lunes, 20 de febrero de 2017
Domingo 7º del Tiempo Ordinario. Año A. La caridad con el prójimo. Del «Ojo por ojo y diente por diente», al amor de misericordia y al perdón. La plenitud de la Ley en el mandamiento nuevo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». El mundo de los hombres puede hacerse cada vez más humano, únicamente si introducimos en el ámbito pluriforme de las relaciones humanas y sociales, junto con la justicia, el «amor misericordioso» que constituye el mensaje mesiánico del evangelio.
1 Domingo 7º del Tiempo Ordinario. Año A. La caridad con el prójimo. Del «Ojo por ojo y diente por diente», al amor de misericordia y al perdón. La plenitud de la Ley en el mandamiento nuevo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». El mundo de los hombres puede hacerse cada vez más humano, únicamente si introducimos en el ámbito pluriforme de las relaciones humanas y sociales, junto con la justicia, el «amor misericordioso» que constituye el mensaje mesiánico del evangelio. Cfr. 7ª semana del Tiempo Ordinario, Ciclo A, 23 de febrero de 2014 Levítico 19, 1-2.17-18; Salmo 102; 1 Corintios 3, 16-23; Mateo 5, 38-48 Levítico 19, 1-2.17-18: 1 Habló Yahveh a Moisés, diciendo: 2 Habla a toda la comunidad de los israelitas y diles: Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo. 17 No odies en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu prójimo, para que no te cargues con pecado por su causa. 18 No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor. Mateo 5, 38-48: 38 Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. 39 Pero yo os digo: No repliquéis al malvado; por el contrario, si alguien te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la otra. 40 Al que quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica, déjale también la capa. 41 A quien te fuerce a andar una milla, ve con él dos. 42 A quien te pida, dale; y no rehúyas al que quiera de ti algo prestado. 43 Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. 44 Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, 45 para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los Cielos, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores. 46 Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? ¿Acaso no hacen eso también los publicanos? 47 Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿Acaso no hacen eso también los paganos? 48 Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto. Éste es el segundo domingo, en el que vemos la comparación que Jesús hace entre la Ley del Antiguo Testamento con la del Nuevo Testamento. Y declara que él no ha venido para abolir los preceptos de la ley antigua, sino a “darle su plenitud”; no anula la Ley de Moisés sino que la lleva a la plenitud, y descubre la radicalidad del Decálogo (Cfr. Mateo 5, 17.48). Recordamos que, para explicar sus palabras, Jesús pone 6 ejemplos (sobre el precepto de no matar, de no cometer adulterio, sobre el divorcio, sobre el juramento en falso, sobre la ley del talión y sobre cl comportamiento con el prójimo), y que la fórmula que usa es la de: “habéis oído que se dijo … pero yo os digo …”. En el Evangelio de hoy vemos lo que dijo sobre los dos últimos ejemplos, es decir, sobre la ley del talión y sobre el amor al prójimo, incluido el enemigo. Dice, a este propósito, el Concilio Vaticano II: “Está claro que todos los cristianos, de cualquier estado y condición, está llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor. Esta santidad favorece, también en la sociedad terrena, un estilo de vida más humano (Constitución Lumen gentium, 40). Del «Ojo por ojo y diente por diente», al amor de misericordia y al perdón. La plenitud de la Ley, en el mandamiento nuevo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» 1. "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Juan 13,34)” La plenitud del Nuevo Testamento consiste en amarnos unos a otros como Jesús nos ha amado. • Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, 1: “En un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia, éste es un mensaje de gran actualidad y con un significado muy concreto”. • Benedicto XVI, Visita de Cortesía a los dos grandes Rabinos de Jerusalén, 12 de mayo de 2009: “Pido a Dios, que escruta nuestros corazones y conoce nuestros pensamientos (cf. Salmo 139,23), que siga iluminándonos con su sabiduría, a fin de que cumplamos sus mandamientos de amarlo a él con todo nuestro 2 corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas (cf. Deuteronomio 6,5) y de amar al prójimo como a nosotros mismos (cf. Levítico 19,18)”. • Benedicto XVI, Discurso en la Jornada de oración por la paz en el mundo, Asís 24 de enero de 2002: “Me dirijo ahora en particular a vosotros, hermanos y hermanas cristianos. Nuestro Maestro y Señor Jesucristo nos llama a ser apóstoles de paz. Hizo suya la regla de oro conocida por la sabiduría antigua: "Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos" (Mateo 7,12 cf. Lucas 6,31), y el mandamiento de Dios a Moisés: "Ama a tu prójimo como a ti mismo" (cf. Levítico 19, 18 Mateo 22,39 y paralelos), llevándolos a plenitud en el mandamiento nuevo: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Juan 13,34)”. 