jueves, 6 de julio de 2017

Matrimonio. La sumisión recíproca de los cónyuges. En el matrimonio cristiano no hay una sumisión unilateral de la mujer al marido, sino una recíproca sumisión entre el varón y la mujer. La relación recíproca de los cónyuges es a imagen de la relación de Cristo con la Iglesia. Textos del Concilio Vaticano II, Juan Pablo II y Joseph Ratzinger.




 1 Matrimonio. La sumisión recíproca de los cónyuges. En el matrimonio cristiano no hay una sumisión unilateral de la mujer al marido, sino una recíproca sumisión entre el varón y la mujer. La relación recíproca de los cónyuges es a imagen de la relación de Cristo con la Iglesia. Textos del Concilio Vaticano II, Juan Pablo II y Joseph Ratzinger. A. El auténtico amor conyugal supone y exige que el hombre tenga un profundo respeto por la igual dignidad de la mujer. Cfr. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica «Familiaris consortio», 22 de noviembre 1981, nn. 13 y 25 o Al marido se le exige un sometimiento a su esposa, ya que él refleja a Jesucristo que se entrega hasta la muerte por amor a la Iglesia. 13. En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia. Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes. o El hombre debe tener profundo respeto por la igual dignidad de la mujer. Manifestará hacia la propia mujer la caridad delicada y fuerte que Cristo tiene a la Iglesia. 25. “Dentro de la comunión-comunidad conyugal y familiar, el hombre está llamado a vivir su don y su función de esposo y padre. Él ve en la esposa la realización del designio de Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada»,(Gén 2,18) y hace suya la exclamación de Adán, el primer esposo: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne».(Gén 2,23) El auténtico amor conyugal supone y exige que el hombre tenga profundo respeto por la igual dignidad de la mujer: «No eres su amo —escribe san Ambrosio— sino su marido; no te ha sido dada como esclava, sino como mujer... Devuélvele sus atenciones hacia ti y sé para con ella agradecido por su amor».(S. Ambrosio, Exameron, V, 7,19) El hombre debe vivir con la esposa «un tipo muy especial de amistad personal».(Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae,9). El cristiano además está llamado a desarrollar una actitud de amor nuevo, manifestando hacia la propia mujer la caridad delicada y fuerte que Cristo tiene a la Iglesia (Cfr. Ef 5,25). La presencia del padre en la familia: el amor a la esposa y el amor a los hijos son para el hombre el camino natural para comprender y realizar lo que es la paternidad. El amor a la esposa madre y el amor a los hijos son para el hombre el camino natural para la comprensión y la realización de su paternidad. Sobre todo, donde las condiciones sociales y culturales inducen fácilmente al padre a un cierto desinterés respecto de la familia o bien a una presencia menor en la acción educativa, es necesario esforzarse para que se recupere socialmente la convicción de que el puesto y la función del padre en y por la familia son de una importancia única e insustituible (Cfr. Juan Pablo II, Homilía a los fieles de Terni, 3-5, 19 de marzo 1981).Como la experiencia enseña, la ausencia del padre provoca desequilibrios psicológicos y morales, además de dificultades notables en las relaciones familiares, como también, en circunstancias opuestas, la presencia opresiva del padre, especialmente donde todavía vige el fenómeno del «machismo», o sea, la superioridad abusiva de las prerrogativas masculinas que humillan a la mujer e inhiben el desarrollo de sanas relaciones familiares. Revelando y reviviendo en la tierra la misma paternidad de Dios (Cfr. Ef 3,15), el hombre está llamado a garantizar el desarrollo unitario de todos los miembros de la familia. Realizará esta tarea mediante una generosa responsabilidad por la vida concebida junto al corazón de la madre, un compromiso educativo más solícito y compartido con la propia esposa (Cfr. Conc. Vat. II, Const. Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 52), un trabajo que no disgregue nunca la familia, sino que la promueva en su cohesión y estabilidad, un testimonio de vida cristiana adulta, que introduzca más eficazmente a los hijos en la experiencia viva de Cristo y de la Iglesia”. B. La relación recíproca de los cónyuges es a imagen de la relación de Cristo con la Iglesia. Cfr. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 48. o Al exhortar a los esposos cristianos a vivir de acuerdo con su condición de miembros de la Iglesia, San Pablo establece una 2 analogía por la cual el marido representa a Jesucristo y la esposa a la Iglesia. Cfr. Efesios 5, 21-33 48. Cristo, nuestro Señor, bendijo abundantemente este amor multiforme, que brota del divino manantial de la caridad y que se constituye según el modelo de su unión con la Iglesia. Porque, así como Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo con una alianza de amor y fidelidad [Oseas 2; Jeremías 3,6-13; Ezequiel 16 et 23; Isaías 54], así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia [Cf. Mateo 9,15; Marcos 2,19-20; Lucas 5,34-35; Juan., 3,29; cf. también 2 Corintios 11,2; Efesios 5,27; Apocalipsis 19,7-8; 21,2.9] sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Y permanece, además, con ellos para que, así como Él amó a su Iglesia y se entregó por ella [Cf. Ef esios 5,25], del mismo modo los esposos, por la mutua entrega, se amen mutuamente con perpetua fidelidad. El auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino, y gracias a la obra redentora de Cristo y a la acción salvadora de la Iglesia, se rige y se enriquece para que los esposos sean eficazmente conducidos hasta Dios y se vean ayudados y confortados en el sublime oficio de padre y madre[ Cf. Cc. Vaticano II, c. d. Lumen Gentium l. c., 15-16, 40-41, 47]. Cfr. Juan Pablo II, Audiencia General, Miércoles 11 de agosto de 1982. Un análisis detallado de la Carta a los Efesios 5, 21-33 Efesios 5, 21-33: 21 Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo. 22 Las mujeres a sus maridos, como al Señor, 23 porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo. 24 Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. 25 Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, 26 para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, 27 y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. 28 Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. 29 Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, 30 pues somos miembros de su Cuerpo. 31 Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. 32 Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia. 33 En todo caso, en cuanto a vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido. o Sujeción de los unos a los otros en el temor a Cristo. Significado del “temor” a Cristo. El misterio de Cristo (el varón y la mujer son llamados desde la eternidad para ser hijos adoptivos de Dios), llevará a estar sujetos los unos a los otros. 1. Comenzamos hoy un análisis más detallado del pasaje de la Carta a los Efesios 5, 21-33. El autor, dirigiéndose a los cónyuges, les recomienda que estén «sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo» (5, 21). Se trata aquí de una relación de doble dimensión o de doble grado: recíproco y comunitario El uno precisa y caracteriza al otro. Las relaciones recíprocas del marido y de la mujer deben brotar de su común relación con Cristo. El autor de la Carta habla del «temor de Cristo» en un sentido análogo a cuando habla del «temor de Dios». En este caso, no se trata de temor o miedo, que es una actitud defensiva ante la amenaza de un mal, sino que se trata sobre todo de respeto por la santidad, por lo sacrum: se trata de la pietas que en el lenguaje del Antiguo Testamento fue expresada también con el término «temor de Dios» (cf. por ejemplo, Sal 103, 11; Prov 1, 7; 23, 17; Sir 1, 11-16). Efectivamente, esta pietas, nacida de la profunda conciencia del misterio de Cristo debe constituir la base de las relaciones recíprocas entre los cónyuges. 2. Igual que el contexto inmediato, también el texto elegido por nosotros tiene un carácter «parenético» es decir, de instrucción moral. El autor de la Carta desea indicar a los cónyuges cómo deben ser sus relaciones recíprocas y todo su comportamiento. Deduce las propias indicaciones y directrices del misterio de Cristo, presentado al comienzo de la Carta. Este misterio debe estar espiritualmente presente en las recíprocas relaciones de los cónyuges. Penetrando sus corazones, engendrando en ellos ese santo «temor de Cristo» (es decir, precisamente la pietas), el misterio de Cristo debe llevarlos a estar «sujetos los unos a los otros»: el misterio de la elección, desde la eternidad, de cada uno de ellos en Cristo «para ser hijos adoptivos» de Dios. San Pablo habla de una mutua sujeción de los cónyuges, marido y mujer. La piedad cristiana hace que el marido no sea un amo; está mutuamente subordinados. 