamos en el taller son horas que nunca olvidaré. Mis sentimientos, durante todo ese período, oscilaron entre el amor más puro y el odio más desenfrenado, ante las contradicciones y las inexplicables actitudes de María; de pronto me acometía la duda de que todo era fingido. Por momentos parecía una adolescente púdica y de pronto se me ocurría que era una mujer cualquiera, y entonces un largo cortejo de dudas desfilaba por mi mente: ¿dónde? ¿cómo? ¿quiénes? ¿cuándo? En tales ocasiones, no podía evitar la idea de que María representaba la más sutil y atroz de las comedias y de que yo era, entre sus manos, como un ingenuo chiquillo al que se engaña con cuentos fáciles para que coma o duerma. A veces me acometía un frenético pudor, corría a vestirme y luego me lanzaba a la calle, a tomar fresco y a rumiar mis dudas y aprensiones. Otros días, en cambio, mi reacción era positiva y brutal: me echaba sobre ella, le agarraba los brazos como con tenazas, se los retorcía y le clavaba la mirada en sus ojos, tratando de forzarle garantías de amor, de verdadero amor. El relato está lleno de matices, y muestra el debate interno de quien sabe que miente con su cuerpo, y al entregarlo se perjudica. Se mueve lejos del amor verdadero. Y continúa: Pero nada de todo esto es exactamente lo que quiero decir. Debo confesar que yo mismo no sé lo que quiero decir con eso del «amor verdadero», y lo curioso es que, aunque empleé muchas veces esa expresión en los interrogatorios, nunca hasta hoy me puse a analizar a fondo su sentido. ¿Qué quería decir? ¿Un amor que incluyera la pasión física? Quizá la buscaba en mi desesperación de comunicarme más firmemente con María. Yo tenía la certeza de que, en ciertas ocasiones, lográbamos comunicarnos, pero en forma tan sutil, tan pasajera, tan tenue, que luego quedaba más desesperadamente solo que antes, con esa imprecisa insatisfacción que experimentamos al querer reconstruir ciertos amores de un sueño. Sé que, de pronto, lográbamos algunos momentos de comunión. Y el estar juntos atenuaba la melancolía que siempre acompaña a esas sensaciones, seguramente causada por la esencial incomunicabilidad de esas fugaces bellezas. Bastaba que nos miráramos para saber que estábamos pensando o, mejor dicho, sintiendo lo mismo. Claro que pagábamos cruelmente esos instantes, porque todo lo que sucedía después parecía grosero o torpe. Cualquier cosa que hiciéramos (hablar, tomar café) era doloroso, pues señalaba hasta qué punto eran fugaces esos instantes de comunidad. Y, lo que era mucho peor, causaban nuevos distanciamientos porque yo la forzaba, en la desesperación de consolidar de algún modo esa fusión, a unirnos corporalmente; sólo lográbamos confirmar la imposibilidad de prolongarla o consolidarla mediante un acto material. Pero ella agravaba las cosas porque, quizá en su deseo de borrarme esa idea fija, aparentaba sentir un verdadero y casi increíble placer; y entonces venían las escenas de vestirme rápidamente y huir a la calle, o de apretarle brutalmente los brazos y querer forzarle confesiones sobre 6 la veracidad de sus sentimientos y sensaciones. Y todo era tan atroz que cuando ella intuía que nos acercábamos al amor físico, trataba de rehuirlo. Al final había llegado a un completo escepticismo y trataba de hacerme comprender que no solamente era inútil para nuestro amor sino hasta pernicioso. Con esta actitud sólo lograba aumentar mis dudas acerca de la naturaleza de su amor, puesto que yo me preguntaba si ella no habría estado haciendo la comedia y entonces poder ella argüir que el vínculo físico era pernicioso y de ese modo evitarlo en el futuro; siendo la verdad que lo detestaba desde el comienzo y, por lo tanto, que era fingido su placer. Naturalmente, sobrevenían otras peleas y era inútil que ella tratara de convencerme: sólo conseguía enloquecerme con nuevas y más sutiles dudas, y así recomenzaban nuevos y más complicados interrogatorios. Lo que más me indignaba, ante el hipotético engaño, era el haberme entregado a ella completamente indefenso, como una criatura. -Si alguna vez sospecho que me has engañado -le decía con rabia- te mataré como a un perro. Le retorcía los brazos y la miraba fijamente en