2. El espíritu de la justicia y el abuso de la idea de la misma en la práctica. Cfr. Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, n. 12 La Iglesia comparte con los hombres de nuestro tiempo este profundo y ardiente deseo de una vida justa bajo todos los aspectos y no se abstiene ni siquiera de someter a reflexión los diversos aspectos de la justicia, tal como lo exige la vida de los hombres y de las sociedades Prueba de ello es el campo de la doctrina social católica ampliamente desarrollada en el arco del último siglo. Siguiendo las huellas de tal enseñanza procede la educación y la formación de las conciencias humanas en el espíritu de la justicia, lo mismo que las iniciativas concretas, sobre todo en el ámbito del apostolado de los seglares, que se van desarrollando en tal sentido. Sería difícil no darse uno cuenta de que no raras veces los programas que parten de la idea de justicia y que deben servir a ponerla en práctica en la convivencia de los hombres, de los grupos y de las sociedades humanas, en la práctica sufren deformaciones. o Cristo contestaba a sus oyentes, fieles a la doctrina del Antiguo Testamento, la actitud que ponían de manifiesto las palabras: «Ojo por ojo y diente por diente» (Mateo 5, 38). No obstante, sería difícil no darse uno cuenta de que no raras veces los programas que parten de la idea de justicia y que deben servir a ponerla en práctica en la convivencia de los hombres, de los grupos y de las sociedades humanas, en la práctica sufren deformaciones. Por más que sucesivamente recurran a la misma idea de justicia, sin embargo la experiencia demuestra que otras fuerzas negativas, como son el rencor, el odio e incluso la crueldad han tomado la delantera a la justicia. En tal caso el ansia de aniquilar al enemigo, de limitar su libertad y hasta de imponerle una dependencia total, se convierte en el motivo fundamental de la acción; esto contrasta con la esencia de la justicia, la cual tiende por naturaleza a establecer la igualdad y la equiparación entre las partes en conflicto. Esta especie de abuso de la idea de justicia y la alteración práctica de ella atestiguan hasta qué punto la acción humana puede alejarse de la misma justicia, por más que se haya emprendido en su nombre. No en vano Cristo contestaba a sus oyentes, fieles a la doctrina del Antiguo Testamento, la actitud que ponían de manifiesto las palabras: « Ojo por ojo y diente por diente » (Mateo 5, 38).Tal era la forma de alteración de la justicia en aquellos tiempos; las formas de hoy día siguen teniendo en ella su modelo. En efecto, es obvio que, en nombre de una presunta justicia (histórica o de clase, por ejemplo), tal vez se aniquila al prójimo, se le mata, se le priva de la libertad, se le despoja de los elementales derechos humanos. La experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones. La experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por si sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones. Ha sido ni más ni menos la experiencia histórica la que entre otras cosas ha llevado a formular esta aserción: summum ius, summa iniuria. Tal afirmación no disminuye el valor de la justicia ni atenúa el significado del orden instaurado sobre ella; indica solamente, en otro aspecto, la necesidad de recurrir a las fuerzas del espíritu, más profundas aún, que condicionan el orden mismo de la justicia. Teniendo a la vista la imagen de la generación a la que pertenecemos, la Iglesia comparte la inquietud de tantos hombres contemporáneos. Por otra parte, debemos preocuparnos también por el ocaso de tantos 3 valores fundamentales que constituyen un bien indiscutible no sólo de la moral cristiana, sino simplemente de la moral humana, de la cultura moral, como el respeto a la vida humana desde el momento de la concepción, el respeto al matrimonio en su unidad indisoluble, el respeto a la estabilidad de la familia. El permisivismo moral afecta sobre todo a este ámbito más sensible de la vida y de la convivencia humana. A él van unidas la crisis de la verdad en las relaciones interhumanas, la falta de responsabilidad al hablar, la relación meramente utilitaria del hombre con el hombre, la disminución del sentido del auténtico bien común y la facilidad con que éste es enajenado. Finalmente, existe la desacralización que a veces se transforma en « deshumanización »: el hombre y la sociedad para quienes nada es « sacro » van decayendo oralmente, a pesar de las apariencias. 