3. La expresión que abre nuestro pasaje de Ef 5, 21-33, al que nos hemos acercado gracias al análisis del contexto remoto e inmediato, tiene una elocuencia muy particular. El autor habla de la mutua sujeción de los cónyuges, marido y mujer, y de este modo da también a conocer cómo hay que entender las palabras que escribirá luego sobre la sumisión de la mujer al marido. Efectivamente, leemos: «Las casadas estén sujetas a sus 3 maridos como al Señor» (5, 22). Al expresarse así, el autor no intenta decir que el marido es «amo» de la mujer y que el contrato inter personal propio del matrimonio es un contrato de dominio del marido sobre la mujer. En cambio, expresa otro concepto: esto es, que la mujer, en su relación con Cristo —que es para los dos cónyuges el único Señor— puede y debe encontrar la motivación de esa relación con el marido, que brota de la esencia misma del matrimonio y de la familia. Sin embargo, esta relación no es sumisión unilateral. El matrimonio, según la doctrina de la Carta a los Efesios, excluye ese componente del contrato que gravaba y, a veces, no cesa de gravar sobre esta institución. En efecto, el marido y la mujer están «sujetos los unos a los otros», están mutuamente subordinados. La fuente de esta sumisión recíproca está en la pietas cristiana, y su expresión es el amor. El amor excluye todo género de sumisión, en virtud de la cual la mujer se convertiría en sierva o esclava del marido, objeto de sumisión unilateral. El amor ciertamente hace que simultáneamente también el marido esté sujeto a la mujer, y sometido en esto al Señor mismo, igual que la mujer al marido. 4. El autor de la Carta subraya de modo particular este amor, al dirigirse a los maridos. Efectivamente escribe: «Y vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres»... y con esta manera de expresarse destruye cualquier temor que hubiera podido suscitar (dada la sensibilidad contemporánea) la frase precedente: «Las casadas estén sujetas a sus maridos». El amor excluye todo género de sumisión, en virtud de la cual la mujer se convertiría en sierva o esclava del marido, objeto de sumisión unilateral. El amor ciertamente hace que simultáneamente también el marido esté sujeto a la mujer, y sometido en esto al Señor mismo, igual que la mujer al marido. La comunidad o unidad que deben formar por el matrimonio, se realiza a través de una recíproca donación, que es también una mutua sumisión. Cristo es fuente y, a la vez, modelo de esta sumisión que, al ser recíproca «en el temor de Cristo», confiere a la unión conyugal un carácter profundo y maduro. Múltiples factores de índole psicológica o de costumbre, se transforman en esta fuente y ante este modelo, de manera que hacen surgir, diría, una nueva y preciosa «fusión» de los comportamientos y de las relaciones bilaterales. 5. El autor de la Carta a los Efesios no teme aceptar los conceptos propios de la mentalidad y de las costumbres de entonces; no teme hablar de la sumisión de la mujer al marido; ni tampoco teme (también en el último versículo del texto que hemos citado) recomendar a la mujer que «reverencie a su marido» (5, 33). Efectivamente, es cierto que cuando el marido y la mujer se sometan el uno al otro «en el temor de Cristo», todo encontrará su justo equilibrio, es decir corresponderá a su vocación cristiana en el misterio de Cristo. La sumisión recíproca puede llevar a la «comunión» de las personas. 6. Ciertamente es diversa nuestra sensibilidad contemporánea, diversas son también las mentalidades y las costumbres, y es diferente la situación social de la mujer con relación al hombre. No obstante, el fundamental principio parenético que encontramos en la Carta a los Efesios, sigue siendo el mismo y ofrece los mismos frutos. La sumisión recíproca «en el temor de Cristo» —sumisión que nace del fundamento de las pietas cristiana— forma siempre esa profunda y sólida estructura que integra la comunidad de los cónyuges, en la que se realiza la verdadera «comunión» de las personas. Los dos se aman y se entregan recíprocamente en Cristo 7. El autor del texto a los Efesios, que comenzó su Carta con una magnífica visión del plan eterno de Dios para con la humanidad, no se limita a poner de relieve solamente los aspectos tradicionales de las costumbres o los aspectos éticos del matrimonio, sino que sobrepasa el ámbito de la enseñanza y, al escribir sobre las relaciones recíprocas de los cónyuges, descubre en ellas la dimensión del misterio de Cristo, de quien él es heraldo y apóstol. «Las casadas estén sujetas a sus maridos como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia y salvador de su cuerpo. Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo. Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella...» (5, 22-25). De este modo, la enseñanza propia de esta parte parenética de la Carta en cierto sentido se inserta en la realidad misma del misterio oculto desde la eternidad en Dios y revelado a la humanidad en Jesucristo. En la Carta a los Efesios somos testigos, diría, de un encuentro particular de ese misterio con la esencia misma de la vocación al matrimonio. ¿Cómo hay que entender este encuentro? 8. En el texto de la Carta a los Efesios este encuentro se presenta ante todo como una gran analogía. Leemos allí: «Las casadas estén sujetas a sus maridos como al Señor...»; he aquí el primer miembro de la analogía. «Porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia...» éste es el segundo miembro, que constituye la clarificación y la motivación del primero. «Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos...»: a la relación de Cristo con la Iglesia, presentada antes, se expresa ahora como relación de la Iglesia con Cristo, y aquí está comprendiendo el siguiente miembro de la analogía. Finalmente: «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella...»: he aquí el último miembro de la analogía. La continuación del texto de la Carta desarrolla el pensamiento fundamental, contenido en el pasaje que acabamos de citar; y todo el texto de la Carta a los Efesios en el capítulo 5 (vv. 21-33) está totalmente penetrado por la misma analogía; esto es, la relación recíproca entre los cónyuges, marido y mujer, los cristianos la entienden a imagen de la relación entre Cristo y la Iglesia. 4 C. El matrimonio, signo visible del eterno misterio divino Cfr. Juan Pablo II, Audiencia General, Miércoles 18 de agosto de 1982 o Resumen de la audiencia general anterior 1. Al analizar los respectivos componentes de la Carta a los Efesios, constatamos en el capítulo anterior que la relación recíproca entre los cónyuges, marido y mujer, los cristianos la entienden a imagen de la relación entre Cristo y la Iglesia. Esta relación es, al mismo tiempo, revelación y realización del misterio de la salvación, de la elección de amor, «escondida» desde la eternidad en Dios. En esta revelación y realización el misterio de la salvación comprende el rasgo particular del amor nupcial en la relación de Cristo con la Iglesia, y por esto se puede expresar de la manera más adecuada recurriendo a la analogía de la relación que hay —que debe haber— entre marido y mujer dentro del matrimonio. Esta analogía esclarece el misterio al menos hasta cierto punto. Más aún, parece que, según el autor de la Carta a los Efesios, esta analogía es complementaria de la del «Cuerpo místico» (cf. Ef 1, 22-23), cuando tratamos de expresar el misterio de la relación de Cristo con la Iglesia, y remontándonos aún más lejos, el misterio del amor eterno de Dios al hombre, a la humanidad: el misterio que se expresa y se realiza en el tiempo a través de la relación de Cristo con la Iglesia. La verdad esencial del matrimonio se entiende cuando refleja el amor que Cristo-Esposo dona a la Iglesia. 2. Si —como hemos dicho— esta analogía ilumina el misterio, a su vez es iluminada por ese misterio. La relación nupcial que une a los cónyuges, marido y mujer, debe —según el autor de la Carta a los Efesios— ayudarnos a comprender el amor que une a Cristo con la Iglesia, el amor recíproco de Cristo y de la Iglesia, en el que se realiza el eterno designio divino de la salvación del hombre. Sin embargo, el significado de la analogía no se agota aquí. La analogía utilizada en la Carta a los Efesios, al esclarecer el misterio de la relación entre Cristo y la Iglesia, descubre a la vez, la verdad esencial sobre el matrimonio, esto es, que el matrimonio corresponde a la vocación de los cristianos únicamente cuando refleja el amor que Cristo-Esposo dona a la Iglesia, su Esposa, y con el que la Iglesia (a semejanza de la mujer «sometida», por lo tanto, plenamente donada) trata de corresponder a Cristo. Este es el amor redentor, salvador, el amor con el que el hombre, desde la eternidad, ha sido amado por Dios en Cristo: «En Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él...» (Ef 1, 4). «Las mujeres estén sujetas a sus maridos..., como la Iglesia está sujeta a Cristo». Y, por otra parte: «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia...». 