jueves, 23 de febrero de 2017
La «inseparable relación» y la «imprescindible interacción» entre el amor a Dios y el amor al prójimo. El amor a Dios y al prójimo se vivifican recíprocamente y construyen el ser cristiano.
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La «inseparable relación» y la «imprescindible interacción» entre el amor a
Dios y el amor al prójimo. El amor a Dios y al prójimo se vivifican
recíprocamente y construyen el ser cristiano.
Cfr. Domingo 30 del tiempo Ordinario Año A – Mateo 22, 34-40; Éxodo 22, 20-26 - Cfr. Benedicto XVI,
Encíclica «Deus caritas es»; Raniero Cantalamessa, La parola e la vita, Anno A, Città Nuova, XI edizione
giugno 2001, XXX domenica; cfr. Gianfranco Ravasi, Secondo le Scritture Anno A, Piemme III Edizione
novemb re 1995, XXX Domenica
Mateo 22, 34-40: “ 34 Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se pusieron de acuerdo, 35 y
uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para tentarle: 36 «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de
la Ley?» 37 Él le respondió: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu
mente. 38 Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. 40 De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas”.
Éxodo 22, 20-26: «20 No maltratarás al forastero, ni lo oprimirás, pues forasteros fuisteis vosotros en el país de
Egipto. 21 No vejarás a viuda alguna ni al huérfano. 22 Si los vejas y claman a mí, yo escucharé su clamor, 23 se
encenderá mi ira y os mataré a espada; vuestras mujeres quedarán viudas y vuestros hijos huérfanos. 24 Si
prestas dinero a alguien de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero; no le exigirás
intereses. 25 Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás al ponerse el sol, 26 porque con él se
abriga; es el vestido de su cuerpo. ¿Sobre qué va a dormir, si no? Clamará a mí, y yo le escucharé, porque soy
compasivo».
1. Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley? ¿Por qué esa
pregunta de los fariseos al Señor?
• Además de la mala intención - «para tentarle» -, también puede añadirse otra razón: el número de
los mandamientos contenidos en las leyes mosaicas era 613. Ante este gran número de preceptos –
expuestos muchas veces en los textos desordenadamente, sin ningún criterio jerárquico -, lógicamente
entre los judíos se planteaba cuáles eran los más importantes, o los que podían ser considerados como
punto de referencia de los demás, o si había alguno que fuese el principal de ellos.
2. La respuesta del Señor
(cfr. Raniero Cantalamessa, o.c. pp. 273-275).
o a) Les recuerda un texto del Antiguo Testamento que muchos de ellos
conocen bien.
• Les recuerda un texto del Antiguo Testamento: «Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con
toda tu alma y con toda tus fuerzas» (Deuteronomio 6, 5). Los israelitas piadosos conocían muy bien
este texto, ya que lo repetían como oración por la mañana y por la tarde, y que constituía la identidad
de Israel como pueblo del Señor, a quien debe su existencia. Incluso lo que les dice el Señor acerca
del prójimo se encuentra en el libro del Levítico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (19,18).
Hoy, precisamente, en la primera Lectura, del Libro del Éxodo, hemos escuchado una casuística del
amor al prójimo: se describe una serie de preceptos que, por otra parte, como subrayan diversos
autores, se encuentran como perdidos entre innumerables preceptos secundarios. Sin olvidar que, casi
siempre el prójimo era el connacional o el prosélito; téngase en cuenta que, en el tiempo de Jesús, los
que eran considerados como los más piadosos entre los israelitas (los esenios de Qumrân) , tenían la
siguiente máxima: «Amarás a todos los hijos de la luz y odiarás a todos los hijos de las tinieblas» .
o b) En la respuesta del Señor hay dos novedades: la dimensión universal
del «prójimo» y la razón fundamental de la dignidad de todos los
hombres.
La dimensión universal del «prójimo»
• En primer lugar la figura del «prójimo» adquiere una dimensión universal. En la parábola del
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samaritano, el «prójimo» es alguien que desde el punto de vista político y étnico es un enemigo, y
desde el punto de vista religioso es un «hijo de las tinieblas». Para Jesús el «prójimo» ya no es
solamente el familiar, el connacional o el correligioso, o el simpatizante, sino cualquiera que tiene
necesidad, aunque sea extranjero y desconocido.
• “Con el nombre de prójimo, no hemos de considerar sólo a los que se unen a nosotros con los
lazos de la amistad o del parentesco, sino a todos los hombres, con los que tenemos una común
naturaleza... Un solo Creador nos ha hecho, un solo Creador nos ha dado el alma. Todos gozamos del
mismo cielo y del mismo aire, de los mismos días y de las mismas noches y, aunque unos son buenos
y otros son malos, unos justos y otros injustos, Dios, sin embargo, es generoso y benigno con todos.”
(San León Magno, Papa 390-461, Sermón 12,2).
La igual y radical dignidad de todos los hombres, porque han sido
creados a imagen y semejanza de Dios y capacitados para
participar en la vida en Dios. El amor es venerar la imagen de Dios
que hay en cada hombre.