los ojos, por si podía advertir algún indicio, algún brillo sospechoso, algún fugaz destello de ironía. Pero en esas ocasiones me miraba asustada como un niño, o tristemente, con resignación, mientras comenzaba a vestirse en silencio. Un día la discusión fue más violenta que de costumbre y llegué a gritarle puta. María quedó muda y paralizada. Luego, lentamente, en silencio, fue a vestirse detrás del biombo de las modelos; y cuando yo, después de luchar entre mi odio y mi arrepentimiento, corrí a pedirle perdón, vi que su rostro estaba empapado en lágrimas. No supe qué hacer: la besé tiernamente en los ojos, le pedí perdón con humildad, lloré ante ella, me acusé de ser un monstruo cruel, injusto y vengativo. Y eso duró mientras ella mostró algún resto de desconsuelo, pero apenas se calmó y comenzó a sonreír con felicidad, empezó a parecerme poco natural que ella no siguiera triste: podía tranquilizarse, pero era sumamente sospechoso que se entregase a la alegría después de haberle gritado una palabra semejante y comenzó a parecerme que cualquier mujer debe sentirse humillada al ser calificada así, hasta las propias prostitutas, pero ninguna mujer podría volver tan pronto a la alegría, a menos de haber cierta verdad en aquella calificación. Escenas semejantes se repetían casi todos los días. A veces terminaban en una calma relativa y salíamos a caminar por la Plaza Francia9 como dos adolescentes enamorados. Pero esos momentos de ternura se fueron haciendo más raros y cortos, como inestables momentos de sol en un cielo cada vez más tempestuoso y sombrío. Mis dudas y mis interrogatorios fueron envolviéndolo todo, como una liana que fuera enredando y ahogando los árboles de un parque en una monstruosa trama.10 Esta forma de concebir la sexualidad entiende que la promiscuidad disuelve el amor, y está siempre atento a que el sexo no se convierta en mera ocasión de diversión y en pasatiempo. o El cuerpo absolutizado pp. 92-95 También existe la posibilidad de que la propia identidad no vaya más allá del propio cuerpo. Puede no ser pensado así de forma expresa, pero sí puede quedar implícitamente aceptado este presupuesto. Es el caso de la cultura del carpe diem, de vivir el momento, sin proyectos ni planteamientos que trasciendan un pragmático ‘ahora y aquí, esto es lo que hay’. 9 Plaza Francia: plaza cercana al cementerio de la Recoleta. 10 Ernesto Sábato, El túnel, págs. 106-109 7 Si la corporalidad es todo lo que hay, habrá que estar atento a lo que pida: cuando pide más, darle más; cuando rechaza, rechazar. Él es el absoluto. Resulta expresiva la llamada de atención que hace Kundera mediante el Doctor Havel a una de sus enfermeras: Querida Alzbeta, no consigo entenderla. A diario anda usted metida en heridas infectadas, pincha arrugados culos de viejecitos, pone enemas, retira bacenillas. El destino le ha otorgado una envidiable oportunidad de comprender la corporalidad humana en toda su vanidad metafísica. Pero su vitalidad es incorregible. Su encarnizada voluntad de ser cuerpo, y nada más que cuerpo, es inamovible. ¡Sus pechos son capaces de restregarse contra un hombre que esté a cinco metros de usted! Ya me da vueltas la cabeza de los eternos círculos que describe al andar su incansable trasero. ¡Diablos, aléjese de mí! ¡Esas tetas suyas están en todas partes, como Dios! ¡Hace ya diez minutos que debería haber ido a poner inyecciones!11 * * * Es abundante la literatura que advierte y se revela contra la indignidad con la que se trata a la persona cuando ésta no hace respetar su cuerpo, o cuando la misma persona no mima la dignidad de su propio cuerpo exhibiéndolo, que es un modo de comerciar con él. Pérez Reverte protesta con este artículo: Muchas veces me avergoncé de ser hombre. Las razones son diversas, pero no hay cosa que me saque más los colores que cierto tipo de rituales varoniles, charlas de barra de bar, actitudes a la vista de ejemplares del otro sexo. Fulanos que dan por supuesto que el mundo es un coto de caza y ellos los gallitos del corral. Miradas castigadoras que dicen aquí estoy, pequeña, siempre listo, dispuesto a hacerte esto y lo otro. A comerte los higadillos. Esas actitudes se dan tanto en