3. El matrimonio corresponde a la vocación de los cristianos en cuanto cónyuges sólo si, precisamente, se refleja y se realiza en él ese amor. Esto aparecerá claro si tratamos de leer de nuevo la analogía paulina en dirección inversa, es decir, partiendo de la relación de Cristo con la Iglesia, y dirigiéndonos luego a la relación del marido y de la mujer en el matrimonio. En el texto se usa el tono exhortativo: «Las mujeres estén sujetas a sus maridos..., como la Iglesia está sujeta a Cristo». Y, por otra parte: «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia...». Estas expresiones demuestran que se trata de una obligación moral. Sin embargo, para poder recomendar esta obligación, es necesario admitir que en la esencia mismo del matrimonio se encierra una partícula del mismo misterio. De otro modo, toda esta analogía estaría suspendida en el aire. La invitación del autor de la Carta a los Efesios, dirigida a los cónyuges, para que modelen sus relaciones recíprocas a semejanza de las relaciones de Cristo con la Iglesia «como -así» estaría privada de una base real, como si le faltara la tierra bajo los pies. Esta es la lógica de la analogía utilizada en el citado texto a los Efesios. 4. Como se ve, esta analogía actúa en dos direcciones. Si, por una parte, nos permite comprender mejor la esencia de la relación de Cristo con la Iglesia, por otra, a la vez, nos permite penetrar más profundamente en la esencia del matrimonio, al que están llamados los cristianos. Manifiesta, en cierto sentido, el modo en que este matrimonio, en su esencia más profunda, emerge del misterio del amor eterno de Dios al hombre y a la humanidad: de ese misterio salvífico que se realiza en el tiempo mediante el amor nupcial de Cristo a la Iglesia. Partiendo de las palabras de la Carta a los Efesios (5, 22-33), podemos desarrollar luego el pensamiento contenido en la gran analogía paulina en dos direcciones: tanto en la dirección de una comprensión más profunda de la Iglesia, como en la dirección de una comprensión más profunda del matrimonio. En nuestras consideraciones seguiremos, ante todo, esta segunda, recordando que en la base de la comprensión del matrimonio en su esencia misma, está la relación nupcial de Cristo con la Iglesia. Esta relación se analiza más detalladamente aún para poder establecer —suponiendo la analogía con el matrimonio— cómo éste se convierte en signo visible del eterno misterio divino, a imagen de la Iglesia unida con Cristo. De este modo la Carta a los Efesios nos lleva a las bases mismas de la sacramentalidad del matrimonio. Cristo es cabeza de la Iglesia en cuanto que la amó y se entregó por ella. 5. Comencemos, pues, un análisis detallado del texto. Cuando leemos en la Carta a los Efesios que «el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, y salvador de su cuerpo» (5, 23), podemos suponer que el autor, que ha aclarado ya antes que la sumisión de la mujer al marido, como cabeza, se entiende como sumisión recíproca «en el temor de Cristo», se remonta al concepto arraigado en la mentalidad del tiempo, 5 para expresar ante todo la verdad acerca de la relación de Cristo con la Iglesia, esto es, que Cristo es cabeza de la Iglesia. Es cabeza como «salvador de su cuerpo». Precisamente la Iglesia es ese cuerpo que —estando sometido en todo a Cristo como a su cabeza— recibe de Él todo aquello por lo que viene a ser y es su cuerpo: es decir, la plenitud de la salvación como don de Cristo, el cual «se ha entregado a sí mismo por ella» hasta el fin. La «entrega» de Cristo al Padre por medio de la obediencia hasta la muerte de cruz adquiere aquí un sentido estrictamente eclesiológico: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5, 25). A través de una donación total por amor ha formado a la Iglesia como su cuerpo y continuamente la edifica, convirtiéndose en su cabeza. Como cabeza es salvador de su cuerpo y, a la vez, como salvador es cabeza. Como cabeza y salvador de la Iglesia es también esposo de su esposa. El amor redentor se transforma en amor nupcial: Cristo, al entregarse a sí mismo por la Iglesia, con el mismo acto redentor se ha unido de una vez para siempre con ella, como el esposo con la esposa, como el marido con la mujer, 6. La Iglesia es ella misma en tanto en cuanto, como cuerpo, recibe de Cristo, su cabeza, todo el don de la salvación como fruto del amor de Cristo y de su entrega por la Iglesia: fruto de la entrega de Cristo hasta el fin. Ese don de sí al Padre por medio de la obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8), es al mismo tiempo, según la Carta a los Efesios, un «entregarse a sí mismo por la Iglesia». En esta expresión, diría que el amor redentor se transforma en amor nupcial: Cristo, al entregarse a sí