• La segunda novedad es el hecho de que Jesús coloca el amor al prójimo al mismo nivel que el
amor a Dios. Probablemente esa afirmación del Señor sonaría como algo inaudito. San Juan hace
explícita esa doctrina en su primera Carta: “Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano,
es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano., a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve.
Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a dios, que ame también a su hermano” (4, 20-
21).
• ¿Cómo se explica esta segunda novedad, este equiparación entre el amor a Dios y el amor al
prójimo? La explicación más conocida en la doctrina católica es que cuando amamos al hombre
amamos a Dios porque el hombre es imagen de Dios (cf. S. Tomás de Aquino, Sup. Ev. Mat.). En otro
lugar, S. Tomás dice: «La caridad por la que amamos a Dios y al prójimo es una misma virtud,
porque la razón de amar al prójimo es precisamente Dios, y amamos a Dios cuando amamos al
prójimo con caridad.» (S. Th. II-II, q 103, a. 2.3). Y en el Catecismo de la Iglesia Católica
encontramos esta afirmación rotunda: “El amor al prójimo es inseparable del amor a Dios” (n. 1878).
• El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que «todas las criaturas poseen una cierta semejanza
con Dios, muy especialmente el hombre creado a imagen y semejanza de Dios.» (n. 41; Gn 1,26),o,
con otras apalabras, que “la imagen divina está presente en todo hombre” (n. 1702). Por razón de esa
comunidad de origen , y por haber sido llamados a participar por el conocimiento y el amor en la vida
de Dios, reconocemos la razón fundamental de la verdadera dignidad de todos los hombres (cf. CEC n.
225; 356; 360; 1700; 1934).
• El Catecismo afirma también que la fraternidad entre los hombres - la comunión de las personas –
conlleva una cierta semejanza con las unión de las personas divinas, con la unión en la Trinidad. (cf.
CEC nn. 1702 y 1878).
• De todo ello también se deduce que toda vida humana es sagrada desde el momento de la
concepción hasta la muerte (cf. CEC n. 2319); que tienen igual dignidad el varón y la mujer (cf. CEC
n. 2334).
• Amigos de Dios, 230: “Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la
simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros
mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar —insisto— la imagen de Dios que
hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo.”
3. Una audaz semejanza para el estilo de vida cristiano: el amor a Dios y al
prójimo se vivifican recíprocamente y construyen el ser cristiano.
• Gianfranco Ravasi, o.c. p. 287: “El alma del estilo de vida cristiano queda precisada por
medio de una audaz semejanza de dos amores que son dispuestos en una perfecta posición de paridad:
«el segundo es semejante», es decir, es importante como el primero; aunque no sea idéntico, es
igualmente necesario. Para Cristo, la dimensión vertical (el amor a Dios) y la horizontal (amor al
hermano) son inseparables, se entrecruzan y se vivifican recíprocamente y construyen el «ser
cristiano» total y genuino. (…) El amor a Dios y al prójimo no es, por tanto, una genérica y nebulosa
simplificación del múltiple compromiso cotidiano sino que es el dintel y el alma, es la clave de bóveda
«de toda la Ley y de todos los profetas».”
La diferencia entre Eros y Ágape
• Gianfranco Ravasi, o.c. p. 288: “Agapèseis Kùrion ... agapèseis tòn plesìon … En la respuesta de
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Jesús al doctor de la ley según el texto griego del Evangelio de Mateo resuena dos veces el verbo
agapàn, «amare», cuyo sustantivo ágape, «amore», ha entrado ya en el lenguaje común cristiano. En
1930 un estudioso sueco, Anders Nygren, pujblicaba un importante estudio titulado Eros y Ágape en el
que oponía las dos visiones del amor, la griega ligada al tema del «eros», de la contemplación
estética, de la posesión y de la conquista, y la visión cristiana abierta más bien a la donación, a la
dedicación, a la generosidad ilimitada y sin recompensa”.
4. Benedicto XVI, Encíclica «Deus caritas est», nn. 15-18: la «inseparable
relación» y la «imprescindible interacción» entre el amor a Dios y el amor al
prójimo.
Amor a Dios y amor al prójimo
o El amor al prójimo es el criterio para valorar positiva o negativa la vida
humana. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí.
n. 15. (...) La parábola del buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37) nos lleva sobre todo a dos aclaraciones
importantes. Mientras el concepto de «prójimo» hasta entonces se refería esencialmente a los
conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en la tierra de Israel, y por tanto a la comunidad
compacta de un país o de un pueblo, ahora este límite desaparece. Mi prójimo es cualquiera que
tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero
permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a
una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico
aquí y ahora. La Iglesia tiene siempre el deber de interpretar cada vez esta relación entre lejanía y
proximidad, con vistas a la vida práctica de sus miembros. En fin, se ha de recordar de modo
particular la gran parábola del Juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el cual el amor se convierte en el
criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana.