individuos con viruta y poder, como en tiñalpas de medio pelo y en mierdecillas impresentables. He llegado a comprobar cómo hasta el animal de bellota más grosero y vil da por supuesto que toda mujer anda loca por sus encantos. También existe el solapado hipócrita disfrazado de misa diaria, de profesor bondadoso o de jefe comprensivo, que acecha el momento -académico, laboral- con la mirada huidiza de quien ni siquiera tiene el indecente valor, o la desvergüenza, de plantear la cosa por las bravas. Pero también mis primas, a veces, lo ponen fácil. Asumiendo el riesgo de que el Sindicato de Erizas en Pie de Guerra (SEPG) me ponga como hoja de perejil, diré que un depredador se extingue cuando no encuentra presas disponibles; pero el mundo está lleno de cabritas esperando que se las coma el lobo. Eso hace que se confundan los papeles. También están las que, por necesidad -la supervivencia es un motivo tan legítimo como cualquier otro- aceptan jugar en terrenos equívocos. Todo eso viene a cuento porque una amiga acaba de contarme su última entrevista de trabajo. A la mitad yo sabía cómo terminaba la historia. Y no porque sea demasiado listo. Imaginen el primer acto. Reunión de trabajo para conocer a futura colaboradora.. Tres socios, charla empresarial, whisky. Ella, mujer con excelente currículum, que necesita ese trabajo, ha caído en la trampa desde el principio: vestida de niña bien, quiere estar guapa y agradar. Pide una tónica. Tras un par de whiskys, dos socios se despiden. Ella siente que el trabajo es suyo. El jefe le pide que se quede para ultimar detalles. Segundo acto. Ella aferra su tónica mientras el jefe inicia una serie de halagos hacia su persona: lo inteligente que es y la mucha clase que tiene. Lo lejos que puede llegar en la empresa. Ella empieza a sentirse incómoda, da sorbitos a la tónica. Al jefe el tercer whisky empieza a volverle la lengua pastosa, y su mirada se vuelve desagradable. De vez en cuando se le escapa la mano y le toca la rodilla. Todo muy paternal, pero ni los ojos ni la mano son los de un padre. Entonces ella comete el segundo error. Necesita ese trabajo, así que en vez de decirle a esa basura que vaya a tocarle la rodilla a su madre, se 11 Milan Kundera, El doctor..., en El libro de los amores ridículos, pág. 104 8 queda allí, soportándolo. Está segura de que puede con él. Cree que logrará mantenerlo en su sitio. Que si aguanta firme, conseguirá el maldito trabajo. De modo que permanece allí, con su trajecito y su bolso de niña bien, patéticamente agarrada a su vaso de tónica. Conteniendo las lágrimas de asco y vergüenza. Tercer error: ella no se ha ido todavía cuando el miserable cambia de táctica. Empieza a hacerle un cuestionario personal y termina desvariando sobre el sexo, mezclando el asunto con consideraciones sobre la existencia o la no existencia de Dios; porque él, eso quiere dejarlo muy claro, es creyente. Al poco rato pregunta si es lesbiana. Y ella no le estampa el vaso de tónica en la cara, por imbécil además de rijoso, sino que todavía aguanta allí, discutiendo el asunto. Por fin, convencido de que no hay nada que rascar, el fulano finaliza la entrevista. Te llamaré para el trabajo, promete. Por supuesto, no llamará nunca. Moraleja de esta bonita y edificante historia: algunos hombres son capaces de portarse como canallas, pero algunas mujeres son capaces de tragar lo intragable. De no ver con lucidez, cegadas por la necesidad, los límites donde se impone la palabra basta. Éste no es el mejor de los mundos posibles; casi siempre es el peor, y en ese contexto hay juegos que no pueden mantenerse impunemente, ignorando los riesgos y los precios a pagar. La infamia se alimenta de la complicidad, la necesidad y el miedo. Es injusto y terrible, pero es lo que hay. El mundo, el dinero, los puestos de trabajo, siguen estando a menudo en manos de gentuza como el hijo de puta que acabo de describir líneas arriba. Tarde o temprano, la cuestión termina en un simple lo tomas o lo dejas. Y a la dignidad de cada cual corresponde establecer los límites.12 12 Arturo Perez Reverte, Tú vales mucho, Artículo de El Semanal 12 marzo 2000
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