mismo por la Iglesia, con el mismo acto redentor se ha unido de una vez para siempre con ella, como el esposo con la esposa, como el marido con la mujer, entregándose a través de todo lo que, de una vez para siempre, está incluido en ese su «darse a sí mismo» por la Iglesia. De este modo, el misterio de la redención del cuerpo lleva en sí, de alguna manera, el misterio «de las bodas del Cordero» (cf. Ap 19, 7). Puesto que Cristo es cabeza del cuerpo, todo el don salvífico de la redención penetra a la Iglesia como al cuerpo de esa cabeza, y forma continuamente la más profunda, esencial sustancia de su vida. Y la forma de manera nupcial, ya que en el texto citado la analogía del cuerpo-cabeza pasa a la analogía del esposo-esposa, o mejor, del marido-mujer. Lo demuestran los pasajes sucesivos del texto a los que nos conviene pasar más adelante. D. Sobre la dignidad y la vocación de la mujer- 15 agosto 1988 Cfr. Juan Pablo II, Carta Apostólica «Mulieris Dignitatem», 15 de agosto de 1988, nn. 23 y 24 o La Iglesia, esposa de Cristo - «Gran misterio» San Pablo compara el carácter esponsal del amor entre el hombre y la mujer con el misterio de Cristo y de la Iglesia. Una analogía que tiene precedentes en el Antiguo Testamento. 23. Las palabras de la Carta a los Efesios tienen una importancia fundamental en relación con este tema: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (5, 25-32). En esta Carta el autor expresa la verdad sobre la Iglesia como esposa de Cristo, indicando además que esta verdad se basa en la realidad bíblica de la creación del hombre, varón y mujer. Creados a imagen y semejanza de Dios como «unidad de los dos», ambos han sido llamados a un amor de carácter esponsal. Puede también decirse, siguiendo la descripción de la creación en el Libro del Génesis (2, 18-25), que esta llamada fundamental aparece juntamente con la creación de la mujer y es llevada a cabo por el Creador en la institución del matrimonio, que según el Génesis 2, 24 tiene desde el principio el carácter de unión de las personas («communio personarum»). Aunque no de modo directo, la misma descripción del «principio» (cf. Gén 1, 27; 2, 24) indica que todo el «ethos» de las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer debe corresponder a la verdad personal de su ser. Todo esto ya ha sido considerado anteriormente. El texto de la Carta a los Efesios confirma de nuevo la verdad anterior y al mismo tiempo compara el carácter esponsal del amor entre el hombre y la mujer con el misterio de Cristo y de la Iglesia. Cristo es el esposo de la Iglesia, la Iglesia es la esposa de Cristo. Esta analogía tiene sus precedentes; traslada al Nuevo Testamento lo que estaba contenido en el Antiguo Testamento, de modo particular en los profetas Oseas, Jeremías, Ezequiel e Isaías.(48) Cada uno de estos textos merecerá un análisis por separado. Citemos al menos un texto. Dios, por medio del profeta, habla a su pueblo elegido de esta manera: «No temas, que no te avergonzarás, ni te sonrojes, que no quedarás confundida, pues la vergüenza de tu mocedad olvidarás y la afrenta de tu viudez no recordarás jamás. Porque tu Esposo es tu hacedor, Yahveh Sebaot es su nombre; y el que te rescata, el Santo de Israel, Dios de toda la tierra se llama (...). La mujer de la juventud ¿es repudiada? dice tu Dios. Por un breve instante te abandoné pero con gran compasión te recogeré. En un arranque 6 de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno te he compadecido, dice Yahveh tu Redentor (...) Porque los montes se correrán y las colinas se moverán mas mi amor de tu lado no se apartará y mi alianza de paz no se moverá» (Is 54, 4-8. 10). Por haber sido creado el ser humano —hombre y mujer— a imagen y semejanza de Dios, Dios puede hablar de sí por boca del profeta, sirviéndose de un lenguaje que es humano por esencia. En el texto de Isaías que hemos citado, es «humano» el modo de expresarse el amor de Dios, pero el amor mismo es divino. Al ser amor de Dios, tiene un carácter esponsal propiamente divino, aunque sea expresado mediante la analogía del amor del hombre hacia la mujer. Esta mujer-esposa es Israel, como pueblo elegido por Dios, y esta elección tiene su origen exclusivamente en el amor gratuito de Dios. Precisamente mediante este amor se explica la Alianza, presentada con frecuencia como una alianza matrimonial que Dios, una y otra vez, hace con su pueblo elegido. Por parte de Dios es un «compromiso» duradero; Él permanece fiel a su amor esponsal, aunque la esposa le haya sido infiel