Jesús se identifica con los pobres: los hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos
o encarcelados. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo
hicisteis» (Mt 25, 40). Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde
encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios.
o ¿Es realmente posible amar a Dios aunque no se le vea? En la primera
carta de San Juan se subraya la inseparable relación entre amor a Dios
y amor al prójimo. La afirmación de amar a Dios es una mentira si el
hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia. El amor al prójimo es un
camino para encontrar a Dios.
16. Después de haber reflexionado sobre la esencia del amor y su significado en la fe bíblica, queda
aún una doble cuestión sobre cómo podemos vivirlo: ¿Es realmente posible amar a Dios aunque no se
le vea? Y, por otro lado: ¿Se puede mandar el amor? En estas preguntas se manifiestan dos objeciones
contra el doble mandamiento del amor. Nadie ha visto a Dios jamás, ¿cómo podremos amarlo? Y
además, el amor no se puede mandar; a fin de cuentas es un sentimiento que puede tenerse o no, pero
que no puede ser creado por la voluntad. La Escritura parece respaldar la primera objeción cuando
afirma: «Si alguno dice: ‘‘amo a Dios'', y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama
a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 20). Pero este texto en modo
alguno excluye el amor a Dios, como si fuera un imposible; por el contrario, en todo el contexto de la
Primera carta de Juan apenas citada, el amor a Dios es exigido explícitamente. Lo que se subraya es
la inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. Ambos están tan estrechamente
entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre se cierra
al prójimo o incluso lo odia. El versículo de Juan se ha de interpretar más bien en el sentido de que el
amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y que cerrar los ojos ante el prójimo
nos convierte también en ciegos ante Dios.
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o El amor de Dios se ha hecho visible en Jesucristo. Dios se ha hecho
visible en la historia sucesiva de la Iglesia de muchas maneras:
mediante su Palabra, en Sacramentos, en la comunidad viva de los
creyentes, etc. Él nos ha amado primero
n. 17. En efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo
invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos ha amado primero, dice la
citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho
visible, pues «Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4, 9).
Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De hecho, Dios es visible de
muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de
atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las
apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha
guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de
la Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante
su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su oración,
en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y,
de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado
primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor.
Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos
hace ver y experimentar su amor, y de este «antes» de Dios puede nacer también en nosotros el amor
como respuesta.
El amor no es solamente un sentimiento. El amor no se impone.
La madurez implica el sentimiento, la inteligencia y la
voluntad.
El amor madura en el curso de la vida.
La historia entre el amor de Dios y el hombre: la
comunión de voluntad crece en la comunión del
pensamiento y del sentimiento, de modo que los
mandamientos no se imponen desde fuera, no nos son
extraños.
En el desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es
solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa
inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y
maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno
sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del
hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad. El encuentro con las manifestaciones
visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la
experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro
entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra
voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No
obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por «concluido» y
completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí
mismo. Idem velle, idem nolle1
, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han
reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar
y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta
comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro
querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo
extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo
experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío2
. Crece entonces el abandono en
Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28).
1
Salustio, De coniuratione Catilinae, XX, 4.
2
Cf. San Agustín, Confesiones, III, 6, 11: CCL 27, 32.
5
o El amor enunciado en la Biblia sólo es posible a partir del encuentro
íntimo con Dios. En Dios y con Dios amo también a quien no me agrada
y ni siquiera conozco. Aprender a mirar desde la perspectiva de
Jesucristo.
En Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o
ni siquiera conozco
Aprender a mirar desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es
mi amigo.
18. De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por
Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada
o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un
encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces
aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva
de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo
interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las
organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos
de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de
amor que él necesita.
o La imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo:
a) si en mi vida falta el contacto con Dios, no reconoceré en el otro
la imagen divina;
b) Por el contrario, si en mi vida omito la atención al otro,
queriendo sólo ser «piadoso» y cumplir con mis «deberes
religiosos», se marchita la relación con Dios.
c) Sólo mi disponibilidad par ayudar al prójimo, para manifestarle
amor, me hace también sensible ante Dios. Sólo el servicio al
prójimo abre mis ojos a lo que el Señor hace por mí y a lo mucho
que me ama.
Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único
mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que
nos ha amado primero
En esto se manifiesta la imprescindible interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de
la que habla con tanta insistencia la Primera carta de Juan. Si en mi vida falta completamente el
contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la
imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo
«piadoso» y cumplir con mis «deberes religiosos», se marchita también la relación con Dios. Será
únicamente una relación «correcta», pero sin amor. Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo,
para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos
a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata
Teresa de Calcuta— han adquirido su capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada
gracias a su encuentro con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y
profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son
inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha
amado primero. Así, pues, no se trata ya de un «mandamiento» externo que nos impone lo imposible,
sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser
ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es «divino» porque
proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros,
que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea «todo para
todos» (cf. 1 Co 15, 28).
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