3. Es necesaria la práctica de la misericordia y del perdón «Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia...» (Colecta del domingo XXVI del Tiempo Ordinario). La conversión a Dios consiste siempre en descubrir su misericordia. Juan Pablo II, Dives in misericordia, 13. • La Iglesia profesa y proclama la conversión. La conversión a Dios consiste siempre en descubrir su misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno (Cfr. 1 Corintios 13, 4) a medida del Creador y Padre: el amor, al que « Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo » (2 Corintios 1, 3) es fiel hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con el hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección de su Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto del « reencuentro » de este Padre, rico en misericordia. • Catecismo de la Iglesia Católica, 277: (…) Dios manifiesta su omnipotencia convirtiéndonos de nuestros pecados y restableciéndonos en su amistad por la gracia (…) - "Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia… " - : MR, colecta del Dom XXVI). La misericordia es revelada en la cruz. Juan Pablo II, Dives in misericordia, 7 (...) Creer en el Hijo crucificado significa « ver al Padre » (Cfr. Juan 14, 9), significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa creer en la misericordia. En efecto, es ésta la dimensión indispensable del amor, es como su segundo nombre y a la vez el modo específico de su revelación y actuación respecto a la realidad del mal presente en el mundo que afecta al hombre y lo asedia, que se insinúa asimismo en su corazón y puede hacerle « perecer en la gehenna » (Mateo 10, 28). La misericordia de Jesús no es solamente un sentimiento, es mucho más. ¡Es una fuerza que da vida, que resucita al hombre! Papa Francisco, 09 de junio de 2013. Rezo del Ángelus con los fieles. La misericordia de Jesús no es solamente un sentimiento, es mucho más. ¡Es una fuerza que da vida, que resucita al hombre! Lo dice también el evangelio de hoy, en el episodio de la viuda de Nain (Lc 7,11- 17).Jesús con sus discípulos está llegando justamente a Nain, un pueblo de Galilea, en el momento mismo en que se está realizando un funeral: cargan a un joven para enterrarlo, hijo único de una mujer viuda. La mirada de Jesús se fija en seguida sobre la madre en lágrimas. Dice el evangelista Luca: “Al verla el Señor fue tomado de gran compasión por ella” (v.13). Esta “compasión es el amor de Dios por el hombre, es la misericordia, o sea la actitud de Dios hacia la miseria humana, hacia nuestra indigencia, en el sufrimiento, en la angustia. El término bíblico “compasión” llama a las vísceras maternas: la madre de hecho, tiene una reacción particular delante del dolor de los hijos. Así nos ama Dios, dice la escritura. ¿Y cuál es el fruto de este amor? ¡Es la vida! Jesús le dijo a la viuda de Nain: “¡No llores!”, y entonces llamó al joven muerto y lo despertó como de un sueño (cfr vv. 13-15). La misericordia de Dios le da la vida al hombre, lo resucita de la muerte. El Señor nos mira siempre con misericordia, nos espera con misericordia. ¡No tengamos temor de acercarnos a Él! ¡Hay un corazón misericordioso! Si le mostramos nuestras heridas interiores, nuestros pecados, ¡Él siempre nos perdona. Es pura misericordia! 4 Jesucristo resume y compendia toda la historia de la misericordia divina. San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, Homilía «La Vocación cristiana», n. 7 (…) Ahora, que se acerca el tiempo de la salvación, consuela escuchar de los labios de San Pablo que después que Dios Nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor con los hombres, nos ha liberado no a causa de las obras de justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia (Tit III,5). Si recorréis las Escrituras Santas, descubriréis constantemente la presencia de la misericordia de Dios: llena la tierra (Ps XXXII, 5), se extiende a todos sus hijos, super omnem carnem (Ecclo XVIII,12); nos rodea (Ps XXI, 10), nos antecede (Ps LVIII,11), se multiplica para ayudarnos (Ps XXXIII,8), y continuamente ha sido confirmada (Ps CXVI, 2). Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia (Ps XXIV, 7): una misericordia suave Ps CVIII, 21), hermosa como nube de lluvia (Ecclo XXV, 26). Jesucristo resume y compendia toda esta historia de la misericordia divina: bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mt V,7). Y en otra ocasión: sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso (Lc VI, 36). Nos han quedado muy grabadas también, entre otras muchas escenas del Evangelio, la clemencia con la mujer adúltera, la parábola del hijo pródigo, la de la oveja perdida, la del deudor perdonado, la resurrección del hijo de la viuda de Naím (Lc VII, 1-17). ¡Cuántas razones de justicia para explicar este gran prodigio! Ha muerto el hijo único de aquella pobre viuda, el que daba sentido a su vida, el que podía ayudarle en su vejez. Pero Cristo no obra el milagro por justicia; lo hace por compasión, porque interiormente se conmueve ante el dolor humano. ¡Qué seguridad debe producirnos la conmiseración del Señor! Clamará a mí y yo le oiré, porque soy misericordioso (Ex XXXII, 27). Es una invitación, una promesa que no dejará de cumplir. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos la misericordia y el auxilio de la gracia en el tiempo oportuno (Heb 4, 16). Los enemigos de nuestra santificación nada podrán, porque esa misericordia de Dios nos previene; y si —por nuestra culpa y nuestra debilidad— caemos, el Señor nos socorre y nos levanta. Habías aprendido a evitar la negligencia, a alejar de ti la arrogancia, a adquirir la piedad, a no ser prisionero de las cuestiones mundanas, a no preferir lo caduco a lo eterno. Pero, como la debilidad humana no puede mantener un paso decidido en un mundo resbaladizo, el buen médico te ha indicado también remedios contra la desorientación, y el juez misericordioso no te ha negado la esperanza del perdón (S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, 7). El hombre está llamado a «usar misericordia» con los demás. Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, n. 14 • Jesucristo ha enseñado que el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a « usar misericordia » con los demás: « Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia » (Mateo 5,7). La Iglesia ve en estas palabras una llamada a la acción y se esfuerza por practicar la misericordia. Si todas las bienaventuranzas del sermón de la montaña indican el camino de la conversión y del cambio de vida, la que se refiere a los misericordiosos es a este respecto particularmente elocuente. El hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo. o Ello constituye todo un estilo de vida, una característica esencial y continua de la vocación cristiana. Este proceso auténticamente evangélico no es sólo una transformación espiritual realizada de una vez para siempre, sino que constituye todo un estilo de vida, una característica esencial y continua de la vocación cristiana. Consiste en el descubrimiento constante y en la actuación perseverante del amor en cuanto fuerza unificante y a la vez elevante: —a pesar de todas las dificultades de naturaleza psicológica o social—se trata, en efecto, de un amor misericordioso que por su esencia es amor creador. (…) o La misericordia se hace elemento indispensable para plasmar las relaciones mutuas entre los hombres, en el espíritu del más profundo respeto de lo que es humano y de la recíproca fraternidad. La misericordia se hace elemento indispensable para plasmar las relaciones mutuas entre los hombres, en el espíritu del más profundo respeto de lo que es humano y de la recíproca fraternidad. Es imposible lograr establecer este vínculo entre los hombres si se quiere regular las mutuas relaciones únicamente con la medida de la justicia. Esta, en todas las esferas de las relaciones interhumanas, debe experimentar por decirlo así, una notable « corrección » por parte del amor que—como proclama san 5 Pablo—es « paciente » y « benigno », o dicho en otras palabras lleva en sí los caracteres del amor misericordioso tan esenciales al evangelio y al cristianismo. (…) El mundo de los hombres puede hacerse cada vez más humano, únicamente si introducimos en el ámbito pluriforme de las relaciones humanas y sociales, junto con la justicia, el «amor misericordioso» que constituye el mensaje mesiánico del evangelio. Si Pablo VI indicó en más de una ocasión la « civilización del amor » (Pablo VI. Enseñanzas al Pueblo de Dios (1975), p. 482) como fin al que deben tender todos los esfuerzos en campo social y cultural, lo mismo que económico y político, hay que añadir que este fin no se conseguirá nunca, si en nuestras concepciones y actuaciones, relativas a las amplias y complejas esferas de la convivencia humana, nos detenemos en el criterio del « ojo por ojo, diente por diente » (Mt 5, 38) y no tendemos en cambio a transformarlo esencialmente, superándolo con otro espíritu. Ciertamente, en tal dirección nos conduce también el Concilio Vaticano II cuando hablando repetidas veces de la necesidad de hacer el mundo más humano,(Cfr. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 40) individúa la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo precisamente en la realización de tal cometido. El mundo de los hombres puede hacerse cada vez más humano, únicamente si introducimos en el ámbito pluriforme de las relaciones humanas y sociales, junto con la justicia, el « amor misericordioso » que constituye el mensaje mesiánico del evangelio. El mundo de los hombres puede hacerse « cada vez más humano », solamente si en todas las relaciones recíprocas que plasman su rostro moral introducimos el momento del perdón, tan esencial al evangelio. El mundo de los hombres puede hacerse « cada vez más humano », solamente si en todas las relaciones recíprocas que plasman su rostro moral introducimos el momento del perdón, tan esencial al evangelio. El perdón atestigua que en el mundo está presente el amor más fuerte que el pecado. El perdón es además la condición fundamental de la reconciliación, no sólo en la relación de Dios con el nombre, sino también en las recíprocas relaciones entre los hombres. Un mundo, del que se eliminase el perdón, sería solamente un mundo de justicia fría e irrespetuosa, en nombre de la cual cada uno reivindicaría sus propios derechos respecto a los demás; así los egoísmos de distintos géneros, adormecidos en el hombre, podrían transformar la vida y la convivencia humana en un sistema de opresión de los más débiles por parte de los más fuertes o en una arena de lucha permanente de los unos contra los otros. (…) ¡Cuántas veces repetimos las palabras de la oración que El mismo nos enseñó, pidiendo: « perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores », es decir, a aquellos que son culpables de algo respecto a nosotros (Mateo 6, 12)! (…) La conciencia de ser deudores unos de otros va pareja con la llamada a la solidaridad fraterna que san Pablo ha expresado en la invitación concisa a soportarnos « mutuamente con amor » (Efesios 4, 2; cfr. Gálatas 6, 2). (…) Es obvio que una exigencia tan grande de perdonar no anula las objetivas exigencias de la justicia. Es obvio que una exigencia tan grande de perdonar no anula las objetivas exigencias de la justicia. La justicia rectamente entendida constituye por así decirlo la finalidad del perdón. En ningún paso del mensaje evangélico el perdón, y ni siquiera la misericordia como su fuente, significan indulgencia para con el mal, para con el escándalo, la injuria, el ultraje cometido. En todo caso, la reparación del mal o del escándalo, el resarcimiento por la injuria, la satisfacción del ultraje son condición del perdón. 3. El hombre está llamado a perdonar Cfr. Jutta Burggraf, Amar y alabar, en Scripta Theologica 36 (2004/1), pp. 149-170 El Dios del perdón. Un Dios que se conmueve ante nuestro destino o Tres ejemplos en el Evangelio En su paso por la tierra, Jesucristo perdona los pecados a los que se arrepienten de ellos; al mismo tiempo nos revela la alegría de Dios al perdonar; nos muestra a un Dios que se “conmueve” ante nuestro destino. La parábola de la oveja extraviada, por ejemplo, nos da a conocer la felicidad del pastor que recupera su pequeño animal; no dice nada sobre el “estado anímico” de la oveja: cuando el pastor la encuentra, se la coloca, rebosante de alegría, sobre los hombros [Cfr. Lc 15,3-7]. 6 En la narración de la mujer pobre que ha perdido una moneda, Jesús nos lleva de nuevo más allá de la escena cotidiana. El desvalimiento y la angustia de esta pobre mujer son una imagen de otro dolor, en este caso infinito: el “dolor” del mismo Dios en su búsqueda del hombre perdido. A través de la protagonista de la parábola, Jesús nos habla de Dios que está removiendo cielo y tierra para encontrar lo que está perdido. Y la alegría de la mujer al encontrar su moneda es la felicidad de Dios por haber encontrado al hombre desviado [Cfr. Lc 15,8-10]. La historia del hijo pródigo expresa el mismo hecho con la máxima claridad. Cuando el padre ve a su hijo volver a él -descamisado, delgado y mugriento-, corre a abrazarle, sin juzgarle, sin hacerle reproches, sin ni siquiera decirle “te perdono”. El padre sólo tiene un deseo: recuperar a su hijo, vivir en comunión con él. Este deseo es más fuerte que las heridas que el joven le ha provocado [Cfr. Lc 15, 11-24]. Así ama Dios a los hombres. Baja del cielo para liberarles de su culpa y su miseria. No es nuestro amor la causa y la medida del perdón divino. Es el amor misericordioso y absolutamente gratuito de Dios el que, por el contrario, tiende a provocar nuestro amor contrito y agradecido [Cfr. Ef 2,8]. o El hombre está llamado a perdonar al enemigo Jesucristo llama a sus discípulos a una actitud enteramente nueva. Jesucristo llama a sus discípulos a una actitud