repetidamente. Esta imagen del amor esponsal junto con la figura del Esposo divino —imagen muy clara en los textos proféticos— encuentra su afirmación y plenitud en la Carta a los Efesios (5, 23-32). Cristo es saludado como esposo por Juan el Bautista (cf. Jn 3, 27-29); más aún, Cristo se aplica esta comparación tomada de los profetas (cf. Mc 2, 19-20). El apóstol Pablo, que es portador del patrimonio del Antiguo Testamento, escribe a los Corintios: «Celoso estoy de vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo» (2 Cor 11, 2). Pero la plena expresión de la verdad sobre el amor de Cristo Redentor, según la analogía del amor esponsal en el matrimonio, se encuentra en la Carta a los Efesios: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (5, 25); con esto recibe plena confirmación el hecho de que la Iglesia es la Esposa de Cristo: «El que te rescata es el Santo de Israel» (Is 54, 5). En el texto paulino la analogía de la relación esponsal va contemporáneamente en dos direcciones que constituyen la totalidad del «gran misterio» («sacramentum magnum»). La alianza propia de los esposos «explica» el carácter esponsal de la unión de Cristo con la Iglesia y, a su vez, esta unión —como «gran sacramento»— determina la sacramentalidad del matrimonio como alianza santa de los esposos, hombre y mujer. Leyendo este pasaje rico y complejo, que en su conjunto es una gran analogía, hemos de distinguir lo que en él expresa la realidad humana de las relaciones interpersonales, de lo que, con lenguaje simbólico, expresa el «gran misterio» divino. o La «novedad» evangélica. La convicción de que en el matrimonio se da la «recíproca sumisión de los esposos en el temor de Cristo» y no solamente la «sumisión» de la mujer al marido, ha de abrirse camino gradualmente en los corazones, en las conciencias, en el comportamiento, en las costumbres. 24. El texto se dirige a los esposos, como mujeres y hombres concretos, y les recuerda el «ethos» del amor esponsal que se remonta a la institución divina del matrimonio desde el «principio». A la verdad de esta institución responde la exhortación «maridos, amad a vuestras mujeres», amadlas como exigencia de esa unión especial y única, mediante la cual el hombre y la mujer llegan a ser «una sola carne» en el matrimonio (Gén 2, 24; Ef 5, 31). En este amor se da una afirmación fundamental de la mujer como persona, una afirmación gracias a la cual la personalidad femenina puede desarrollarse y enriquecerse plenamente. Así actúa Cristo como esposo de la Iglesia, deseando que ella sea «resplandeciente, sin mancha ni arruga» (Ef 5, 27). Se puede decir que aquí se recoge plenamente todo lo que constituye «el estilo» de Cristo al tratar a la mujer. El marido tendría que hacer suyos los elementos de este estilo con su esposa; y, de modo análogo, debería hacerlo el hombre, en cualquier situación, con la mujer. De esta manera ambos, mujer y hombre, realizan el «don sincero de sí mismos». El autor de la Carta a los Efesios no ve ninguna contradicción entre una exhortación formulada de esta manera y la constatación de que «las mujeres (estén sumisas) a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer» (5, 22-23a). El autor sabe que este planteamiento, tan profundamente arraigado en la costumbre y en la tradición religiosa de su tiempo, ha de entenderse y realizarse de un modo nuevo: como una «sumisión recíproca en el temor de Cristo» (cf. Ef 5, 21), tanto más que al marido se le llama «cabeza» de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, y lo es para entregarse «a sí mismo por ella» (Ef 5, 25), e incluso para dar la propia vida por ella. Pero mientras que en la relación Cristo-Iglesia la sumisión es sólo de la Iglesia, en la relación marido-mujer la «sumisión» no es unilateral, sino recíproca. En relación a lo «antiguo», esto es evidentemente «nuevo»: es la novedad evangélica. Encontramos diversos textos en los cuales los escritos apostólicos expresan esta novedad, si bien en ellos se percibe aún lo «antiguo», es decir, lo que está enraizado en la tradición religiosa de Israel, en su modo de comprender y de explicar los textos sagrados, como por ejemplo el del Génesis (c. 2).