enteramente nueva. Es también nueva su invitación a perdonar setenta veces siete, a hacer el bien a los que nos odian, a ser mansos y no violentos [Cfr. Mt 18,21- 33]. Lo esencial del mensaje cristiano es el amor a los enemigos [Cfr. Lc 6,27-28]. Es algo tan extraño, hablando tan sólo desde el punto de vista terreno, como la identificación de Dios con los pobres y marginados. El “enemigo” del que habla el Evangelio no sólo existe en la guerra. Está muy cerca de nosotros. Es aquel que ha pasado de largo ante nuestras necesidades, que nos ha hecho algún daño o que amenaza nuestra libertad. Es aquel de quien huimos y con el que no nos queremos comunicar. A lo largo de la vida, todos recibimos heridas que nos van marcando. Podemos esconderlas y sepultarlas en lo más profundo de nuestro ser, detrás de barreras que levantamos para protegernos. Pero tal actitud no lleva ni a la realización, ni a la felicidad. El odio es como una gangrena que nos carcome. La venganza y el rencor envenenan la vida. A lo largo de la vida, todos recibimos heridas que nos van marcando. Podemos esconderlas y sepultarlas en lo más profundo de nuestro ser, detrás de barreras que levantamos para protegernos. Pero tal actitud no lleva ni a la realización, ni a la felicidad. El odio es como una gangrena que nos carcome. La venganza y el rencor envenenan la vida. Hacen que las heridas se infecten en nuestro interior, creando una especie de malestar y de insatisfacción generales. Un refrán chino dice: “El que busca venganza debe cavar dos fosas.” Sólo en el perdón brota nueva vida. La palabra griega para perdonar, aphíemi, significa liberar, desatar; es saldar la deuda o el castigo. Sólo en el perdón brota nueva vida. La palabra griega para perdonar, aphíemi, significa liberar, desatar; es saldar la deuda o el castigo. Estamos invitados a liberarnos de las heridas del pasado, que a menudo dominan nuestras actuaciones y nos separan de los demás. En esta tarea, los “enemigos” son nuestros mejores maestros, porque su presencia es un reto que nos impulsa a ahondar, y nos dan así la oportunidad de conocernos y de mejorar. En su libro Mi primera amiga blanca, una periodista norteamericana de color describe cómo la opresión que su pueblo había sufrido en Estados Unidos le llevó en su juventud a odiar a los blancos, “porque han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y eliminado” [P. Raybon, My First White Friend, New York 1996, p.4s.]. La autora confiesa que, después de algún tiempo, llegó a reconocer que su odio, por muy comprensible que fuera, estaba destruyendo su identidad y su dignidad. Le cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que una chica blanca le mostraba en el colegio. Poco a poco descubría que, en vez de esperar que los blancos pidieran perdón por sus injusticias, ella tenía que pedir perdón por su propio odio y por su incapacidad de mirar a un blanco como a una persona, en vez de hacerlo como a un miembro de una raza de opresores. Encontró el enemigo en su propio interior, formado por los prejuicios y rencores que le impedían ser libre. El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva, una persona rechaza todo tipo de venganza. No habla de los demás desde sus heridas, evita juzgarlos y desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con 7 un corazón abierto. A veces hace falta comprender que en los que nos han hecho daño hay bloqueos que les impiden admitir su culpabilidad. Perdonar es tener la firme convicción de que en cada persona, detrás de todo el mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar. Significa creer en la posibilidad de transformación y de evolución de los demás. Ningún hombre está totalmente corrompido; en cada uno brilla una luz. En 1994, un monje trapense llamado Christian fue asesinado en Argelia junto a otros monjes que habían rechazado dejar su monasterio, situado en una región peligrosa. Christian dejó a su familia una carta para que la leyeran después de su muerte, en la que daba gracias a todos los que había conocido: “En este gracias por supuesto os incluyo a vosotros, amigos de ayer y de hoy... Y también a ti, amigo de última hora, que no habrás sabido lo que hiciste. Sí, también por ti digo ese gracias y ese adiós cara a cara contigo. Que se nos conceda volvernos a ver, ladrones felices, en el paraíso, si le place a Dios nuestro Padre” [Ch. De Chergé, Testament spirituel (1994), en B. Chenu, L’invincible espérance, Paris 1997, p.221]. Con el perdón se inicia un proceso que nos conduce a aceptar e incluso amar a los que nos han herido. Ésta es la última etapa de la liberación interior. www.parroquiasantamonica.com Vida Cristiana
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