(49) Las cartas apostólicas van dirigidas a personas que viven en un ambiente con el mismo modo de pensar y de actuar. La «novedad» de Cristo es un hecho; constituye el inequivocable contenido del mensaje evangélico y es fruto de la redención. Pero al mismo tiempo, la convicción de que en el matrimonio se da la «recíproca sumisión de los esposos en el temor de Cristo» y no solamente la «sumisión» de la mujer al marido, ha de abrirse camino gradualmente en los corazones, en las conciencias, en el comportamiento, en las costumbres. Se trata de una llamada que, desde entonces, no cesa de apremiar a las generaciones que se han ido sucediendo, una llamada que los hombres deben acoger siempre de nuevo. El Apóstol escribió no solamente que: «En Jesucristo (...) no hay ya hombre ni mujer», sino también «no hay esclavo ni libre». Y sin embargo ¡cuántas generaciones 7 han sido necesarias para que, en la historia de la humanidad, este principio se llevara a la práctica con la abolición de la esclavitud! Y ¿qué decir de tantas formas de esclavitud a las que están sometidos hombres y pueblos, y que todavía no han desaparecido de la escena de la historia? Pero el desafío del «ethos» de la redención es claro y definitivo. Todas las razones en favor de la «sumisión» de la mujer al hombre en el matrimonio se deben interpretar en el sentido de una sumisión recíproca de ambos en el «temor de Cristo». La medida de un verdadero amor esponsal encuentra su fuente más profunda en Cristo, que es el Esposo de la Iglesia, su Esposa. E. Ser cabeza significa, a partir de Cristo, entregarse a sí mismo por la mujer Cfr. Card. Joseph RATZINGER, Presentación de la Carta Apostólica «Mulieris dignitatem» sobre la dignidad y la vocación de la mujer, 30 de septiembre de 1988 (...) En el momento en que se suprime el derecho del hombre a repudiar a su mujer, es necesario establecer entre los dos una relación nueva desde sus bases. Estas consecuencias están delineadas en la Carta a los Efesios (5, 21-33) donde el texto de la creación sobre el matrimonio ha de ser releído e interpretado a partir de Cristo. Con los más recientes exegetas, el Papa considera el versículo 21 del capítulo quinto como título de todo el párrafo: “Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo”. En esta sumisión recíproca, que se opone a la precedente dominación, el Santo Padre descubre la “novedad evangélica”, la fundamental superación de la discriminación de la mujer provocada por el pecado. Este nuevo y decisivo paso hacia adelante no se cancela en absoluto por el hecho de que a continuación en el texto bíblico el hombre es designado como cabeza de la mujer, De hecho esta formulación recibe su significado auténtico mediante su referencia cristológica: ser cabeza significa, a partir de Cristo, entregarse a sí mismo por la mujer (Ef 5, 25; VII, 24). Por lo demás, si lo antiguo aparece todavía en el lenguaje, esta novedad, que deriva justamente de Cristo, “ha de abrirse camino gradualmente en los corazones... en las costumbres. Se trata de un llamamiento que, desde entonces no cesa de apremiar...” (Ef 5, 25; VII, 24). o Existe una deuda especial del hombre con la mujer Sin embargo la unidad y la igualdad de hombre y mujer en la vocación a la autorrealización a través de la entrega de sí no cancela de hecho la diversidad (V, 16). Por tanto el Papa trata de decir, con gran cautela, algo del genio específico de la mujer diferenciándolo de la vocación del hombre. A este propósito él comienza con la mujer por excelencia, la Madre del Señor. Examina, pues, según este carácter específico las dos formas fundamentales de la existencia femenina, maternidad y virginidad. También aquí hay que considerar ante todo lo que es común: se trata cada vez en última instancia, de la tarea fundamental de la existencia humana, la superación de sí mismo en la donación de sí. En el matrimonio la autodonación de los esposos se abre, por su naturaleza, al don de una vida nueva. Hombre y mujer participan así del gran misterio del eterno generar (VI, 8). Aunque este generar pertenezca al mismo tiempo al hombre y a la mujer, sin embargo es también verdad que “el hecho de ser padres... es una realidad más profunda en la mujer... la mujer es ‘la que paga’ directamente por ese común engendrar, que absorbe literalmente las energías de su cuerpo y de su alma” (VI, 18). El Papa deduce de esto que existe una deuda especial del hombre con la mujer y prosigue: “Ningún programa de “igualdad de derechos” del hombre y de la mujer es válido si no se tiene en cuenta esto” (VI, 18). Esta idea todavía se profundiza más a través de la afirmación de que el hombre frente al proceso de gestación y del nacimiento se descubre siempre “fuera”. De este modo él, en múltiples aspectos, debe aprender de la madre el ser padre (VI, 18). www.parroquiasantamaonica.com Vida Cristiana

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